Hace 30.000 años, Sur de Iberia: Homo sapiens x Homo neanderthalensis---> Homo hybridus.
PRIMER CAPÍTULO
En el valle del sol naciente se respiraba mucha paz, mucha quietud.
Hacía frío y una fina capa de
escarcha blanqueaba la hierba. El sol se levantaba con timidez
tras las montañas del este y sus rayos horizontales iluminaban el
inmenso dosel verde de alcornoques, robles y encinas que cubría aquellas vastas
tierras sureñas. Miríadas de aves cantaban felices al sol que renacía. A
lo lejos se escuchaba la atronadora berrea de los venados, luciendo
altivos y desafiantes sus ramificadas astas de bravos sementales,
enardecidos por la testosterona de su siempre puntual celo otoñal. Los
secos y contundentes topetazos de sus astas, sus poderosos bramidos y el
canto de las aves componían la melodiosa sinfonía de la vida en aquel
paraíso.
Aquella
gélida mañana Tzah no había querido salir de caza con su padre. Había
preferido permanecer en las inmediaciones de la cueva, su hogar,
observando con gran interés a las cinco mujeres adultas del pequeño
clan, entre ellas su madre y su abuela, que estaban adobando la piel de
un cachorro de oso de las cavernas. Tzah no se perdía ningún detalle. Le
fascinaba el complejo mundo de las mujeres. Era mucho más interesante,
amable y pacífico que el violento mundo de los hombres. Tras extender y
atar bien tensa la piel del oso con sogas de corteza entre los troncos
de dos abedules, embadurnaron su envés con una generosa capa de sal de
roca mezclada con ceniza. Bajo los rayos del sol del mediodía y
el frío y reseco viento del norte, en tres o cuatro semanas se secaría y
una vez
curtida serviría para arropar al bebé que Uloh, la madre de Tzah, pariría en un
par de lunas en la intimidad de la cueva.
Tzah
era el segundo de los cinco hijos de Uloh y el primero de Etoz, su
padre. Nelut, su hermana mayor, hacía pocas lunas que había dejado de
ser una niña. El día que sangró por primera vez su abuela le maquilló la
cara con arcilla roja y le colgó del cuello un collar de dientes de
jabalí para darle la bienvenida al mundo de las mujeres. Nadie sabía
quién era su padre. Uloh, siendo todavía una chiquilla, había salido un
día a recoger bellotas en un bosque cercano y a la vuelta pareció haber
enloquecido. Iba sucia y cubierta de arañazos, como si se hubiera revolcado
sobre la hojarasca y los espinosos arbustos del sotobosque, y sus ojos de orate
miraban hacia dentro, hacia algo terrible que acababa de ver o de vivir.
Su madre Aileh, la que en un futuro sería la abuela de Tzah, no
consiguió hacerla hablar. Cuando le preguntaba, Uloh se negaba a mirarla
a los ojos, se echaba a temblar y a llorar y corría a esconderse en lo
más profundo de la cueva. Nunca más volvió a salir sola a recolectar
frutas y semillas. Su pequeño cuerpo de adolescente se ensanchó en las
siguientes lunas y pronto fue más que evidente que estaba encinta.
Entonces Aileh comprendió. Algún varón de otro clan había violado a su
hija en la espesura del bosque. Su vientre creció tanto que casi no
podía caminar, y las mujeres creyeron que no soportaría el embarazo y
moriría antes de parir. Uloh tenía un apetito voraz. Se pasaba todo el
día comiendo y nunca se sentía saciada.
Al
joven Etoz le gustaba mucho Uloh, aún a sabiendas de que la criatura que
llevaba en su vientre no era suya. Siempre que volvía de una jornada de
caza le
llevaba alguna golosina: unas serbas bien maduras, media docena de
nueces, un puñado de avellanas, unos huevos de perdiz, unos cangrejos de
río, dos puñados de caracoles o una culebrilla y muy de tarde en tarde
un pichón de
paloma torcaz, un pollo de urogallo o un perdigón, que la muchacha
desplumaba y evisceraba ansiosa con un pequeño cuchillo de sílex y, tras
echarle un poco de sal de roca en su interior, lo ensartaba en una rama
de lentisco y
lo asaba sobre las brasas. Etoz la observaba lleno de satisfacción
sentado sobre una roca cercana. Ella le sonreía en silencio, dándole las
gracias a su manera, mientras devoraba famélica la
sabrosa y tierna carne del ave. Algún día, después de parir al hijo del
desconocido, sería su hembra. Las mujeres fértiles eran muy apreciadas.

Todos
los miembros del clan cuidaban de ella. Aunque había perdido el habla
tras la violación, al saberse tan querida, se mostraba risueña y
colaboraba en todas las tareas cotidianas de las mujeres: curtir pieles y
confeccionar vestidos y zapatos con ellas, entretejer tallos de bejucos para hacer cestas, recolectar frutos, semillas, tubérculos y setas, cuidar de los niños, los enfermos y los ancianos,
agujerear y ensartar dientes de animales y piedrecillas de colores para
hacer collares y abalorios, recoger leña en el bosque, mantener el fuego
siempre encendido y ahuyentar con él a las fieras que se acercaban a la
cueva atraídas por el apetitoso aroma de los humanos.
Cuando una tarde le llegó la hora de echar al mundo a la criatura,
Uloh de pronto recobró el habla y llamó a su madre Aileh por su nombre.
Con el pánico dibujado en su rostro y un sudor frío humedeciendo todos
los poros de su piel, se aguantó el abultado vientre en plena
contracción con una mano, se agarró con la otra al brazo de su madre
clavándole las uñas, y ambas se adentraron en la cueva iluminándose con
una humeante y aromática antorcha de tea de pino.
Aileh
temía por la vida de su hija. Sus estrechas caderas de adolescente no
permitirían el paso del niño, que sin duda era muy grande, demasiado
grande. Uloh bregó con valentía durante toda la noche con los dolores
del parto. Cuando al alba los horizontales rayos del sol naciente
penetraron en la cueva, la cabecita ensangrentada del niño se asomó por
fin al mundo y brilló como una joya entre las piernas de su madre. Aileh
la asió y tiró de ella con suavidad, y en un último esfuerzo Uloh dio a
luz a su primer hijo, una niña enorme de piel sonrosada y pelo rojizo.
Su abuela sonrió en silencio. Ya sabía por fin de quien era hija. Su
padre era un hummolt, un miembro del clan de los robustos y temibles
hombres blancos del bosque. Con sus propios dientes Aileh cortó el
cordón umbilical que unía a la niña a la placenta, rodeó su aterido
cuerpecito con una suave y cálida piel de osezno y se la dio a
su hija Uloh para que la amamantase por primera vez.
—La llamaremos Nelut, la hija del bosque. Fue un hummolt quien te violó, ¿verdad?» —le preguntó Aileh a la joven madre.
Uloh
no respondió. Agachó la cabeza, miró la carita de su niña, que mamaba con
ruidosos sorbos el nutritivo calostro que manaba abundante de sus pechos de
niña-mujer, tragó saliva, contrajo los músculos de su rostro y dos
grandes lágrimas resbalaron por sus mejillas.
Nelut adoraba a su hermano Tzah, y él a ella. La muchacha, por su
físico, era muy diferente a los demás miembros del clan, pues tenía los
ojos verdiazules, el pelo rojizo, la piel clara y la robustez de su
padre hummolt, mientras que el resto de los miembros del pequeño clan de kartzams, que así se hacían
llamar, incluido el propio Tzah, eran todos morenos tanto de piel como
de pelo, de cuerpo más estilizado que el de los hummolt y sus ojos
lucían un iris de un contundente color caoba.
El
chiquillo, por su parte, siempre se había sentido diferente a los demás
niños. Su cuerpo era de varón,
pero en su alma habitaba una hembra. Aborrecía y temía el violento mundo
de los hombres. La vieja Aileh, su abuela, conocía los síntomas. Un
hermano de su padre había sido también un hombre-mujer, un drimish.
Aquel
día los cazadores tuvieron suerte y consiguieron apoderarse de una
yegua
preñada a medio devorar, ahuyentando con sus gritos a la jauría de lobos que le habían
dado caza. Los cánidos estaban ahítos, tras alimentarse de la carne
tierna del feto de potro que su víctima llevaba en el útero, y se
alejaron sin ofrecer resistencia. Cuando las mujeres y los niños vieron
lo que los hombres traían, corrieron hacia ellos presas de una gran
alegría, lanzando al aire alaridos de júbilo, y les ayudaron a
descargar las grandes piezas de carne que llevaban sobre sus hombros, depositándolas sobre una gran roca plana que hacía las veces de mesa.
Con la ayuda de afilados cuchillos de sílex las trocearon en porciones
más pequeñas, sazonándolas con sal de roca, y las ensartaron en
largas varas de abedul. Los hombres, mientras, prepararon un lecho de brasas, apartando a un lado las ramas a medio quemar, para que así las mujeres pudiesen asar sobre ellas las preciadas viandas. Hacía
varios días que no probaban la carne, y sus vientres rugían famélicos con
el aroma delicioso del humeante alimento. Tal era su desesperación
que no esperaron a que la carne se acabase de asar y se la comieron
medio cruda, a grandes bocados, casi sin masticar. Les supo a gloria. El
caballo era su manjar preferido.
Tzah y
Nelut también se dieron un festín. Mientras desgarraban con los dientes
y masticaban su respectiva porción de carne, se miraban risueños a los
ojos, en silencio, sin gestos, sin palabras, como si sus mentes
estuvieran conectadas por alguna energía extraña, la energía del cariño.
Sí, se querían, como se podían querer entonces dos
hermanos, en su caso hermanastros, aunque ese detalle en su mundo
primitivo poco importaba. Los hijos sabían a ciencia cierta quien era su
madre, puesto que vivían con ella hasta que alcanzaban la madurez
sexual, pero no todos llegaban a conocer al varón que la había
fecundado. Los dos hermanos se
sabían diferentes a los demás miembros del clan y, aunque de momento
nadie les discriminaba, se
apoyaban el uno al otro como si un peligro inminente estuviera a punto
de caer sobre ellos. Eran almas gemelas, inseparables. A Uloh, su madre,
le agradaba aquel cariño fraternal entre sus dos hijos mayores. Siempre
había temido que Nelut algún día fuera repudiada por el clan por
ser hija de un hummolt. Sabía que tarde o temprano eso ocurriría.
SEGUNDO CAPÍTULO
Transcurrieron
unos cuantos años, durante los cuales murieron dos adultos y tres de
los doce niños del clan, y al mismo tiempo
nacieron otros cinco, dos de ellos hijos de Etoz y Uloh. La vieja Aileh
había sobrevivido a una grave enfermedad que la mantuvo postrada sobre
la piel de un oso en el interior de la caverna durante tres largas lunas.
Ninguna hierba, ninguna raíz, ningún conjuro a los poderosos espíritus de los
antepasados de los kartzams lograban bajarle la fiebre ni calmarle la dolorosa y
persistente tos que la atormentaba. Llegó incluso a expectorar sangre viva. Uloh,
su angustiada hija, lloraba desconsolada de pura impotencia. Ya no
sabía qué hacer para salvar la vida de su madre, que apenas comía ni
bebía y su debilidad iba en aumento, sumiéndola en un estado estuporoso y
delirante que nada bueno presagiaba. Iba a morir irremediablemente.
Nadie sobrevivía a una enfermedad tan grave.
En
el clan solo otra mujer era más anciana. Se llamaba Metzet y era la
madre de Etoz. En su larga y azarosa vida había acumulado muchos
conocimientos, mucha sabiduría. Había parido catorce hijos de tres
padres diferentes, pero solamente cinco de ellos habían alcanzado la edad
adulta. El benjamín, su varón más querido, era Etoz. Tras su nacimiento
su agotado vientre se secó y ya no volvió a concebir más hijos. Así
pues, Metzet se volcó en cuerpo y alma a criar a su pequeño Etoz. Le dio
el pecho durante cinco largos años y solo lo destetó cuando estuvo bien
segura de que sobreviviría. Etoz creció sano, robusto y hermoso. Cuando
el aterciopelado vello de su rostro se endureció y transformó en una incipiente
barbita negra y la sangre empezó a hervir en sus venas, su madre supo
que había llegado la hora de buscarle una hembra. En el clan únicamente Uloh
carecía de macho, pero estaba preñada, y Etoz tendría que esperar a
que pariera para hacerla suya, si ella le aceptaba, claro, que en eso
las hembras llevaban la iniciativa. Cada noche su anciana madre sonreía enternecida escuchando a su adorado hijo masturbarse
frenéticamente en la oscuridad y el silencio de la cueva, para apaciguar así sus ardientes
ansias de una hembra. El muchacho dormía a su lado para protegerla de
cualquier alimaña que pudiera entrar en la caverna, y en las gélidas
noches del largo invierno Metzet se arrimaba a su hijo para que con su
calor de fornido varón calentase sus artrósicos y doloridos huesos de
anciana. Cuando por fin el muchacho eyaculaba con gran estrépito y el
aire que les envolvía se llenaba del intenso aroma de su abundante
semen, Metzet recordaba con cariño a sus tres fogosos machos y volvía a
sonreír. Quería a su hijo con toda el alma, y él a ella.
Todo
el clan sufría por la enfermedad de Aileh. La muerte de uno de sus
miembros era vivida por todos como un drama desgarrador. Entre adultos y
niños no superaban las tres decenas. Eran pues un pequeño clan de
kartzams muy vulnerable a las epidemias y a los catastróficos ataques de
los sanguinarios hummolts. Lo que más temían era quedarse sin hembras
reproductoras. Aquello significaba el fin del clan, su desaparición en
pocos años. Por suerte, durante muchas lunas había reinado la paz entre
los kartzams y los hummolts. Los dos clanes enemigos habían aprendido que
salían ganando si se evitaban, que era mucho mejor la paz que la
guerra. Ello no impedía que de tarde en tarde fuera raptada alguna niña o
adolescente, sobre todo cuando por el motivo que fuera había carestía de
mujeres en edad fértil en cualquiera de los dos clanes. Poco importaba
si eran hembras kartzams o hummolts.
Metzet
quería a la joven Uloh. Hacía feliz a su hijo, permitiéndole que yaciera
con ella siempre que él la deseaba, y le daba hijos sanos y robustos.
Era pues una buena hembra y una excelente madre, y
todo ello la hacía muy valiosa a los ojos de la anciana. A Metzet se le
partía el corazón cuando la veía llorar desconsolada por la inminente
muerte de su madre.
Una calurosa tarde de primavera
quiso ver a Aileh. Entró en la cueva iluminándose con una antorcha de
tea de
pino y se arrodilló junto a ella. Sintió entonces una extraña
angustia y el corazón se le aceleró al galope al percibir
un sutil hedor que emanaba del cuerpo de la enferma. Le resultó tan familiar... Cerró los ojos, busco en sus recuerdos y supo entonces dónde y cuando
había olido aquel mismo hedor. Hacía muchas primaveras, cuando ella era
todavía joven y estaba amamantando a su segundo hijo, se desató en el clan una
terrible y mortífera epidemia que amagaba con su aniquilación
total, pues solo unos pocos adultos y algunos niños se mantenían libres
de la enfermedad, entre ellos Metzet y su hijo. Todos los enfermos
desprendían el mismo hedor, tan sutil y repulsivo como el que emanaba de
la pobre Aileh.

En aquellos tiempos el clan
compartía el territorio con otro clan amigo. Era tan buena la relación
entre los dos pequeños grupos de kartzams que cada primavera
intercambiaban un par de hembras jóvenes para consolidar su amistad y
evitar la endogamia. Este clan amigo contaba entre sus miembros más
ancianos con una hechicera. La vieja mujer sabía hablar con los espíritus de los
antepasados y conocía las hierbas y las raíces que sanaban a los
enfermos. Metzet fue la encargada de ir a buscarla tras la pequeña loma
donde se acostaba el sol cada atardecer. Anduvo cargada con su hijo toda
una larga jornada, temerosa de ser atacada por alguna de las fieras que
abundaban en aquellos parajes tan agrestes. Antes de partir había
embadurnado su cuerpo y el de su hijo con barro de arcilla aromatizada
con flores machacadas de espliego, lentisco y romero, con la intención de enmascarar su olor humano y evitar que el finísimo olfato de las bestias detectase su presencia.
El truco funcionó, y ambos llegaron sanos y salvos a la cueva del clan
amigo, justo cuando el sol empezaba a ponerse en el horizonte.
—Soy
Metzet del clan de los kartzams del valle del sol naciente. Vengo a pediros ayuda.
¡Permitidme la entrada! —gritó con todas sus fuerzas nada más llegar.
—La hermana de Festud es siempre bienvenida. ¡Entra! —le respondió una poderosa voz de mujer tras un largo silencio.
Era la matriarca Taimeh, la jefa del clan de los kartzams del valle del sol poniente. Uno de sus hijos era el macho de
Festud, la hermana de Metzet, que había sido intercambiada hacía
muchas primaveras para sellar la amistad entre los clanes. Las
dos hermanas se miraron a los ojos un largo rato, en silencio, como si se
leyeran el alma. Luego se regalaron una amplia sonrisa y finalmente, se
acercaron una a la otra y, sin dejar de mirarse a los ojos, posaron su
mano derecha sobre la cabeza de la otra. Esta era la forma que tenían
las mujeres kartzams de saludarse con cariño. Dos regueros de lágrimas
brotaron de sus ojos y violentos estertores de llanto sacudieron sus
cuerpos al rememorar su infancia feliz en el clan del sol naciente.
Había pasado tanto tiempo... La última vez que se vieron eran apenas dos
chiquillas.
—La anciana Dailay, la matriarca del clan del sol naciente,
os envía esta sal como muestra de nuestra amistad —le dijo a su
hermana, tras serenarse ambas, dándole un zurrón de piel de jabato lleno
de sal de roca, que los miembros del clan del sol naciente extraían del fondo de su
profunda caverna. Para los kartzams del valle del sol poniente la sal era
un bien muy preciado, pues en su territorio no había ninguna mina de la
que pudieran extraerla, y el mar estaba muy lejos.
Festud
cogió el zurrón, desató el nudo de tendón de jabalí que lo
cerraba y tomó una pizca de sal entre dos dedos para probarla. Al sentir
sus papilas gustativas su intenso y maravilloso sabor, se le
iluminaron los ojos de puro placer y regaló una amplia sonrisa a su
hermana. Entregó entonces el zurrón a la matriarca Taimeh, quien a su vez se
lo dio a otra de las ancianas para que lo guardase en el fondo de la cueva.
Todos los miembros del clan del sol poniente acudieron a dar la
bienvenida a Metzet. Bajo la lívida luz cenicienta de la luna en cuarto
creciente y sentados sobre piedras planas alrededor de la gran hoguera que bloqueaba el paso
de las fieras al interior de la cueva, escucharon con gran atención el
triste relato de Metzet. Entre los allí reunidos estaba
Muongpet, la hechicera, tan anciana como la matriarca, que la escuchaba en silencio
con sus
grandes ojos de lechuza, su rostro maquillado con arcilla blanca, sus
cejas y labios ennegrecidos con carbonilla de saúco y su largo y
enmarañado pelo canoso adornado con vistosas plumas de urogallo y
avutarda, sujetas alrededor del cráneo con un turbante de crines de
caballo hábilmente trenzadas. Un collar de falanges ensartadas de las
manos de los hummolts abatidos en la última escaramuza rodeaba su
cuello. Sobre sus hombros, a modo de capa, llevaba la piel de un cachorro
de oso de las cavernas, y su mano derecha de ennegrecidas uñas asía un largo bastón con la
calavera y la cola de un zorro engastadas en su extremo.
—¿Puedes ayudarnos? —preguntó Metzet a Muongpet tras describir
los síntomas de la enfermedad que azotaba a los miembros de su clan.
—Lo puedo intentar. Mañana partiré contigo hacía el valle del sol naciente —le respondió muy seria la hechicera.
—Los espíritus de los antepasados de los kartzams te lo agradecerán —le aseguró Metzet.
Festud
y otras dos mujeres entraron entonces en la cueva y al rato volvieron
cargadas con un viejo ciervo, que los hombres habían acorralado y abatido a pedradas
aquella misma tarde en la espesura del bosque. Con la ayuda de tres
afilados cuchillos de sílex le abrieron el vientre y le extrajeron las entrañas, conservando el hígado, el bazo y los riñones y desechando el estómago y los intestinos, que dos hombres llevaron
a las afueras del poblado para que se los comieran los
buitres, los alimoches, las urracas y los cuervos. A continuación separaron la piel de la carne, descoyuntaron los
huesos y dividieron el animal en porciones pequeñas, a las que sazonaron con la sal traída por Metzet. Repartieron entonces las porciones de carne sobre las brasas para que se asasen y, tras darles la
vuelta varias veces con la ayuda de dos palos, consideraron que ya estaban en su punto, pero a
pesar de estar hambrientos nadie se atrevió a tocarlas. Todos miraban
ansiosos a Taimeh, esperando a que diera su permiso para comer. La matriarca levantó entonces los brazos hacia la luna y las estrellas, dio las gracias a los espíritus
de los antepasados de los kartzams y a continuación dirigió sus ojos
hacia la hembra de su hijo.
—Festud, escoge la mejor carne para tu hermana —le ordenó con voz afable.
La mujer escudriñó con gesto muy serio todas y cada una de las porciones de carne que se estaban asando sobre las brasas y escogió los testículos del ciervo,
un verdadero manjar para los kartzams.
—Toma,
para que te den fuerza en el camino de vuelta —le dijo afable, tras cogerlos de
encima de las brasas y ponelos sobre una piedra plana a modo de
plato. Metzet, agradecida por el detalle, le devolvió uno de los testículos, y ambas hermanas se regalaron una amplia sonrisa.
—¡Comed! —exclamó entonces Taimeh, y todos los adultos se abalanzaron sobre la carne como
bestias famélicas, pero solo las hembras se acordaron de compartir su
respectiva porción con sus hijos.
Tras la
opípara cena, echaron al fuego gruesos troncos de roble y encina para que la hoguera se
mantuviese encendida durante toda la noche. Alejarían así de la caverna a
los gigantescos osos y leones de las cavernas, a las manadas de lobos y
perros
rojos y a las grandes hienas manchadas. Para todos estos temibles
carnívoros los kartzams y los hummolts eran presas fáciles, pues
carecían
de garras y de fauces con fuertes dentaduras con las que poder
defenderse. Solo podían hacerlo con palos y piedras. De no temer al
fuego, las fieras no dudarían en entrar en la cueva para darse un festín
con ellos.
A la mañana siguiente, nada más
clarear al alba, Metzet con su hijo en brazos y la hechicera Muongpet
partieron hacia el valle de los kartzams del sol naciente, no sin antes
embadurnarse el cuerpo con barro de arcilla perfumado con hierbas
silvestres de aroma fuerte, para
confundir el fino olfato de las fieras.
Llegaron
al atardecer y, tras saludar a la matriarca Dailay, tía de Metzet, a la que la hechicera Muongpet hizo
entrega del obsequio que le mandaba su homóloga del clan del sol poniente: una bellísima
capa confeccionada con la piel de tres lobos, uno de ellos albino, en
señal de amistad entre los dos clanes, entraron presurosas en la
caverna para comprobar cómo se encontraban los enfermos.
El dantesco espectáculo las impactó.
Un total de quince miembros del clan entre niños y adultos yacían sobre
grandes pieles de oso y buey almizclero, unos ya muertos y otros
agonizando. Solo dos mujeres, todavía libres de la enfermedad, cuidaban
de ellos. La experimentada Muongpet tomó inmediatamente el mando de la
situación.
—¡Ayudadme a sacar a los muertos
fuera de la cueva para que se los coman las alimañas! — ordenó a Metzet y a las otras dos mujeres.
—Eso jamás lo
hacemos los kartzams. ¿Cómo te atreves a ordenarnos tal cosa? —protestó visiblemente ofendida una de las mujeres.
—Lo
sé, pero si no los sacamos fuera, su pestilencia acabará con todos.
Cuando termine esta pesadilla yo misma rezaré a los espíritus de
nuestros antepasados para aplacar su ira, y ellos comprenderán.
—Yo no puedo... —balbució la mujer con la intención de replicar a
Muongpet, pero al final cerró la boca y miró a Metzet a los ojos con gesto
suplicante, mientras dos regueros de lágrimas resbalaban por sus
mejillas. Uno de los muertos, un fornido muchacho con una incipiente
barbita de adolescente, era su hijo, el único que su perezoso vientre
había sido capaz de darle a su macho. Echarlo a las alimañas se le
antojaba una abominación, algo horroroso e insoportable para su corazón
de madre.
—Hagamos lo que nos aconseja la gran hechicera. Ella sabe lo que
hace —le dijo Metzet con un nudo en la garganta.
Uno tras otro fueron sacando a los que la vieja Muongpet consideró ya
muertos por tener la piel fría, los miembros tiesos y no gemir al pellizcarlos. Fuera de la cueva, cuatro hombres que
continuaban libres de la epidemia acataron sin rechistar la orden de la hechicera. Cargaron con los cadáveres e iluminados por la tenue luz de la luna los llevaron sobre una loma cercana. El más
joven de ellos lloraba desconsolado. Su madre y dos de sus hermanos
estaban entre los difuntos. Nada más terminar con el trasiego de los
nueve cuerpos apareció una manada de hienas manchadas, riendo felices con su
tétrica y cruel risita de muerte y sus ojos de fuego que brillaban en la
oscuridad de la noche reflejando los rayos de la luna, y entonces los
cuatro hombres sintieron una puñalada en el corazón y un escalofrío
les recorrió todo el espinazo y les heló la sangre. Uno de ellos, el más
anciano, corrió a
esconderse tras el tronco de un roble centenario para llorar, y los demás se
adentraron en la espesura del bosque para hacer lo mismo. No
querían ser testigos de cómo aquellos carroñeros de pesadilla
despedazaban y devoraban a sus seres queridos.
Dentro de la caverna Muongpet ordenó a las mujeres que dieran de
beber mucha agua a los seis enfermos que continuaban con vida. Ella,
mientras, iluminándose con una antorcha de tea de pino, sacó las
hierbas, raíces y cortezas que había traído consigo, las echó en un
hueco que hacía una roca y con la ayuda de una piedra redonda las
machacó con maestría hasta reducirlas a una papilla verdosa. Cogió
entonces el caparazón de una gran tortuga de tierra impermeabilizada con resina de pino a modo de vasija, echó
dentro la medicina y la mezcló con agua, removiéndolo todo enérgicamente
con la ayuda de un dedo. Luego lo dejó reposar un rato y a continuación
lo filtró a través de un manojo de heno seco y recogió el líquido
limpio de impurezas en otro caparazón. Con mucho cuidado repartió la
valiosa medicina en cuatro conchas de tortuga más pequeñas y entonces suspiró, levantó los
brazos hacia el techo de la caverna y rezó un incomprensible conjuro a
los espíritus de los antepasados de los kartzams para que la ayudasen a
sanar a los enfermos.
—Dadles a beber esta pócima. Les sabrá muy mal, pero insistid. Es
importante —dijo a las tres mujeres, mientras ella misma cogía un
caparazón y se acercaba a una niña que sudaba a mares por la fiebre, tiritaba sin sosiego y
no paraba de toser. Su pequeño cuerpo desprendía un ofensivo hedor a acetona.
El brebaje pareció surtir efecto y ninguno de los seis enfermos murió
durante aquella noche. Al día siguiente Muongpet preparó más
medicina, y a lo largo de toda la jornada les fueron dando la
pócima, que sin duda sabía a rayos, pues los enfermos se resistían a
beberla. Por la tarde dos de ellos dejaron de tener fiebre, y al tercer
día los cuatro restantes también estaban afebriles. Al mismo tiempo la
tos de todos ellos fue menguando poco a poco, y al sentirse mejor no
tardaron en pedir comida, lo cual alegró sobremanera a las mujeres, pues
era una señal inequívoca de su evidente mejoría.
Cuando
Metzet se asomó fuera de la cueva y le dijo a la matriarca Dailay que los enfermos
tenían hambre, esta ordenó a los cuatro hombres sanos que cogieran sus armas y salieran de
caza. No tardaron en abatir a un gran jabalí macho con una afilada azagaya de cuerna de ciervo, que llevaron corriendo al poblado, no sin antes eviscerarlo para desechar las entrañas y disminuir su peso. Lo echaron entero sobre el fuego, y en pocos
segundos el aire se llenó del delicioso aroma que desprendían las duras cerdas del
animal chamuscándose, lo cual hizo salivar a los cuatro hombres, pues
también ellos estaban hambrientos.
Sí, la vieja
Metzet se acordaba perfectamente de aquella terrible epidemia que diezmó
a la mitad de los miembros de su clan cuando ella era todavía joven.
El sutil hedor acre que emanaba del cuerpo de Aileh le había refrescado la
memoria. Cerró los ojos, agachó la cabeza e intentó recordar las
hierbas, raíces y cortezas que había utilizado la hechicera Munogpet
para preparar la medicina, y entonces sonrió.
—Vamos a buscar los ingredientes de la pócima que va a curar a tu madre —le dijo a Uloh asiéndole la mano.
Al cabo de una hora las dos mujeres estaban de vuelta con un gran ramo de hierbas
que llevaba Metzet y un cesto de varas entretejidas de sauce lleno a rebosar de
raíces y cortezas que acarreaba Uloh.
Cuando la anciana hubo preparado la medicina, la echó en un caparazón
de tortuga y se arrodilló al lado de la enferma. Uloh entonces le levantó
la
cabeza para que pudiera beber, pero la vieja Aileh estaba inconsciente,
parecía que iba a expirar en cualquier momento, y fue imposible darle a beber el
brebaje. Entonces Metzet se acordó del truco que había utilizado la
hechicera Muongpet para conseguir que los enfermos tomasen la medicina y
sonrió para si misma, sorprendiéndose de su buena memoria.
—Uloh, bebe un sorbo de la pócima sin tragártelo y luego dáselo directamente a tu madre de boca a boca.
La joven mujer así lo hizo, y el beso de vida que le dio a su madre la
salvó de una muerte segura. Aunque inconsciente, al sentir la boca
llena de líquido, Aileh se lo tragaba instintivamente como si de saliva se tratase y poco a poco, con mucha paciencia
y mucho amor, al cabo de unas horas dejó de sudar y al día siguiente
abrió los ojos, miró a su hija y le sonrió, y entonces Uloh sintió una
alegría tan grande en su corazón que rompió a llorar como una niña.
Cuando al cabo de un rato se serenó, se volvió hacia la salvadora de su
madre.
—Gracias, Metzet, jamás lo voy a
olvidar —le agradeció, posando su mano derecha sobre la encanecida cabeza
de la anciana en señal de agradecimiento.
—Lo que jamás debes olvidar son los ingredientes de la medicina, como
yo tampoco los he olvidado. Algún día pueden salvar a tus seres
queridos —le respondió la anciana, mirándola a los ojos y posando a su vez su
mano derecha sobre su cabeza.
TERCER CAPÍTULO
Sí,
aunque parecía imposible que sobreviviera, la vieja Aileh superó su
grave enfermedad y tras dos semanas de convalecencia logró salir de la
caverna por su propio pie. Cuando los rayos del sol iluminaron su rostro y
sintió su cálida caricia, cerró los ojos encarándose al astro rey, su
corazón latió con fuerza en su pecho de pura felicidad, y muy emocionada
inspiró con delectación el aire fresco de aquella mañana de primavera.
A las pocas semanas Uloh dio a luz a su sexto hijo y en los años
siguientes continuó aportando nuevos miembros al clan de los kartzams del
sol naciente hasta un total de once retoños. Salvo una niña que
se perdió en la espesura del bosque y jamás volvió, los diez restantes
lograron alcanzar la edad adulta, algo que muy raramente ocurría.
Nelut, la hija del bosque, que Uloh concibió siendo una chiquilla
tras ser violada por un hummolt, ayudó a su madre a criar a su numerosa
descendencia. Sus nueve hermanos pequeños la adoraban. Era como una
segunda madre para ellos, aunque tal vez el que más la quería era Tzah, el
segundo hijo de Uloh y el primogénito de Etoz, el que según su abuela
Aileh un día sería un drimish, un hombre-mujer.
Una madrugada, tras yacer por segunda vez aquella noche con Uloh, el
fogoso Etoz se despertó rebosante de regocijo en el alma.
Saberse tan querido por su hembra le llenaba de felicidad. Nunca había
deseado a otra mujer. Uloh le daba todo cuanto necesitaba. Así pues,
tras comprobar que los rayos horizontales del sol naciente ya penetraban
en la caverna, Etoz se incorporó con cuidado para no despertar a Uloh,
cubrió en amoroso gesto los hombros descubiertos de su hembra con la
cálida piel de oso de las cavernas que calentaba sus noches y comprobó
como buen padre que todos sus hijos dormían plácidamente a su alrededor,
que ninguno había salido de la cueva durante la noche. Entonces se calzó las botas de piel de bisonte que su madre Metzet había
confeccionado para él a la medida de sus grandes pies, se cubrió los
hombros con una cálida piel de buey almizclero y salió a orinar a los
pies de un gran roble que crecía cerca de la boca de la cueva. La
hoguera que protegía la entrada de su hogar durante la noche humeaba
tras consumir toda la leña. Etoz avivó el fuego removiendo las ascuas y
añadió ramas secas de pino que prendieron enseguida y llenaron el aire
con su agradable aroma a resina. Entonces sintió hambre, sus tripas
vacías rugieron en su vientre y tragó saliva. El día anterior habían
consumido los restos de un viejo bisonte hembra, que habían robado a la manada de
perros rojos que le habían dado caza ahuyentándolos con gritos y
pedradas. Se hacía preciso salir de cacería para alimentar a todos los
miembros del clan. Las reservas de bellotas, nueces, avellanas y piñones eran
escasas y solo alcanzaban para sobrevivir unos pocos días.

«¡Ulum, Oneth, Gorum, Talim, levantaos! Vamos a salir de caza» —les
dijo en voz baja tocándolos en el hombro uno a uno para que despertasen.
Los cuatro hombres habrían deseado dormitar un rato más, pero
Etoz era el líder de los cazadores y le debían obediencia. Todos
dormían con su respectiva hembra cubiertos con grandes y cálidas pieles
de oso de las cavernas o de buey almizclero. Con evidente desgana se
desperezaron levantando los brazos hacia el techo de la caverna y bostezando ruidosamente. A continuación se calzaron sus botas de piel de bisonte, cubrieron sus hombros con una capa de piel de oso de las cavernas, echaron varios gases para aliviar
sus intestinos y a los pocos minutos imitaron a Etoz en la tarea de
vaciar su respectiva vejiga a los pies del viejo roble.
—¿No va siendo hora de que tu hijo Tzah aprenda a cazar? —le dijo
Talim a Etoz mientras regaba con su humeante orina el grueso tronco del
árbol —. La barba ya ennegrece su bigote y todavía no ha salido ninguna
vez de caza con nosotros.
—Tienes razón, Talim. Ya va siendo hora, pero cada vez que le invito a acompañarnos se esconde y así consigue escabullirse.
—Pues oblígalo, ¿acaso quieres que se convierta en un drimish?
Etoz se sonrojó. No, no podía consentir que su primogénito le
avergonzase ante todos los miembros del clan, sobre todo ante los
hombres.
—Tzah, levántate, tienes que aprender a cazar. Ya eres casi un hombre —le dijo a su hijo con autoridad y afecto a la vez.
—Mmm —protestó el chiquillo.
Etoz jamás pegaba a sus hijos. Su madre Metzet lo había criado con
tanto amor que maltratar a sus hijos se le antojaba algo reprobable y
cobarde. Tzah aborrecía la caza, es más, odiaba y temía todo
cuanto hacían los hombres y escondió su cabeza bajo la
manta de piel de oso. Su padre le destapó con rabia, le agarró de un
brazo y le obligó a levantarse. Esta vez no podría escaparse. Tzah no
estaba acostumbrado a que su padre le maltratase y se echó a llorar,
pero su lastimoso llanto no hizo cambiar de idea a su progenitor. «Tu no vas a ser un drimish mientras yo pueda evitarlo» —le aseguró, sacándolo de la cueva a empujones.
Sus dos abuelas, Metzet y Aileh, y su madre Uloh no se atrevieron a
enfrentarse a Etoz. Ellas más que nadie conocían al pequeño Tzah. Sabían
que su alma era de hembra y les apenaba que Etoz se
avergonzase de él, pero nada podían hacer para protegerlo, ya que una
vez alcanzada la adolescencia los hijos varones pasaban a estar bajo la
autoridad casi exclusiva del padre. Solo la vieja matriarca, la jefa del
clan, estaba por encima de él, pero raramente se metía en los
asuntos de los hombres.
En el pasado los drimish habían
sido muy queridos y respetados por todos los miembros del clan. Cuando
los varones adultos salían de caza, los hombres-mujer permanecían junto a
las hembras, los niños y los ancianos, protegiéndoles del ataque de las
alimañas y los hummolts. Su alma era femenina, pero su cuerpo era tan
fuerte como el de los demás hombres y su valentía nada tenía que
envidiar a la de los más aguerridos cazadores. No pocas veces evitaban
verdaderas catástrofes entre los miembros más indefensos del clan. Así
pues, la presencia de unos cuantos drimish aseguraba a los cazadores que a
su vuelta encontrarían sanos y salvos a los suyos, sin el temor de que
pudieran yacer con sus hembras aprovechándose de su ausencia, puesto
que al sentirse mujeres a quienes deseaban de verdad era a los varones
más apuestos del clan.
La vieja Aileh recordaba con afecto a su tío drimish, el hermano de
su padre. Se llamaba Nishtam. Llevaba el rostro maquillado con arcilla
amarilla y el contorno de los ojos y los labios con arcilla roja. Para
parecer más femenino se miraba en el espejo del agua tranquila de un
riachuelo y se rasuraba los pelos de la barba con un pequeño cuchillo de sílex muy afilado, sufriendo
con frecuencia alguna que otra herida sin importancia. En su cuello
lucía un collar de piedrecillas de colores y para recoger su abundante
cabellera rodeaba su cabeza con un turbante de piel de conejo. Aileh lo
adoraba, y él a ella. Nishtam la llevaba en brazos a todas partes y le
cantaba canciones antiguas haciendo sonar su sencillo instrumento de
madera. Se había ganado el aprecio y el respeto de todos los miembros
del clan al defender él solo a las mujeres, los ancianos y los niños contra el ataque
de un gigantesco oso de las cavernas, que había penetrado en la cueva de
madrugada estando los hombres ausentes cazando. Cuando el drimish escuchó
el chillido de pánico de una niña y se percató de la presencia de la fiera, cogió
la piedra redonda que servía para partir los grandes huesos de las animales para acceder al nutritivo tuétano, se
acercó lo más que pudo al oso y se la lanzó entre los ojos con todas sus fuerzas. La pedrada fue fulminante y el animal se derrumbó, pateó un
rato y expiró.
Cuando los cazadores volvieron tristes y avergonzados de su jornada de caza con solo un par de culebras y una tortuga de tierra, las mujeres corrieron a recibirles con gran regocijo y se apresuraron en informarles de la gran hazaña
de Nishtam, pero ellos no las creyeron. ¿Cómo iba a ser tan valiente un
drimish que solo servía para hacer de niñera de sus hijos,
pintarrajearse el rostro e insinuarse a los hombres para yacer con ellos
como una mujer?
Entonces la madre de Aileh asió de la mano al más aguerrido de los
cazadores, de nombre Jonkún, que era el padre de sus hijos, y lo arrastró
hasta el interior de la caverna para que viera con sus propios ojos al oso abatido. El hombre palideció ante el gigantesco animal, el más
grande que jamás había visto, y llamó a los demás hombres para que
también ellos lo vieran. Nishtam sonreía en silencio rebosante de
satisfacción, observando la escena sentado sobre una piedra junto a la entrada
de la caverna.
—A partir de ahora nos vas a acompañar cuando salgamos de caza.
Contigo a nuestro lado nada tendremos que temer —le dijo muy serio
Jonkún con sincera admiración.
—Mejor que me quede aquí protegiendo a las mujeres, los ancianos y los niños, no
sea que por mi torpeza ahuyente la caza —le respondió el drimish con
su voz afeminada y una seductora sonrisa.
A partir de entonces nadie volvió a burlarse de él. Ya no era el
bufón del clan, sino el más valiente de sus miembros. Aquella tarde los
cazadores prepararon una gran hoguera acarreando grandes troncos y ramas desde el bosque cercano, mientras las mujeres desollaban,
despellejaban y troceaban al gigantesco animal.
Liumeh, la entonces gran matriarca del clan, la más anciana y sabia de las hembras,
quería festejar la hazaña del drimish organizándole una gran fiesta de
agradecimiento.
Bajo la luz de la luna y las llamas, con la carne asándose sobre las brasas, Nishtam bailó feliz alrededor del fuego cantando y
haciendo sonar su instrumento de madera para solaz de todos, que le
acompañaban dando palmadas y se carcajeaban a mandíbula batiende con sus hilarantes muecas de bufón, sus sensuales contoneos de hembra en celo y las miradas de insinuación que lanzaba a los varones más apuestos y fornidos. Uno de ellos, un hombretón de unas treinta primaveras, alto, fuerte y peludo
como un oso, le guiñó un ojo con disimulo para decirle
sin palabras que deseaba yacer con él aquella noche. El drimish
comprendió y le dio a entender que aceptaba la propuesta simulando que
tropezaba con sus propios pies para caer adrede en sus brazos. Entonces todos rompieron a reir a carcajadas y se mofaron a gusto del hombretón, pero la fiesta
continuó y nadie se percató de lo que en realidad había significado
aquella supuesta caída.
A medianoche, estando todos durmiendo plácidamente en el interior de
la caverna, el fornido varón se levantó con mucho cuidado para no despertar a su
hembra, se echó sobre los hombros su capa de piel de
buey almizclero y se acercó a donde estaba el bulto del drimish que,
lejos de dormir, se mantenía en vela esperando con ansia que el hombre
se decidiese. No hizo falta decirle nada. Nishtam se levantó
sigilosamente, se cubrió con su capa de piel de hiena manchada y
sorteando los bultos de los durmientes siguió a Brumhad, que así se
llamaba el hombretón, hasta el exterior de la caverna. Bajo la tenue luz
cenicienta de la luna llena, que aquella noche lucía esplendorosa como una bola de fuego en la negritud del firmamento, los dos hombres se miraron a los ojos y se
sonrieron. Entonces Brumhad asió de la mano a Nishtam, y ambos se
adentraron en la espesura del bosque hasta una pequeña gruta que les
protegería del frío viento del norte, que aquella noche bruja soplaba
insidiosamente.
Nishtam jamás habría imaginado que un día yacería con uno de los
varones más hermosos del clan. Estaba tan emocionado que su corazón femenino amagaba con estallarle en el pecho de pura felicidad. Se sentía más mujer que nunca.
Brumhad extendió su gran capa de buey almizclero sobre el frío y húmedo suelo de la gruta y a continuación se volvió
hacia Nishtam, le quitó la piel de hiena manchada que cubría sus hombros
acariciándoselos con ternura y lo levantó en brazos como si fuera el
más liviano de los cervatillos. Entonces lo acostó con delicadeza sobre la
cálida y mullida piel del rumiante y se arrodilló a su lado. En el
bosque reinaba una gran quietud, solo se escuchaba el seco crepitar de las ramas de los
robles, alcornoques y encinas que chocaban entre si mecidas por el viento y un búho real que ululaba a lo lejos.
Brumhad estaba tan emocionado como Nishtam. Era la primera vez que se
acostaba con un hombre. En toda su vida solo había yacido con hembras
y como la más sensible y delicada de las hembras trataba al drimish. No
sabiendo a ciencia cierta cómo actuar, se dejó llevar por el deseo, y
sus manos recorrieron el torso velludo del drimish, bajando luego hacia
su vientre hasta llegar al tosco calzón de piel de rebeco lechal que
cubría sus genitales. El fornido hombretón estaba cada vez más excitado y respiraba
ruidosamente. Con mano temblorosa acarició con suavidad la ingurgitada y palpitante intimidad de
Nishtam a través del cuero y entonces de pronto deseó sentir entre sus
manos lo que allí se escondía y le bajó el calzón. En lo más secreto y
recóndito de su alma de aguerrido cazador siempre había deseado yacer
con otro hombre, acariciar el cuerpo de otro hombre, besarlo, olerlo,
saborearlo y sobre todo sentirlo dentro de sí como una mujer. Nishtam se
dejaba hacer deleitándose con el intenso aroma a macho que emanaba del velludo cuerpo de Brumhad, estremeciéndose hasta el tuétano con las caricias de
sus grandes y cálidas manos, con las cosquillas que los
ensortijados pelos de su poblada barba le hacían sentir en su piel
mientras se lo comía a besos, con los lametazos con los que su húmeda lengua saboreaba sus oscuros genitales, gozando sorprendido y extasiado con la increíble e insospechada
ternura de
aquel rudo macho kartzam. De pronto el drimish comprendió lo que en
realidad
deseaba el cazador y sin pensárselo dos veces se
arrodilló detrás de él, le bajó el calzón de piel de lince y le hizo
sentir mujer.
Nadie en el clan se dio cuenta de nada. Cuando al cabo de varias
horas de disfrutar de sus cuerpos los dos amantes volvieron al interior
de la caverna, todos seguían durmiendo y roncando plácidamente con sus
estómagos ahítos de carne de oso. Otras muchas noches brujas como
aquella se repetirían durante las siguientes lunas, hasta que un
infausto día de caza un inmenso rinoceronte lanudo enloqueció de pánico
al verse acorralado y apedreado por los cazadores, embistió de frente a
Brumhad y de una cornada le atravesó el corazón y lo mató.
Cuando Nishtam se enteró, un estremecedor alarido de pena le salió
del alma y retronó en todo el valle del sol naciente. Se arrodilló junto
al cadáver ensangrentado de Brumhad, que los cazadores habían portado hasta la entrada de la cueva, y con manos temblorosas le acarició el rostro con ternura mientras dos regueros de lágrimas resbalaban por sus mejillas. Y
ante la sorpresa de todos, sobre todo de la hembra de Brumhad, le dio un dulce beso en la boca, el último.
Al sentir la frialdad de sus labios sin vida, Nishtam tuvo la certeza de
que jamás volvería a ser feliz. Desgarrado de dolor se arrancó el
turbante de piel de conejo y el collar de drimish, empapó sus manos con
la sangre del cazador, se embadurnó el rostro y el cabello con ella y se
encaminó hacia un pavoroso despeñadero. Allí, bajo la lívida luz
cenicienta de la luna en cuarto menguante, con lágrimas en los ojos y un doloroso
nudo en la garganta que lo ahogaba, cantó por última vez sus sensuales
canciones de hombre-mujer y se contoneó lascivamente en honor al gran
amor de su vida, el único hombre del clan que lo había amado. Tres días
después los cazadores encontraron su tosco
instrumento de madera empapado en sangre sobre las rocas del fondo del
precipicio. Una manada de hienas manchadas había devorado su cadáver.
CUARTO CAPÍTULO
Tzah
seguía a los cazadores cabizbajo, en silencio, con una tristeza y una
angustia infinitas en su corazón. Su padre nunca antes lo había
maltratado, y su alma sensible de drimish no lo podía comprender. Le
quería con locura, y él lo sabía. Cada vez que el aguerrido Etoz retornaba de un día de cacería, el pequeño Tzah corría a recibirlo con gran regocijo y se abrazaba con ternura a una de sus velludas y musculosas piernas de cazador esperando con ansia que le levantase en brazos. Sí, quería a su padre con toda el alma. Aquella mañana habían caminado durante mucho
tiempo escudriñando con ojos depredadores aquellos paisajes, a ratos
amplias llanuras pobladas de tupidos bosques, a ratos agrestes roquedos
calvos de vegetación, en busca de alguna presa, pero los animales
parecían haberse esfumado.
De pronto escucharon
unos gruñidos de bestia y unos chillidos que se les antojaron de niño.
Se acercaron con sigilo y tras unas rocas apareció ante sus ojos un
descomunal león de las cavernas de oscura melena, que intentaba subirse a
un viejo roble que crecía en un pequeño valle entre colinas. Su gran
corpulencia le impedía alcanzar las ramas. Sus garras no estaban hechas para trepar a los árboles. En lo alto de la copa vieron a una niña de unas siete primaveras, que lloraba
aterrorizada agarrándose desesperada a una rama con todas sus fuerzas para no caerse y ser
devorada por la fiera. Sin duda era una hembra hummolt por su piel
blanca, su cabello rojizo y sus ojos tan azules como el cielo, que jugando
sola se había alejado del poblado de su clan y se había perdido,
acabando en aquel inhóspito paraje.

Etoz sacó un canto rodado de la talega de cuero que llevaba siempre
consigo. Fijó su mirada en la nuca del gran león, inspiró hasta
llenar completamente sus pulmones y lanzó la piedra con todas
sus fuerzas. Acertó de lleno. La fiera no
murió, solo quedó aturdida, circunstancia que aprovecharon los cazadores
para perseguirla y rematarla a pedradas y lanzazos. Cuando dejó de moverse, se acercaron al
roble y se dirigieron a la niña hablándole con voz amorosa, pero ella no
hablaba el extraño idioma de los kartzams y no les entendió. Entonces uno de los
hombres se encaramó al árbol con la intención de agarrarla, pero la
pequeña hummolt, entre chillidos, se alejó lo más que pudo subiéndose a una
rama todavía más delgada que amagaba con partirse en cualquier momento.
Etoz temió que, en su desesperación, se precipitase al suelo y perdiera la vida, y ordenó al cazador que bajase del árbol.
Tzah había observado la escena de caza aterrorizado, escondiéndose
tras el fornido cuerpo de uno de los cazadores, con un miedo atroz a ser
devorado por aquel animal de pesadilla. Solo deseaba volver cuanto
antes a la seguridad y la quietud de la cueva, pero de pronto miró a la niña a los ojos, y ella a los suyos, y sin pensárselo dos veces
se encaramó al gran roble y le ofreció su mano derecha. La pequeña dudó unos segundos. Sus azules ojos de hummolt volvieron a cruzarse con los de caoba de Tazh y le leyó el alma. Sintió entonces que era bueno y se tranquilizó. Alargó temblorosa su manita blanca y asió
la morena de Tzah. Poco a poco fueron descendiendo por las ramas hasta la
seguridad del grueso tronco, y entonces Etoz les bajó al suelo uno tras
otro y dejó que la niña caminase tras ellos de la mano de su hijo.
Los hombres estaban sorprendidos. Nunca antes una niña hummolt se había
dejado raptar con tanta facilidad. «¿Será el alma drimish de Tzah lo que
la tranquiliza?» —se preguntó Etoz mientras
ayudaba a los demás cazadores a acarrear al gigantesco animal hacia el poblado.
Durante
la larga hora que tardaron en llegar, Etoz se dio la vuelta una docena de veces hacia los niños que les seguían en silencio cogidos de la mano. De pronto
sintió una puñalada en el corazón y comprendió el misterio en toda su
magnitud. La niña no temía a su hijo porque percibía que en realidad era
otra niña en el cuerpo de un varón. Eran dos niñas inocentes cogidas
de la mano.
Cuando llegaron, todos los miembros
del clan sin excepción acudieron a recibirles con grandes muestras de
alegría. Siempre lo hacían. Los cazadores eran muy queridos. Sin ellos
acabarían muriendo todos de hambre. Las bellotas, nueces,
avellanas, hierbas, tubérculos y caracoles no eran suficientes para sobrevivir en aquel
gélido mundo tan hostil. No solo se sorprendieron por el gigantesco
tamaño del león, sino sobre todo por la niña hummolt que habían traído.
Las mujeres y los niños quisieron verla de cerca. Con curiosidad
infantil se maravillaron del color intensamente azul de sus ojos, su
piel blanca como la nieve y su pelo rojizo y enmarañado. Tzah seguía
asiendo la manita de la niña que temblaba de miedo ante aquella
marabunta de curiosos que no paraban de tocarla y olerla. Su aroma a
hummolt en nada se parecía al de los kartzams, pero no les resultaba
repulsivo.
Nelut enseguida se sintió identificada con la pequeña. También ella
era hummolt, aunque solo por parte de padre. La morenez kartzam de su
madre Uloh había oscurecido un poco su piel, sus ojos y su pelo, pero no
lo suficiente como para que no se le notase la poderosa sangre heredada
de su padre. Mirando a la pequeña a los ojos sintió su miedo y su
inocencia y se compadeció de ella. Entonces la asió de la mano y se la
llevó junto con Tzah hacia el interior de la caverna para que se
tranquilizase. Nadie iba a violarla ni se la iban a comer viva como le
habían asegurado sus padres. Cuando los kartzams raptaban a una niña
hummolt, la respetaban hasta que se hacía mujer. Para entonces ya habían
conseguido que se sintiese parte del clan, como una kartzam más.
La pequeña hummolt aprendió con rapidez la lengua de los kartzam. Nelut, Tzah
y su madre Uloh, junto con las dos viejas Aileh y Metzet, se encargaron
de enseñársela. La llamaban simplemente "gui", que en kartzam
significaba niña, pero sin duda debía tener un nombre hummolt.
—Yo me llamo Nelut y él Tzah —le dijo un día la primogénita de Uloh
señalándose a si misma con el dedo índice y luego a su hermano —. ¿y tu?
—Yo soy Ritzah, la hija del relámpago, porque nací una noche de tormenta —le respondió la pequeña con una sonrisa.
Desde
aquel día dejó de ser la gui hummolt y todos pasaron a llamarla por su
verdadero nombre. La niña se había convertido en la sombra de Tzah.
Adonde él iba, ella lo seguía. Etoz creyó, al verlos tan encariñados el uno
del otro, que su primogénito ya no corría peligro de convertirse en un drimish, que al crecer se olvidaría de su afeminamiento y acabaría siendo un macho como los demás, un guerrero, un cazador tan fuerte y valiente como su padre, un joven varonil del que pudiera sentirse orgulloso delante de los demás machos, y Ritzah sería su hembra, pero
se equivocaba.
Nelut
se había transformado en
una muchacha bellísima. Ninguno de los machos del clan podía evitar
mirarla cuando salía de la cueva. A sus casi quince primaveras era ya
toda una mujer. Su sangre híbrida aunaba en ella la elegante esbeltez de
los kartzams y la extraña belleza y la robustez de las hembras
hummolts.
Sobrepasaba en casi un palmo a las demás muchachas de su misma edad,
que la miraban con recelo y envidia, al percatarse del interés que
despertaba en los machos jóvenes que todavía no se habían emparejado con
una hembra. Sin ninguna duda era la más atractiva, pero no parecía
ser consciente de ello ni mostraba el más mínimo interés por los
hombres.
Entre los muchachos sin pareja se encontraba un primo segundo de
Nelut. Se llamaba Say. Había sido criado desde muy pequeño por su
abuela, tras morir su madre de una herida en una pierna que se le
gangrenó. Era alto y fuerte y muy valiente, tanto que se había
convertido en uno de los mejores cazadores del clan, aventajando en
mucho a la mayoría de los más veteranos. Tenía ojos risueños, mirada
bondadosa y una sonrisa encantadora. Todas las hembras jóvenes estaban
enamoradas de él, pero Say ya había hecho su elección. Su hembra sería
Nelut, la más hermosa de todas ellas, si le aceptaba como pareja, claro.
Siempre
que su enamorado volvía de una cacería, le llevaba un pequeño detalle,
unas frutillas dulces, un puñado de piedrecillas de colores, cualquier cosa
que el muchacho creyera que le podría gustar a Nelut. Ella al principio
se mostraba indiferente, pero siempre aceptaba el regalo.
Un
día los cazadores descubrieron una gran colmena de abejas en el
interior del tronco medio podrido de un haya centenaria, pero no llevaban ningún
pellejo de corzo, rebeco, bucardo o jabato a modo de odre donde recoger
los panales de miel, ni
una brasa encendida con la que prender fuego a un ramo de hojas verdes
de pino para aturdir a las abejas con el humo y decidieron dejarlo como
estaba y volver al día
siguiente a por la preciada golosina.
Say se durmió aquella noche pensando
en Nelut. La vio en sueños más hermosa que nunca sentada sobre una roca
e iluminada por los rayos del sol del mediodía. Olió la deliciosa
fragancia de su pelo rojo. Se emocionó por el embrujo de sus ojos
verdiazules enmarcados en un rostro intensamente blanco y manchado de
pecas. Sintió el deseo de besar sus carnosos labios rosados, acariciar
sus suaves caderas, sus muslos blancos, sus pechos turgentes... De
pronto despertó entre jadeos de su sueño de enamorado, mientras ahí
abajo, bajo la cálida piel de oso de las cavernas que calentaba sus
noches, algo con vida propia empujaba, latía y descargaba el fruto de su
virilidad. Sí, Nelut tenía que ser suya, debía encontrar la manera de
conquistarla, de enamorarla. Ya sereno, se recostó de lado, aspiró
profundamente el aire húmedo de la caverna y se cubrió la cabeza con la piel de oso. Con el familiar
concierto tranquilizador de ronquidos, resoplidos y gases que reinaba en
el interior de la caverna y el calorcito de la manta, enseguida sintió
el agradable sopor que precede al sueño y volvió a dormirse.
Cuando
al día siguiente se despertó y abrió los ojos, dirigió su mirada hacia
donde solía dormir Nelut rodeada por sus nueve hermanos y al ver sus
cabellos rojos iluminados por la luz horizontal del día que renacía,
supo de pronto lo que tenía que hacer. Se levantó sin hacer ruido, cogió
el caparazón de una tortuga de tierra, lo metió en la talega de cazador
que llevaba atada a la cintura y salió al exterior de la
caverna. Mientras vaciaba su vejiga regando el tronco de un abeto,
sonrió feliz. Sí, tenía que funcionar, el detalle le gustaría a Nelut.
Unas
horas más tarde los hombres regresaron de su jornada de cacería con un
jabalí hembra, un urogallo, dos culebras y dos pellejos de rebeco
repletos de
panales de deliciosa miel. Por el camino se habían atiborrado del dulce
néctar y estaban ahítos,
todos salvo Say, que en su angustia por acertar con el detalle que le
llevaba a Nelut, el pequeño caparazón de tortuga lleno a rebosar de
miel, apenas la había probado. Solo había relamido la que se le había
pegado en los dedos mientras introducía pequeños trozos de panal en el
caparazón del quelonio.
Nada
más llegar la buscó con ansia entre el tropel de mujeres y niños que
corrían a recibirles, pero no vio su cabello rojo brillando bajo los
rayos del sol y entonces sintió una puñalada en el corazón y se
entristeció. Preguntó por ella a su madre Uloh, y esta le contestó que su
hija había enfermado y estaba descansando. Say casi se echó a llorar
mientras corría angustiado hacia el interior de la cueva con el pequeño
caparazón lleno de miel en la mano. La idea de poderla perder por aquella
repentina enfermedad se le hacía insoportable. La quería más que a su
vida.
—Nelut, ¿estás ahí? —preguntó mientras sus ojos se iban acostumbrando a la penumbra.
—Sí, estoy aquí —le respondió ella con un hilillo de voz.
Say
se acercó a donde la muchacha estaba echada, se arrodilló a su lado y
con voz temblorosa le ofreció la pequeña vasija de concha de tortuga
llena
de miel. La muchacha le miró a los ojos con semblante serio, se sentó
en cuclillas sobre la piel de bisonte sobre la que descansaba, tomó el caparazón con
las dos manos y lo puso en su regazo. Metió entonces los dedos en su
pringoso contenido y sacó un trocito de panal. Say la observaba en
silencio con un nudo en la garganta
y un rictus de angustia dibujado en su rostro. Nelut se
introdujo
el fragmento de panal en la boca, lo saboreó con delectación, se le
iluminó la mirada de puro
placer y por primera vez en su vida le sonrió. El muchacho ya no podía
ser más feliz.
—Nelut, ¿quieres ser mi hembra? —le preguntó emocionado.
—Si vas a ser tan dulce conmigo como esta miel, entonces sí —le respondió con otra sonrisa.
El muchacho creyó estar soñando, pero de pronto recordó que Nelut estaba enferma y volvió a entristecerse.
—Dime lo que necesitas para curarte y te lo traeré, sea lo que sea —le aseguró.
—Ve a buscar un puñado de fresas y vuelve enseguida con ellas. Son la
medicina que necesito —le respondió Nelut, metiendo de nuevo los dedos en la miel.
Say se levantó y salió corriendo hacia el bosque. Su corazón iba a
estallarle en el pecho de pura felicidad. Nelut ya era suya, ya era su
hembra, bueno, casi. La muchacha le miraba alejarse divertida,
intentando contener la risa, mientras se chupaba los dedos pringados de
miel. Say ignoraba que la enfermedad que aquejaba a su amada era lo que las hembras jóvenes tienen cada luna, un simple dolor menstrual.
Al rato el muchacho regresó con las dos manos llenas a rebosar de
fresitas del bosque, se arrodilló de nuevo a su vera y se las ofreció.
—¿Soy suficientemente dulce para ti? —le preguntó con una sonrisa encantadora y los ojos húmedos por la emoción.
—Sí —le respondió ella escuetamente con la boca llena de fresitas.
Se volvía loca por la miel y las fresas. Eran sus golosinas preferidas.
—¿Eres ya mi hembra?
—Sí, lo soy —le respondió, esta vez con una sonrisa tan encantadora como la de él.
—¿Te encuentras mejor?
—Si, mucho mejor. Las dos medicinas que me has traído me han curado. Serás un buen macho para mí.
Say enloqueció de alegría. Se puso en pie de un brinco, salió
corriendo de la cueva y a todos los que se encontraba en su alocada
carrera les gritaba: "¡Nelut ya es mía. Nelut es mi hembra!"
Las
muchachas sin pareja estaban furiosas. La maldita hija de un hummolt
les había robado al macho más hermoso, más fuerte y más valiente de todo
el valle del sol naciente.
Aquella tarde a
puesta de sol, estando todos los miembros del clan reunidos alrededor de
la gran hoguera mientras se asaba la carne del jabalí, el urogallo y las dos culebras, la
vieja matriarca Daylay oficializó la unión entre Say y Nelut
embadurnándoles a ambos la frente con arcilla blanca y el resto del rostro con arcilla amarilla. Reinaba un
silencio casi absoluto. Solo se escuchaba el crepitar de la leña al
quemarse y el chirriar de la carne que se estaba asando. Entonces la
anciana agarró una pata del jabalí de encima de las brasas y se la dio a
Say. "¡Dale de comer a tu hembra! —le ordenó.
QUINTO CAPÍTULO
A unas cuantas jornadas del valle del sol naciente habitaba un
pequeño clan de hummolts que estaba pasando por una situación dramática. Acababa de superar una grave epidemia que
había reducido sus miembros a la mitad. Por desgracia la enfermedad se
había cebado en especial con sus hembras más jóvenes y solo una niña,
dos mujeres adultas y una anciana kartzam, que había sido raptada siendo una chiquilla,
habían logrado sobrevivir. Los varones supervivientes, en cambio, sumaban
una decena. Necesitaban más hembras para que el clan no acabase
desapareciendo, y era urgente conseguirlas. A las dos adultas ya se les
estaba acabando la edad de procrear y una sola niña no podría salvar al
clan por muchos hijos que tuviera en un futuro.
No
les quedaba más remedio que romper la paz que había reinado hasta
entonces entre los hummolts y los kartzams y atacar su poblado para
abastecerse de hembras jóvenes.
Una madrugada, tres horas antes del
alba, cogieron sus armas, entre ellas afiladas hachas de sílex, lanzas
de cuerna de ciervo, grandes tibias y fémures de bisonte y caballo y
contundentes cantos rodados, y
se encaminaron hacia el valle del sol naciente. Llegaron cuando los
primeros rayos del sol se asomaban tras las colinas. Ninguno de los
kartzams se había levantado todavía. Con astucia lanzaron una piedra
dentro de la cueva para que algún macho saliera a investigar y así
sorprenderlo y matarlo de un hachazo. Y así ocurrió. Al pobre kartzam no
le dio tiempo de avisar ni pedir ayuda. Cuando un certero golpe de hacha le partió el cráneo, solo un débil quejido salió de su garganta. Sin
embargo fue suficiente para poner en guardia a todo el clan.
Etoz,
el líder de los cazadores, miró fijamente a los ojos a su hembra Uloh y
le hizo una seña con la cabeza. Ella comprendió enseguida sin palabras y
llevó en silencio a las mujeres, niños y ancianos al fondo
de la caverna. El cazador, ahora convertido en jefe de los
guerreros, en un par de segundos ideó un plan y con gran sigilo dividió a sus hombres en dos grupos. Nueve de ellos irían con
él al encuentro cara a cara con los hummolts y los ocho restantes,
comandados por el joven Say, saldrían por una falsa entrada que había en
la parte lateral de la caverna, que solían mantener bloqueada con una
gran roca, y sorprenderían a los enemigos por la retaguardia. La
estrategia bélica era impecable y tuvo un resultado impecable. Al cabo
de unos minutos todos los hummolts, excepto uno que logró escapar
malherido y acabó devorado por una manada de lobos, estaban
tendidos en el suelo sobre un charco de sangre con sus cabezas
destrozadas y sus hombros, brazos y costillas fracturados a golpes y
hachazos. Uno de ellos, el más anciano, era el padre de Nelut, pero ella
jamás llegaría a saberlo. Otro de los abatidos guardaba para la pequeña
Ritzah una sorpresa terrorífica. Al estar los guerreros kartzams en
franca mayoría de dieciocho contra solo diez hummolts, únicamente uno
de ellos resultó muerto, el que salió a investigar el ruido de la piedra
lanzada por los enemigos, y dos resultaron heridos, uno con un brazo
fracturado y el otro con una brecha en la cabeza. Las ancianas Metzet y
Aileh se apresuraron a curarles las heridas. No eran hechiceras ni
sanadoras, pero si contaban con muchos años de experiencia de la vida y
habían atesorado en su memoria mucha sabiduría.
Aquel
día no hizo falta salir de caza. Tenían carne de sobra. Las mujeres
escogieron las partes más sabrosas de los cadáveres de los hummolts,
especialmente los carnosos brazos, muslos y glúteos, los jugosos lomos, las suculentas costillas, los
deliciosos y tiernos sesos, hígados, riñones y testículos, los musculosos corazones y
las exquisitas y gelatinosas manos, y desecharon el resto, que los
hombres llevaron a las afueras del poblado para que se lo comieran las
alimañas. Era verano y no podían guardar carne de un día para otro. Se
corrompía en pocas horas.
Mientras las experimentadas mujeres descuartizaban los cadáveres,
Nelut, su hermano Tzah y la niña hummolt Ritzah, salieron de la caverna
cogidos de la mano. Todavía llevaban el miedo metido en el cuerpo, pero
al igual que los demás niños sentían una gran curiosidad. Se acercaron a
una anciana que estaba sacando los sesos a un hummolt de unas veinte
primaveras y los estaba depositando sobre una piedra ligeramente cóncava, que luego
iba a poner a asar sobre las brasas. Ritzah de pronto lanzó un chillido
desgarrador y salió corriendo hacia el interior de la cueva. Acababa de reconocer a su hermano.
El mal presentimiento de Uloh con respecto a su primogénita estaba a
punto de hacerse realidad. Cuando Tzah explicó a su padre y al resto de
kartzams el motivo de la extraña reacción de la pequeña hummolt, una
de las jóvenes que continuaba resentida con Say y su hembra Nelut, miró
fijamente al apuesto muchacho y le escupió a la cara todo su odio y todo
su despecho como la más venenosa de las víboras.
—Los malditos hummolts han venido a por sus dos hembras. Ellas son las culpables de que no podamos vivir en paz.
Say
enrojeció de ira e hizo ademán de abalanzarse sobre ella, pero la
gran matriarca Dailay se interpuso entre los dos y el muchacho se contuvo.
—¿Cómo te atreves a atacar a una de nuestras hembras? Un macho kartzam
jamás ataca a una hembra kartzam. Esta ley es sagrada para nosotros, y tú
lo sabes —le chilló furiosa con su voz temblorosa de anciana.
—Ha acusado injustamente a mi hembra —le replicó Say para justificarse.
—Tu hembra es medio hummolt. Deberías avergonzarte por haberla elegido a ella en lugar de a una verdadera kartzam.
Say
no quiso discutir con la matriarca. Esta era otra ley sagrada para los
kartzams. Agachó la cabeza, dio media vuelta y fue en busca de Nelut.
"¡Nadie va a hacer daño a mi hembra, nadie!" —se dijo a si mismo de camino hacia el interior de la caverna.
El
veneno lanzado por la víbora había surtido efecto y había emponzoñado a
todos los miembros del clan. Incluso miraron con odio a Uloh por haber
parido a la hija de un hummolt, pero no se atrevieron a atacarla por
temor a Etoz.
—Nelut, debemos irnos. Temo por tu vida y por la de Ritzah —le dijo Say con ojos llorosos.
—Yo no me voy sin mi hermano Tzah. Espera a que hable con él. Intentaré convencerlo para que nos acompañe.
—No tardes. Os espero junto al gran nogal que crece a la vera del río.
Al
poco entró Tzah en la caverna y se acercó a su hermana con semblante
triste. Nelut estaba hablando con su madre y ninguna de las dos se
percató de su presencia.
—Madre, debo irme con Say y Ritzah lejos de aquí. Lo entiendes, ¿verdad?
—Si, hija mía, lo entiendo. Desde que naciste sabía que tarde o temprano acabarías siendo repudiada por ser hija de un hummolt.
—¿Puedo llevarme a Tzah? Cuando crezca, también él será repudiado por ser drimish.
—Llévatelo. Contigo podrá ser como es realmente y vivirá en paz y feliz —le aseguró Uloh con lágrimas en los ojos.
Tzah
también lloraba escondido tras una gran estalagmita. Su madre y su
hermana tenían razón. Los miembros del clan del sol naciente, incluido
su padre, odiaban a los drimish.
Media hora más tarde, tras salir disimuladamente de la cueva para no
levantar sospechas, Nelut, Tzah y la pequeña Ritzah se reunieron con Say
junto al gran nogal. Durante largos segundos los cuatro se miraron a
los ojos con semblante triste y en completo silencio. Un nudo de angustia les atenazaba la garganta y les
ahogaba. Atrás dejaban a sus seres más queridos, especialmente a su
madre Uloh y a sus abuelas Aileh y Metzet. Nunca más volverían a verlas.
Entonces Say tomó la iniciativa y dio la orden de partir. Y justo cuando se adentraban en las aguas mansas del río para alcanzar la otra
orilla, escucharon a sus espaldas una voz de niño.
—¿Puedo ir con
vosotros?" —les suplicó.
Los cuatro fugitivos se dieron la vuelta al
unísono y se llevaron una grata sorpresa. Era Laram, uno de los hermanos
pequeños de Nelut y Tzah. Les había seguido sin que ellos se dieran
cuenta.
—Claro que sí —le respondió Say—. Ven, súbete sobre mis
hombros. Vamos a atravesar el río.
Acababa de empezar la gran aventura de sus vidas. Nelut
con la niña Ritzah cogida de la mano lloraba en silencio. Se sentía
culpable, pero nada podía hacer para cambiar su destino. Ella todavía no
sabía que estaba encinta.
SEXTO CAPÍTULO
Los cinco fugitivos subieron a una pequeña colina de
rocas peladas que, cual oteadero, les sirvió para escrudriñar los
alrededores. Y ahí abajo, ante sus asombrados y maravillados ojos,
apareció un inmenso mar verde, cuyos límites parecían interminables y se
perdían en el horizonte. Se escuchaba bullir la vida. Ante aquel
grandioso espectáculo el corazón de todos ellos latió enloquecido en su
pecho y sus rostros se iluminaron de pura emoción, y entonces Say
exclamó: "¡Hemos llegado!" Descendieron por la empinada ladera de la
colina y se adentraron en un inmenso bosque de encinas, cuyas tupidas
copas dejaban el sotobosque en fosca penumbra. La paz que se respiraba
allí dentro era indescriptible. Olía a hojarasca buena, a humedad buena,
a vida, a esperanza.
Al mediodía sintieron
hambre, pero no llevaban nada para comer. En un claro del encinar se
sentaron sobre unas rocas calizas para descansar. De pronto Say les
chistó para que guardasen silencio, cogió un canto rodado de su talega
de cazador y con mucho sigilo se acercó a un urogallo macho, que se
estaba dando un baño de polvo ajeno a lo que se le avecinaba. El
muchacho inspiró profundamente, se concentró unos segundos, fijó la
mirada sobre el ave, lanzó la piedra y le dio de lleno en la cabeza.
Presa de una gran alegría, la alegría del cazador, asió el urogallo por
las patas, lo levantó hacia el cielo donde habitan para siempre los
espíritus de sus antepasados y ululó al modo de los kartzams para darles
las gracias. Ya tenían cena para aquella noche.
Mientras
Nelut y Ritzah desplumaban y evisceraban el ave, los tres varones
recogieron leña seca y la llevaron al claro. Entonces Say sacó de su
talega la piedra de pedernal que llevaba siempre consigo. La golpeó
repetidas veces para que echase chispas sobre una de sus yescas de hongo
negro y esta prendió enseguida. Sopló a continuación sobre la pequeña ascua, la rascó con mucho cuidado sobre un puñado de heno reseco, volvió
a soplar y una temblorosa llama brotó de la hierba. Le fue añadiendo
ramillas secas, y en pocos minutos tuvieron encendida una gran hoguera
sobre cuyas brasas asaron al urogallo. Tenían mucha hambre y se
lo zamparon con tanta rapidez que les supo a poco. Entonces el pequeño
Laram encontró en el suelo una bellota, una de las primeras que habían
madurado aquel convulso verano, ya a las puertas del otoño, le dio un
mordisco, probó su pulpa blanca y exclamó: "¡Está dulce!"
Habían
llegado a un paradisíaco encinar cuyos árboles daban todos sin
excepción deliciosas bellotas dulces. Ninguna de las que probaron les
supo amarga. No se podían creer la suerte que habían tenido. Comieron
todas las que quisieron hasta hartarse. Nelut entretejió entonces con
maestría los sarmentosos tallos de un bejuco y en un momento tuvo una
cesta suficientemente grande para llevar las muchas bellotas que
encontraron por el camino, mientras iban en busca de una gruta donde
guarecerse aquella noche, pues se acercaba la hora del ocaso.

Los espíritus de los antepasados de los kartzams velaban por ellos
desde el más allá y nuevamente les ayudaron a encontrar lo que con tanta
ansia estaban buscando. Tras una majestuosa encina, tal vez una de las
más vetustas de aquel valle de ensueño, se levantaban unas extrañas
rocas grises que semejaban un grupo de gigantes apretujados unos contra
otros y allí, entre dos de los gigantes de piedra caliza, vieron una
mancha negra, que al acercarse fue la entrada de una caverna inhabitada,
ni por humanos ni por fieras, tan grande o incluso más que la que había
sido su hogar en el valle del sol naciente hasta aquella mañana de tan
aciago día. Aprovechando los últimos rayos horizontales del sol
poniente, se adentraron en la cueva, buscaron un lugar llano donde poder
echarse y se dispusieron a pasar la noche. Estaban agotados y no
tardaron en dormirse.
A la mañana siguiente se
levantaron ansiosos por explorar su nuevo hogar, es decir, la cueva y el
valle que la rodeaba. Las dos hembras y el pequeño Laram permanecieron
en las inmediaciones de la caverna recolectando bellotas, setas y
tubérculos, y Say y Tzah salieron de caza armados
con dos grandes y pesadas tibias de bisonte que habían encontrado bajo
la copa de la gran encina. Al joven drimish no le entusiasmaba la idea,
pero no podía dejar solo a Say. Sería una gran imprudencia que saliera
sin compañía. Podría sobrevenirle un accidente o atacarle una
fiera, y nunca más volverían a verlo. La verdad es que Tzah se sentía muy
a gusto con Say. Nunca se había mofado de él por ser tan femenino, y no
le costó mucho acompañarle de cacería.
Tuvieron
suerte. Mientras recorrían el encinar en busca de alguna presa, el
avispado y experimentado cazador escuchó a lo lejos unos gruñidos que le
recordaron a los de los jabatos. Con mucho sigilo se acercó a unas
matas, siempre en contra del viento para no alertar con su fuerte olor humano a
las posibles presas, y tras ellas vio a una hembra de jabalí acompañada por media docena de jabatos ya crecidos que se estaban atiborrando de
bellotas. Sacó un canto rodado de la talega, fijó su mirada sobre la
cabeza de uno de los jabatos, inspiró profundamente y lanzó la piedra
con todas sus fuerzas. El joven animal cayó fulminado y la jabalina y el
resto de su camada huyeron despavoridos.
Tzah
le estaba esperando a unos cincuenta pasos y cuando le vio aparecer
risueño y feliz, rezumando virilidad y más hermoso que nunca con el
jabato sobre sus hombros, sintió en su corazón femenino algo muy intenso
y extraño que nunca antes había sentido. Say era el macho de su hermana
y enseguida intentó alejar de su mente aquellos turbadores sentimientos
que no debía sentir, aunque no lo consiguió. De pronto, caminando
cabizbajo y compungido tras el cazador, una traicionera brisilla llevó
hacia su olfato un penetrante y delicioso aroma a hombre, algo en lo que
nunca antes se había fijado, y en lo más íntimo de su alma de mujer
deseó a Say con todas sus fuerzas. Tzah tenía entonces quince primaveras
y Say diecinueve.
En cuanto llegaron a su recién estrenado hogar, Say encendió una gran
hoguera con su piedra de pedernal y su yesca de hongo negro, justo
delante de la entrada de la cueva para repeler a las fieras, y encomendó a Nelut i a Ritzah el mantenimiento permanente del fuego. Mientras tanto
las dos hembras evisceraron al jabato, lo trocearon con dos cuchillos de
sílex que habían traído consigo y pusieron la carne a asar sobre las
brasas. Enseguida el aire se llenó del maravilloso aroma que desprendía
el tierno animal cocinándose, y los estómagos de los cinco jóvenes
rugieron famélicos en sus vientres.
Los días se
iban acortando y el frío invernal se avecinaba lenta pero
inexorablemente. La necesidad de gruesas pieles de grandes animales para
calentar sus noches se hacía cada vez más imperiosa, pero Say y Tzah no
se atrevían a enfrentarse ellos dos solos a bestias tan peligrosas.
Sería un suicidio.
Un día en que los dos cazadores se habían aventurado a
explorar las lejanas montañas que se vislumbraban hacia el este, mucho
más allá del valle de las encinas que era su hogar, se toparon de pronto
con un gran claro limpio de árboles donde parecía que habían vivido
recientemente otros humanos, aunque era evidente que estaba abandonado.
Pronto dieron con la entrada de una gruta. Con mucha precaución lanzaron
dentro varias piedras, esperaron un rato aguzando el oído y, al no
escuchar ningún ruido como respuesta, ambos ulularon al modo de los
kartzams, pero nadie ni animal ni humano dio señales de vida. Ya más
tranquilos se atrevieron a entrar y a los pocos pasos percibieron el
característico e inconfundible olor de los hummolts, que se hacía más y más
intenso a medida que se acercaban a lo más profundo de la caverna. Allí
encontraron un verdadero tesoro: gruesas y cálidas pieles de grandes
bestias perfectamente curtidas y amontonadas que parecían nuevas,
numerosos cuchillos y hachas de sílex, piedras vaciadas a modo de
recipientes, caparazones de tortuga impermeabilizados con resina de pino, cráneos y huesos largos de animales de todas las medidas,
collares de dientes de jabalí y piedrecillas de colores y montones de
bellotas, nueces y avellanas del año anterior que ya estaban rancias.
Súbitamente el corazón les dio un vuelco al escuchar ruido de pisadas y se
escondieron tras un saliente de roca que había en la cueva. Ante
sus aterrorizados ojos apareció una niña hummolt con un conejo en la
mano que acababa de cazar de una certera pedrada. Tendría unas ocho
primaveras y era la viva imagen de la pequeña Ritzah. Say le hizo una
seña a Tzah con la cabeza, y ambos se abalanzaron sobre la niña y la
apresaron. No les fue fácil retenerla. Se defendía como una fiera.
Les mordió, les arañó, les mesó el cabello arrancándoselo a puñados y
como último recurso les pateó la entrepierna para noquearles, como le
había enseñado su madre para poder salir airosa de un intento de rapto o
de violación, pero nada funcionó. Al final, completamente agotada, perdió
las fuerzas y se rindió, circunstancia que aprovecharon los dos muchachos
para atarla de pies y manos con sogas de corteza que encontraron en la
misma caverna.
Tras descansar un rato Say eligió del montón tres grandes pieles de
oso de las cavernas, las enrolló bien apretadas y las ató con una soga
para llevárselas. Eran muy pesadas. Se las cargó él mismo sobre un
hombro gracias a su gran fortaleza, y Tzah hizo lo propio con la pequeña
hummolt. Tuvieron que parar muchas veces para descansar, pero
consiguieron llegar a la cueva del valle de las encinas a puesta de sol.
No habían cazado nada para comer, pero a cambio llevaban dos tesoros:
las cálidas pieles que calentarían sus noches y les ayudarían a
sobrevivir al largo invierno que se avecinaba y sobre todo la niña, al
fin y al cabo una hembra reproductora que les daría hijos, evitaría la
endogamia y perpetuaría su nueva y robusta estirpe mestiza.
Cuando Tzah depositó a la pequeña en el suelo y Ritzah pudo ver su
cara, se le abrieron los ojos como platos, se llevó las manos a la
cabeza y exclamó en la gutural lengua de los hummolt: "¡Nunlay, hermana mía!"
Ritzah corrió a desatarle las manos y los pies, y ambas se fundieron en
un cálido abrazo y lloraron a mares un buen rato de pura felicidad.
—Ritzah, te creía muerta —le dijo Nunlay en idioma hummolt a su gemela.
—Lo sería si este kartzam y su padre no me hubieran salvado de las
fauces de un gran león —le respondió señalando a un emocionado Tzah.
Todo
encajaba. Los diez machos hummolts que habían atacado a los kartzams del
valle del sol naciente para abastecerse de hembras eran el padre, los
hermanos y los tíos de las gemelas. Su clan había quedado aniquilado
tras la derrota. Las cuatro hembras, entre ellas Nunlay, les esperaron
angustiadas durante meses, pero no aparecieron. Estaban muertos. Una
infausta tarde a puesta de sol entró en su caverna una manada de
gigantescas hienas manchadas, atraídas por el apetitoso aroma a humanos
que eran sus presas favoritas, y mataron y devoraron a la hembra más
anciana y a las dos adultas. Nunlay se salvó de una muerte horripilante
gracias a su agilidad, encaramándose a una gran roca que había al fondo
de la caverna. A las hienas les resultó imposible subirse a ella y al
rato se olvidaron de la pequeña y se concentraron en llenarse el
estómago con la carne de las tres mujeres. La pequeña tuvo que
presenciar el macabro y terrorífico espectáculo con todos sus detalles.
Jamás se le iba a olvidar. Una de las hembras adultas era su madre y la
anciana kartzam su abuela. Ritzah escuchó el relato de su hermana
temblando y llorando de miedo y pena, como si lo viviera en directo y en
carne propia. Luego, ya más serena, lo tradujo al idioma kartzam para
Nelut y los tres muchachos.
De la mano de Ritzah y rodeada del cariño y la protección de los tres
varones y especialmente de Nelut, que en realidad era su hermanastra,
Nunlay en pocos días se sintió como en casa. El pequeño clan del valle
de las encinas
ya tenía seis miembros y pronto serían siete. El vientre de la mestiza
Nelut iba engordando a buen ritmo amorosamente fecundado por el semen de
Say, que ya no podía ser más feliz.
Las dos
gemelas jamás llegarían a saber que eran las últimas de su especie. La
sangre de los robustos hummolts no se perdería, no se extinguiría,
seguiría viva en sus incontables descendientes mestizos que, con el paso
de los años, los siglos y los milenios, poblarían toda aquella vasta
península sureña,
incluso atravesarían la barrera de montañas del norte y colonizarían las
gélidas tierras del gran continente blanco, mezclando su sangre con la
de los mestizos que allí se encontrarían.
SÉPTIMO CAPÍTULO
Aquella mañana de primavera el sol naciente se levantó más poderoso
que nunca tras las montañas del este. El cielo estaba limpio de nubes y
soplaba una cálida brisa de poniente que mecía suavemente las ramillas
recién brotadas de las encinas. Había llovido tres días atrás y las
plantas de aquel paraíso se mostraban exultantes de vida.
Nelut había tenido que ceder y yacer con Say contra su
voluntad, a pesar de no sentir ningún deseo por su avanzado estado de
gestación. La penetración de su fogoso y bien dotado macho, además, se
le hacía desagradable y hasta dolorosa, y todo ello convertía la
relación en un tormento. Su hijo no nacería hasta pasadas dos largas
lunas.
Say, ajeno a los sentimientos íntimos de su hembra, no
comprendía muy bien el porqué le rechazaba. Su ardiente virilidad de
macho joven le hacía desear cada noche a Nelut. Esta a veces conseguía
calmarlo acariciando con sus manos sus ingurgitados genitales hasta que
eyaculaba, pero aquello a Say no le gustaba, no le satisfacía y unas
horas más tarde, ya de madrugada, volvía a insistir y Nelut acababa
cediendo.
Tzah se había levantado temprano. Al igual que a Say, también a
él le hervía la sangre de adolescente, pero le daba
vergüenza que los demás durmientes le escuchasen masturbarse y prefería
hacerlo a solas tras unas matas un poco antes de que los demás se
levantasen. Aquella mañana, con sus ansias ya calmadas, mientras volvía
hacia la cueva, por el camino vio a Say que se bajaba el calzón de piel de lince para
orinar y en un impulso irrefrenable se apostó tras una
roca, a solo cuatro pasos del joven, para observarlo mejor sin que él se
apercibiera de su cercanía. Aquella visión tan cercana de su intimidad
le turbó de tal manera que tuvo que volver tras las matas a masturbarse
por segunda vez. Nunca antes había experimentado estos poderosos
sentimientos que le trastornaban como si estuviera poseído por algún
demonio. Say le gustaba cada vez más y deseaba yacer con él
desesperadamente. Se lo quedaba mirando embelesado a todas horas y se le
antojaba el kartzam más hermoso que jamás había visto. Se había
enamorado perdidamente de él.
Su hermana Nelut acabó dándose cuenta y sintió una gran ternura por
él, pero no le dijo nada para no herir su alma de drimish. En el fondo
quería mucho más a su hermano que a su hermoso macho, con el que se
había emparejado por su insistencia y su buen corazón, pero no estaba
enamorada de él. Entonces de pronto decidió que debía ayudar a Tzah.
Quería que fuera feliz, pero no hallaba la forma de hacerlo sin que él
se diera cuenta.
Una calurosa mañana, varios
días
después, Say y Tzah salieron de caza por enésima vez, para abastecerse
de carne con la que alimentar a todos los miembros del clan del valle de
las
encinas. Tras una larga caminata avistaron una pequeña manada de ciervos
y les fueron siguiendo sigilosamente para aproximarse lo más posible a
ellos y así tener más posibilidades de abatir a alguno. Los animales se
habían acercado peligrosamente a un profundo precipicio y entonces Say,
como experimentado cazador, supo enseguida lo que tenían que hacer. Con
la cabeza y una mano hizo una seña a Tzah, y ambos salieron corriendo y
dando voces como enloquecidos para asustar a los ciervos y llevarlos
hacia
el despeñadero. La estrategia de caza les salió bordada y dos de los
animales se despeñaron precipicio abajo y murieron instantáneamente. Fue tan
grande la alegría de los dos cazadores que se abrazaron entre
risotadas para celebrar su éxito, y entonces Tzah, al sentir en su piel el
calor y la fuerza del fornido cuerpo del cazador y oler su intenso
aroma de hombre,
creyó enloquecer de deseo y tuvo que hacer un gran esfuerzo para
contenerse.
Bajaron al fondo del precipicio, evisceraron a los animales y les
cortaron la cabeza para disminuir su peso, y Say cargó sobre sus hombros con el más grande y Tzah hizo lo propio con el menos pesado. Bajo los
implacables rayos del sol del mediodía sentían mucho calor y más todavía
con la pesada carga que llevaban a cuestas. Por el camino se
encontraron con un riachuelo que formaba un remanso a modo de poza, y Say
quiso bañarse para refrescarse. Depositó el ciervo sobre la hierba y
ante los atónitos ojos de Tzah se desnudó y se lanzó al agua. Los
cazadores solían hacerlo. No sentían ninguna vergüenza por desnudarse y
bañarse juntos. No eran drimish. Tzah había pasado toda su vida entre
mujeres y no estaba acostumbrado a ver desnudos a los machos del clan. De hecho siempre los había visto vestidos con sus pieles, pues no se las
quitaban ni para dormir. Deseaba ardientemente echarse al agua para
jugar con Say, pero debía guardar las dos piezas de caza para que no se
las arrebatasen las fieras y permaneció de pie a la vera de la poza
contemplando embelesado la extraordinaria belleza de aquel kartzam de
ensueño. Cuando Say decidió salir del agua y se mostró con toda su
desnudez ante los ojos de Tzah, este creyó desmayarse tan grande era su
turbación.
Aquella noche tuvo que salir tres veces de la cueva para masturbarse y
calmar sus ansias por yacer con Say. Nelut tenía el sueño muy ligero y
se dio cuenta de sus tres salidas. En la tercera le siguió con mucho
sigilo y supo entonces lo que le pasaba. Sí, tenía que ayudar a su
hermano drimish a ser feliz.
Durante la siguiente noche, ante la insistencia de Say por yacer con
ella, Nelut le habló bajito al oído para que nadie les oyera y le
sugirió que calmase sus ansias con su hermano drimish. Say se sorprendió
y ofendió tanto con la sugerencia de su hembra, que le replicó en voz
alta que él jamás se
acostaría con un drimish. Por suerte Tzah dormía a pierna suelta como
un lirón en plena hibernación y cuando se despertó por las voces de Say, no entendió lo que
decía y volvió a dormirse. Nelut continuó hablando bajito a su macho para
convencerlo.
—Un drimish es una hembra en el cuerpo de un varón. Yacer con Tzah no te hará menos macho, sino todo lo contrario.
—No puedo hacerlo, Nelut. Me gustas tú y nadie más. Deja que yazca contigo otra vez.
—Escuché
decir a mi abuela Aileh que cuando un hombre yace con un drimish
siente un placer tan grande que ya nunca más desea a una mujer.
—De verdad no puedo, Nelut. Además me da mucha vergüenza acercarme a Tzah con estas intenciones.
—Yo
sé que mi hermano te desea desesperadamente. Te mira embelesado a todas
horas. Estoy segura que estaría encantado de yacer contigo. Anda,
deja que duerma tranquila el resto de mi embarazo y después de parir ya
volverás conmigo.
Say no respondió. Quedó
pensativo y ya no pudo conciliar de nuevo el sueño. De pronto Nelut le
había abierto los ojos sobre Tzah y comprendió por qué este se había
turbado tanto cuando se desnudó ante él para refrescarse en la poza. El
pobre macho ardía en deseos por yacer con su hembra, pero aquella noche
no volvió a insistir. Intentó masturbarse, pero aborrecía hacerlo y al
final no consiguió eyacular, acrecentándose todavía más su desespero.
A la mañana siguiente los dos cazadores salieron de nuevo de caza.
Say se sorprendió a si mismo mirando a Tzah como si de una hembra se
tratase y no le pareció tan repulsivo, incluso le hizo gracia su
afeminamiento y sonrió. "¿Tendrá razón Nelut de que un drimish es una
mujer?" —se preguntó con la mente mientras se adentraban en el
encinar.
Sus ansias por descargar su virilidad se hacían cada vez más
imperiosas, hasta el punto que en su imaginación ideó un plan para yacer
con Tzah. Sin que este se diera cuenta le llevó hacia la poza y en
cuanto llegaron se desnudó ante él y le invitó a bañarse. Tzah, como
todos los drimish, era muy tímido, muy recatado y se ruborizó con la
sugerencia, pero él también ardía en deseos por yacer con Say y al final
se quitó la capa de piel de lobo, el chaleco, las botas y el calzón y se
echó al agua. Los dos estaban muy cohibidos, casi paralizados, sería
para ambos la primera vez que yacerían con otro hombre y no se atrevían a
dar el primer paso. De pronto Say se decidió, lanzó agua a la cabeza de
Tzah como si de un juego se tratase y el drimish le devolvió el gesto.
Entre risotadas de jóvenes gamberros acabaron abrazados y al sentirse
tan cercanos se atrevieron a acariciar sus hermosos y velludos cuerpos. Se miraron a los ojos, se sonrieron y ya todo fluyó por si
solo. Fue la experiencia más bonita de sus vidas.
Como
ocurrió con Nishtam, su tío-bisabuelo drimish y el fornido cazador
Brumhad, aquel juego de amor entre varones se repitió en todas y cada
una de sus salidas de caza, a veces en la ida y otra vez en la vuelta,
hasta que Nelut parió a su primer hijo, que fue un varón y a las pocas
semanas Say volvió a desear a su hembra, pero era tan fogoso que podía
yacer tanto con ella por la noche como con Tzah durante el día, y así los
dos hombres, el macho y el drimish, continuaron amándose
apasionadamente como el primer día, hasta que la muerte de uno de ellos les separó tras una larga y azarosa vida.
OCTAVO CAPÍTULO
A excepción de las dos gemelas, ya no quedaban más hummolts en toda
aquella vasta región sureña del gran continente blanco, mucho más cálida
que el gélido norte. Durante un par de generaciones reinó la más absoluta
paz entre los kartzams del valle del sol naciente y los mestizos del
valle de las encinas. Se sabían parientes lejanos y con el tiempo
llegarían a intercambiar hembras jóvenes para consolidar su amistad y
evitar la endogamia. A los karsams les aterraba tener hijos deformes. Eran una carga
inasumible y un gran peligro para la supervivencia del clan. De hecho,
las mismas hembras, cuando parían a un hijo con alguna malformación, lo
estrangulaban con sus propias manos nada más nacer. Primaba la
supervivencia de la especie por encima de los sentimientos maternales.
El
pequeño clan del paradisíaco valle de las encinas no tuvo problemas de
consanguinidad en la siguiente generación. Nelut era híbrida de hummolt y
kartzam y Say era kartzam puro, primo segundo de su hembra por parte de
madre, lo cual les daba un grado de consanguinidad muy bajo. Las dos
gemelas hummolt y el pequeño Laram tardarían todavía bastantes
primaveras en tener descendencia, y Tzah era drimish y no contaba.
Tras
el nacimiento de su primogénito, el fogoso Say y la fecunda Nelut en
solo seis primaveras aportaron cuatro nuevas hembras al clan, todas muy
sanas y robustas. La ayuda en su crianza de las dos gemelas hummolt fue
fundamental para su supervivencia. El pequeño Laram ya había entrado en
la adolescencia y empezaba a acompañar a Say y Tzah en sus salidas casi
diarias en busca de carne. Los dos veteranos cazadores seguían amándose
como el primer día, bueno, tal vez un poco más. Eran inseparables. Solo
Nelut conocía su gran secreto y se alegraba sobremanera por su hermano.
No sentía el más mínimo atisbo de celos. Había aceptado su rol de
hembra reproductora y matriarca del clan y era feliz como madre. Say
seguía yaciendo con ella casi cada noche, y su vientre fecundo no paraba
de concebir hijos.
Para que Laram nunca llegase
a descubrirlo, dejaron de amarse en sus salidas de caza y buscaron una
pequeña gruta cercana que les garantizase una completa intimidad. Allí
se veían cuando podían con cualquier pretexto. Un día de verano fueron
descubiertos acariciándose y besándose apasionadamente, echados sobre una gran
piel de bisonte junto a la entrada de la gruta, por las dos gemelas que
habían salido a recolectar avellanas. Se los quedaron mirando entre
sorprendidas, perplejas e incrédulas. De pronto Say se dio cuenta de su
presencia y se separó bruscamente de Tzah, pero el mal ya estaba hecho.
Los dos hombres se sonrojaron visiblemente, no supieron cómo reaccionar y
la vergüenza les paralizó. Medio incorporados sobre los codos uno al
lado del otro con sus velludos y fornidos cuerpos desnudos, sus
genitales expuestos e iluminados por los verticales rayos del sol del
mediodía eran todo un espectáculo. A las dos gemelas, ya en plena
adolescencia, se les antojaron hermosísimos, una tentación irresistible y
en lo más íntimo de su alma desearon yacer con ellos. Nelut les había
narrado la bella historia de su tío-bisabuelo drimish y el cazador
Brumhad y enseguida comprendieron, se miraron a los ojos con complicidad
y decidieron dejar en paz a los dos amantes. "Continuad, a
nosotras no nos importa" —les dijeron, mientras les regalaban una
amplia sonrisa, se daban media vuelta y se iban a por avellanas
cuchicheando divertidas.
Por supuesto nada más llegar a la caverna se lo contaron a Nelut y a Laram, y desde aquel día los
dos hombres dejaron de esconder su amor. Iban a todas partes cogidos de
la mano y ya no podían ser más felices. Nelut les observaba encantada y
risueña y sentía una gran ternura por su hermano.
Transcurrió otra primavera y Laram, en ausencia de otro macho, acabó
emparejándose con las dos gemelas, hasta el punto que los tres yacían
juntos cada noche cubiertos con una enorme piel de oso de las cavernas.
Nelut estaba encinta de nuevo, y esta vez el embarazo era diferente a los
anteriores. Tenía muchas molestias, y eso le cambió el carácter. Estaba
muy irascible y una noche echó a su macho de su lado, y desde aquel día
Say pasó a dormir con su drimish.
El vientre grávido de Nelut engordaba a gran velocidad. A las pocas lunas se le hizo muy pesado caminar y simplemente
dejó de hacerlo. Estaba enorme y tenía un apetito insaciable. Se pasaba
todo el día echada sobre su lecho de piel de buey almizclero, y las dos
gemelas se encargaban de alimentarla y cuidarla.
Un día de madrugada entró de parto. Nunca había sentido tanto dolor
con las contracciones. Sudaba copiosamente y se ahogaba. A mediodía por
fin alumbró a una pequeña criatura que nació muerta. Era una hembra. Sin
embargo el parto continuó, y Nelut creyó que le había llegado la hora de
morir. Su agotado corazón no lo soportaría. A media tarde parió a otra
hembra muerta y al anochecer echó al mundo a un varón diminuto, pero
vivo. Tras expulsar la placenta, el doloroso parto terminó por fin y
Nelut pudo descansar. Bajo la luz de una humeante antorcha de tea de
pino miró a su bebé con tristeza y pensó que moriría antes del amanecer, pero se
equivocaba. El recién nacido quería vivir, se aferraba a la vida
desesperadamente y no paraba de hacer ademanes por mamar. Nelut lo
acercó a uno de sus senos, exprimió el pezón para que saliera una gota
de calostro y el bebé, al oler su delicioso aroma, abrió la boquita,
agarró el pezón entre sus labios como una ventosa y sorbió con tal
fuerza que hizo sonreír a su madre y a las gemelas. A Nelut le
saltaron las lágrimas de alegría. Mirando su carita sintió una gran
ternura por su pequeñín y pensó que tanto sufrimiento había valido la
pena: "Le llamaré Tariuk, el último de su madre".
El niño sobrevivió y a las pocas lunas estaba rollizo, fuerte y
hermoso, amamantado con la nutritiva y abundante leche de su madre. Era
el juguete de Tzah, que se encariñó con el benjamín de sus sobrinos,
como si fuera el hijo que él jamás tendría, y lo llevaba en brazos todo
el día. Así su hermana podía descansar. Le hacía reír a todas horas
haciéndole cosquillas, poniéndole caras y cantándole antiguas canciones de los kartzams,
que acompañaba con la sencilla y monótona música de su instrumento de
madera. Él mismo lo había fabricado siguiendo las instrucciones de su
abuela Aileh. Era una rama de abedul de unos dos palmos, partida a lo largo con un hacha de sílex y vaciada en su extremo con la ayuda
del fuego. Antes de unir de nuevo las dos mitades con resina de pino
había introducido en el hueco cinco piedrecillas de cuarzo y a
continuación había asegurado la unión con varias vueltas de soga hecha
con hojas trenzadas de palmito.
Desde aquel doloroso parto Nelut
se negó rotundamente a yacer con Say. Había decidido no parir más hijos.
A partir de entonces se dedicaría a criar a sus seis retoños, dos
varones y cuatro hembras y a sus funciones de matriarca. Las dos gemelas
estaban preñadas con el semen de su hermano Laram y la supervivencia
del pequeño clan del valle de las encinas estaba asegurada.
NOVENO CAPÍTULO
Cuando
en primavera las yemas de las encinas empezaron a desplegar sus hojas
nuevas, las dos gemelas hummolt llegaron por fin al final de su
embarazo. El adolescente Laram estaba exultante de orgullo. Con solo
quince primaveras sería padre por partida doble. Su hermano Tzah se
mofaba de él diciéndole que era todo un machote.
Un
anochecer, con la luna en cuarto creciente, la gemela Ritzah entró de
parto. Su hermana Nunlay y la experimentada Nelut estuvieron a su lado
acompañándola durante toda la noche. Las tres se miraban a los ojos muy serias y
en silencio, para no despertar a los demás miembros del clan que estaban
allí mismo durmiendo, iluminadas por la luz titilante de una aromática
antorcha de tea de pino clavada en un agujero de la pared de la cueva. Sobraban las palabras.
La muchacha era muy valiente, como todas las hembras hummolt, y
aparentaba estar muy tranquila. Ni siquiera se quejaba con las
contracciones, solo resoplaba. De pronto, con las primeras luces del
alba, su hermana Nunlay sintió que le había llegado también la hora de
parir, emitió un leve quejido, se sujetó el vientre contracturado con
una mano y como Ritzah se dispuso a afrontar con valentía el trance de
traer al mundo a su primer hijo.
Las dos
parturientas se situaron juntas y en cuclillas sobre la misma piel de
oso con la espalda apoyada contra la pared de la cueva. Jadeaban al
unísono por las contracciones, y a la matriarca Nelut el espectáculo se le antojó muy gracioso. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no
echarse a reír. No quería ofenderlas. Preparó un par de cálidas y suaves
pieles de lobezno y un cuchillo de sílex y se sentó sobre una piedra al
lado de Ritzah que era la que tenía el parto más adelantado. Su
experiencia le decía que había que tener mucha paciencia y no
desesperar. A media mañana por fin se asomó la cabecita del feto, y en un
último esfuerzo Ritzah dio a luz a su primogénito, un robusto varón de
piel sonrosada.
Cuando Nelut se lo dio ya
envuelto en la piel de lobezno para que lo amamantase por primera vez,
Nunlay sintió nuevamente envidia de su hermana y, para no ser menos que
ella, mucho antes de lo que la matriarca había calculado,
echó también al mundo a su retoño, una regordeta hembra llena de vida
que lloró con ganas y llenó la cueva con sus berridos. Las robustas
hembras hummolt tenían las caderas mucho más anchas que las kartzams y
parían a sus hijos con gran facilidad. Las dos gemelas eran nietas de
una hembra kartzam, pero no habían heredado de ella sus estrechas
caderas. La herencia de su otra abuela hummolt había predominado.
El clan del paradisíaco valle de las encinas ya contaba con catorce
miembros: tres hembras adultas, tres varones adultos, cinco niñas y tres
niños. Aunque en realidad la mayoría eran mestizos, siguieron considerándose a si mismos como kartzams y por muchos años no olvidaron a sus parientes del valle del sol naciente. Incluso
Tzah y Laram tenían sangre hummolt, aunque ellos lo ignoraban. Una de
las bisabuelas de su padre Etoz, de nombre Yefné, fue raptada cuando era solo una
chiquilla por unos cazadores hummolt y llevada a rastras a su cueva.
Allí fue brutalmente violada por todos los machos del clan en presencia
de sus hembras, las cuales, al ver ensangrentada su naturaleza de niña
por los desgarros provocados por las salvajes penetraciones, se
compadecieron de ella y al día siguiente, aprovechando que sus hombres
habían salido de caza, la ayudaron a escapar.
La
pobre chiquilla logró encontrar el camino de vuelta, aunque tardó dos
días en llegar al valle del sol naciente. Cerca de la entrada de la
caverna estaban su madre y la matriarca abriendo piñas de pino piñonero para aprovechar los piñones,
y al verlas corrió hacia ellas llorando desconsolada. Tenía el labio
partido, una brecha en la cabeza y la cara hinchada llena de moratones.
Les mostró entre sollozos su vulva ensangrentada y los regueros de
sangre seca de sus muslos, y entonces ellas comprendieron sin palabras y
la abrazaron con ternura, mientras silenciosas lágrimas resbalaban por
sus mejillas. Yefné estaba
destrozada en todos los sentidos y ya nunca más volvió a sonreír. A las
pocas lunas su vientre empezó a crecer, al contrario que su cuerpo que
iba demacrándose visiblemente día a día, pues casi no comía, hasta que
su debilidad llegó a tal extremo que se vio obligada a permanecer echada
en el interior de la caverna durante las últimas semanas de gestación.
Su corazón dejó de latir justo después de alumbrar a su hija. Una mujer
de nombre Matlay, prima de su madre, que había parido unos días antes y
tenía leche de sobra para su propio hijo, se hizo cargo de la pequeña y
la crió como si fuera su
verdadera madre. La llamó Veshnei, la hija de la tristeza.
La pequeña nunca llegó a conocer su verdadero origen. Su madre
adoptiva
la adoraba, era la niña de sus ojos. La mujer era ya mayor y en su larga
vida de hembra reproductora solo había parido varones, tantos que ni se
acordaba del número, pues la mayoría de ellos habían muerto antes de
cumplir su primera primavera. Siempre había deseado tener una hija, una
hembra que permaneciese a su lado cuidando de ella en su ancianidad, y la
pequeña Veshnei colmó de sobras ese deseo. La crió con tanto cariño
que Gueruk, su hermano de leche, se sintió menospreciado y acabó
odiándola. Estaba tan celoso que a escondidas de su madre le daba
patadas y manotazos sin ningún motivo, por puros celos, de manera que la
pequeña para evitar sus agresiones no se separaba ni un instante de
Matlay. Al amanecer se agarraba fuertemente con la manita a un colgajo
del calzón de piel de lince que vestía su madre y no se soltaba hasta que se acostaban juntas a puesta de sol. Así se aseguraba de que la protegería del odio de su hermano.
Al
cumplir las diez primaveras Gueruk empezó a salir de caza con su padre y
los demás machos y entonces, por fin, dejó de atormentar a su hermana de
leche y se olvidó aparentemente de ella y también de su madre, aunque
siempre llevó incrustada en su corazón la imborrable amargura de
no haber sido un niño querido. Un día de caza, mientras corría tras un
rebeco saltando de roca en roca, le resbaló un pie y cayó en una
profunda grieta partiéndose el cráneo. Los cazadores, alguno de ellos con lágrimas en los
ojos, sobre todo su padre, intentaron rescatar
de mil maneras su cuerpo sin vida. Los cazadores kartzams jamás abandonaban a un
compañero, ni vivo ni muerto. Todos sus esfuerzos, por desgracia, fueron en vano y al
final tuvieron que desistir y lo dejaron en el fondo de la grieta
cubierto de piedras para que las alimañas no se lo pudieran comer.
Cuando
llegaron de vuelta a la caverna con las manos vacías de carne y
totalmente abatidos, informaron con voz temblorosa a
Matlay de la
muerte de su benjamín, y entonces ella, destrozada por la pena, lanzó un
alarido desgarrador que le salió del alma y retronó en todo el valle del
sol naciente, se arrancó el cabello a puñados con ambas manos y lloró
amargamente sin consuelo durante días. Su duelo de madre era
inconmensurable. Su hijo había sido cruelmente injusto con ella. Sus
celos infundados habían sido fruto de su mente de niño egoísta que no
quiso compartir su madre con su hermana de leche. Matlay siempre lo había
querido.
DÉCIMO CAPÍTULO
Veshnei,
la hija de la tristeza, la bisabuela de Tzah y Laram, se
crió fuerte y hermosa con la leche y el cariño de su madre adoptiva. Al
ser híbrida era mucho más alta y robusta que las niñas kartzam. Su pelo
era castaño rojizo ligeramente encrespado, sus ojos verde azulados y su
piel morena clara. Ella también lloró la muerte de su hermano de leche
Gueruk, aunque le daba mucha más pena la pobre Matlay. Verla llorar de
aquella manera tan desgarrada le partía el corazón. Al
ser solo una niña no sabía muy bien cómo consolarla. Se limitó pues a
hacerle compañía sin separarse de ella ni un instante. Una semana
después, estando las dos sentadas sobre una roca, Matlay de pronto
inspiró profundamente, miró a los ojos a Veshnei un buen rato en
completo silencio,
le acarició la mejilla regalándole una dulce sonrisa, abrió sus resecos
labios y le dijo: "Gracias, mi pequeña hija de la tristeza".
Pasaron muchas
lunas durante las cuales la sencilla vida de los miembros del clan del
valle del sol naciente transcurrió apacible y sin sobresaltos, como el agua
mansa de un río a su paso por una planicie, como los largos y tórridos
atardeceres de verano amenizados con el monótono y soporífero chirriar
de las cigarras, como la suave brisa de primavera que corretea juguetona
entre los brotes nuevos.
Una madrugada Veshnei, al despertar, se sintió mojada, se tocó ahí abajo, se miró la mano y
se llevó un gran susto al verla ensangrentada. Se había hecho mujer.
Aquella misma tarde a puesta de sol, estando todos los miembros del clan
reunidos alrededor de la hoguera asando las carne que iba a ser su
cena, la matriarca le embadurnó el rostro con arcilla roja y
le puso un collar de dientes de jabalí alrededor del cuello para
darle la bienvenida al mundo de las mujeres. Podía emparejarse cuando
quisiera con el macho que eligiese, pero la hija de la tristeza no tenía
ninguna prisa. Estaba muy feliz con su madre de leche. Matlay era todo
su mundo. Los machos no existían para ella, no los veía, no los quería
ver, le daban miedo. Su corazón amaba a las mujeres.
Transcurrieron
de nuevo muchas lunas, pero Veshnei seguía sin macho. Todas las
chiquillas de su edad ya estaban emparejadas, y alguna incluso ya lucía
orgullosa su abultado vientre de primeriza. Era la más hermosa de todas las
hembras. Su extraña belleza híbrida fascinaba a los hombres, a todos sin
excepción. Su llamativo cabello rojizo brillaba como las luminosas
flores del rododendro en un mar verde de robles quejigos. Muchos
machos jóvenes se le habían acercado con las mejores intenciones, pero
ella les miraba con desdén, les respondía con el silencio y seguía
concentrada en sus tareas de mujer. Matlay había envejecido
ostensiblemente. A sus cincuenta y dos primaveras era ya una anciana
con el pelo canoso, la espalda encorvada, el rostro arrugado, la vista
nublada, la boca desdentada y todas las articulaciones de su osamenta
deformadas por la artrosis. Veshnei cuidaba de ella como si fuera el más
preciado de los tesoros.
Un día Matlay
le dijo a su hija de leche algo que no le gustó, que le dolió en el alma, que borró la
sonrisa de sus labios. "Debes parir un hijo para que cuide de ti en
tu ancianidad". La muchacha tragó saliva, agachó la cabeza y los ojos se
le humedecieron. "No puedo yacer con un macho, madre" —le confesó
ahogándose de angustia al cabo de largos y tensos segundos. "Sí puedes y
debes hacerlo. Me haría muy feliz que me dieras un nieto, bueno, mejor una
nieta". Veshnei no le contestó. Se apartó de su madre de leche y se adentró
en la espesura del encinar. Lloraba en silencio. La simple idea de
yacer con un hombre se le antojaba algo repugnante y a la vez
terrorífico, como si con los genes heredados de su madre Yefné, brutalmente
violada por los hummolts, hubiera también heredado de ella al mismo
tiempo el miedo atroz al rapto y la violación.
Un joven macho alto y fornido
se cruzó con ella y al ver que lloraba se le acercó y le preguntó qué
le pasaba. Ella no quiso mirarlo ni mucho menos contestarle y continuó su
camino. El muchacho tendría unas dieciséis primaveras y Veshnei más de
veinte. Hacía tiempo que estaba enamorado de ella, pero no se atrevía a
pedirle que fuera su hembra. Sabía que odiaba a los hombres. "Dime qué
puedo hacer por ti. Quiero ayudarte"—le casi suplicó. Veshnei seguía
caminando cabizbaja y sin rumbo. Estaba huyendo de algo que la aterraba. Súbitamente paró en seco y se le iluminó el rostro. Se volvió hacia él,
le miró fijamente con sus verdiazules ojos de mestiza, y su mirada atravesó como una lanza sus ojos negros de kartzam y
llegó hasta su alma. En ella leyó mucha bondad y mucha inocencia y de
pronto ya no le dio miedo y le sonrió. "Hazme un hijo"—le dijo
escuetamente. El muchacho todavía era virgen y la respuesta de Veshnei
le sorprendió y hasta asustó un poco. "Haré lo que pueda"—le aseguró asiéndola de la mano.
Mientras
se adentraban en la espesura del encinar buscando intimidad, la pobre
Veshnei temblaba de miedo. Taykán, que así se llamaba el muchacho, lo
notó por el sudor frío y el ligero temblor de la mano de ella. En un
pequeño claro entre matas la miró a los ojos y le preguntó casi
susurrando: "¿Te parece bien aquí?" Ella asintió con la cabeza, tragó
saliva y se arrodilló
sobre la hojarasca. Él hizo lo mismo y casi tan asustado como ella se
bajó el calzón de piel de lince. Veshnei no pudo evitar sonreír. El arma
del muchacho se le antojó
muy pequeñita, inofensiva, hasta graciosa. El pobre Taykán estaba tan
cohibido que su miembro se le había encogido a su mínima expresión.
Entonces la muchacha se bajó su calzón de piel de raposa y se echó de
espaldas sobre
la hojarasca. "No me hagas daño"—le suplicó con gesto de angustia.
Taykán
acarició con mano temblorosa sus muslos blancos de mestiza, sus caderas
suaves, su talle esbelto, sus pechos turgentes y generosos, sus
hombros, su cuello... Ella ya no temblaba de miedo, sino de placer.
Aquel chiquillo era todo ternura. En su inexperiencia actuaba
precisamente como mejor podía hacerlo con aquella mujer virgen que amaba
a las mujeres y temía a los hombres. Entonces acercó su rostro al de
Veshnei, aspiró su aliento que olía a tierra recién mojada por la lluvia
y la besó. Su diminuta arma aumentó por fin de tamaño y volvió a
escuchar la voz de la muchacha que le susurraba al oído: "No me hagas
daño".
Dos
horas más tarde volvían a la cueva cogidos de la mano. Taykán estaba
rebosante de orgullo y alegría. Ya era por fin un hombre y se acababa de
convertir en el macho de la hembra más hermosa y deseada del clan. Ella
también estaba feliz. Había sentido el primer orgasmo de su vida en
brazos de aquel inexperto chiquillo, que había resultado ser un amante
maravilloso. Ya no temía yacer con un hombre, siempre que fuera Taykán.
Nueve
lunas después la hija de la tristeza dio a luz a Metzet, la que con los
años sería la madre de Etoz y la abuela de Tzah y Laram.
UNDÉCIMO CAPÍTULO
Tzah,
el drimish del clan del valle de la encinas, con tantos niños a los que
atender y proteger, ya no salía de caza con Say y Laram. Había decidido
quedarse con las tres mujeres y sus hijos una tarde de otoño en que el
pequeño poblado fue atacado por una manada de siete hienas manchadas, estando los cazadores ausentes. La hoguera que debía
ahuyentarlas estaba casi apagada y no impidió que se adentrasen en la
caverna. Nelut había escuchado las tétricas risitas de aquellas fieras
de pesadilla y había llamado desesperada a las gemelas y los niños, para
que corriesen a refugiarse en el interior de la cueva. Tuvo tiempo de
agarrar una rama de roble con una llama en su extremo y con ella intentó
defenderse de las gigantescas hienas, mientras todos corrían a
esconderse en lo más profundo del oscuro habitáculo. Las fieras no
retrocedían. Estaban hambrientas. El intenso aroma a carne humana que
desprendía la angustiada matriarca las enardecía, y seguían avanzando
hacia ella con su espeluznante concierto de risitas de muerte. Nelut
estaba aterrorizada, sudaba a mares y hasta se orinó encima. Tenía a las
hienas a solo unos pasos, pero no podía rendirse y dejar que la
devorasen a ella y a sus hijos. Su amor de madre le daba coraje. La
llama de la rama iluminaba los ojos de las fieras y los convertía en
pequeñas estrellas emparejadas sobre un fondo de penumbra. Ni la peor
pesadilla podía compararse a lo que la pobre mujer tenía delante.
Cuando en su retroceso llegó a la parte más ancha de la caverna donde
solían dormir, agarró una gran piel de buey almizclero, le prendió
fuego y la lanzó contra las hienas. Eso le dio un tiempo precioso para correr hacia el
fondo de la cueva y subirse en lo alto de una gran roca donde ya
estaban las gemelas y los niños.
Curiosamente,
solo unos días atrás, Nunlay les había narrado cómo siendo una niña
consiguió salvar su vida aquel espantoso día en que las hienas entraron
en su caverna y devoraron a su madre y a su abuela y, como si
presintiera que la historia estaba a punto de repetirse, buscó una roca
parecida en el interior del que ahora era su hogar y les llamó a todos
para que la vieran y supieran dónde podían refugiarse si alguna fiera les atacaba.
Nelut había engordado mucho desde
que había dejado de concebir hijos, pero el miedo atroz de repente le dio
una agilidad increíble y trepó a la roca como la más ligera de las
arañas. Las hienas intentaron subirse de mil maneras, pero todos sus
esfuerzos fueron en vano. El hambre, sin embargo, les impedía desistir, y
siguieron al pie de la roca mirando con sus horripilantes ojos a los
pobres humanos que temblaban de pánico.
Nunlay
era muy inteligente y previsora. Había acumulado una gran cantidad de cantos rodados sobre la roca por lo que pudiera pasar, y el momento de usarlos había llegado. Se lo dijo casi susurrando a la matriarca, y esta les ordenó a todos,
incluidos los niños, que cogieran un par de aquellas contundentes
piedras redondas y las lanzasen con todas sus fuerzas hacía los ojos de
las hienas. El miedo les dio tal puntería que cuatro de las sanguinarias
bestias cayeron fulminadas con el cráneo hundido y las otras tres
recibieron una lluvia tan grande de pedradas que huyeron despavoridas
con graves heridas por todo el cuerpo.
Nelut, Ritzah, Nunlay y los niños, al ver a las fieras alejarse, se echaron a llorar
aliviados y se abrazaron todos juntos sin perder de vista a las
bestias, tanto a las cuatro muertas como a las tres que huían. A excepción de Nunlay, los demás jamás habían pasado tanto miedo. Todos se habían orinado encima y alguno de los niños también había defecado.
"Muchas gracias, Nunlay, nos has salvado la vida. Jamás lo voy a
olvidar. Tu serás la nueva matriarca cuando yo muera" —le dijo Nelut posando
su mano derecha sobre su cabeza en señal de cariño y agradecimiento. La gemela
le devolvió el gesto haciendo lo mismo. Era la manera cariñosa que
tenían las mujeres kartzam de saludarse y darse las gracias.
No
se atrevieron a bajar de la roca hasta que Say, Tzah y Laram volvieron
con el ciervo que habían logrado abatir. Al llegar al claro que había
delante de la cueva los tres hombres se encontraron con una de las
hienas malherida que estaba agonizando y la remataron a golpes con las
grandes tibias de bisonte que llevaban como armas de caza. Un
escalofrío recorrió entonces el espinazo de los tres cazadores. Algo
grave había ocurrido en su ausencia y temieron lo peor. Con una
angustia inconmensurable en el alma, un nudo en la garganta que les
ahogaba y lágrimas
en los ojos se adentraron con mucho sigilo en la caverna. A medio camino
se encontraron con las cuatro hienas muertas y aquello les sorprendió.
Entonces
escucharon sollozar a los niños en lo alto de la roca. Levantaron la
cabeza, aguzaron la vista en la oscura penumbra del fondo de la caverna,
y allí estaba su familia.
—¿Estáis todos bien? —les preguntó Say con voz temblorosa.
—Sí, gracias a Nunlay estamos todos vivos —le respondió la matriarca.
Aquella noche celebraron una gran fiesta alrededor de la hoguera
mientras la carne del ciervo se asaba sobre las brasas. Tzah se pintó el
rostro con arcilla amarilla y el contorno de los ojos y los labios con
arcilla roja, rodeó su cuello con un collar de piedrecillas de colores,
recogió su amplia cabellera negra con un turbante de piel de conejo y
cubrió sus hombros con una piel de hiena manchada, tal como le había
contado su abuela Aileh que se vestían y maquillaban los drimish.
Entonces cantó viejas canciones de los kartzams acompañándose con su
sencillo instrumento de madera y bailó alrededor de la hoguera
contoneándose lascivamente, hasta que de pronto se paró ante su
gran amor, el aguerrido jefe de los cazadores Say, le rodeó la cabeza
con las dos manos y le dio un dulce y largo beso en la frente, para que
todos supieran
que seguían amándose. Nelut se emocionó y se le humedecieron los ojos.
La hacía inmensamente feliz que su hermano también lo fuera.
Cuando la carne estuvo asada, todos esperaron a que la matriarca
diera su permiso para comer. Ella entonces hizo levantar a Nunlay, buscó
con la vista los testículos del ciervo, los agarró de encima de las
brasas con la ayuda de dos fragmentos de corteza de pino para no quemarse, los puso sobre una piedra plana a modo de plato y se los dio a
la que les había salvado de morir devorados por las hienas. Tanto para
los kartzams como para los hummolts los testículos de sus presas eran un manjar exquisito.
—Tú te los mereces más que yo, Nelut. Te enfrentaste sola a las fieras. Toma uno de los testículos.
—Gracias, Nunlay —le agradeció la matriarca.
Las dos mujeres se miraron a los ojos y se sonrieron con cariño.
Ambas ignoraban que en realidad eran hermanastras, hijas del mismo padre
hummolt.
—¡Comed! —exclamó entonces la jefa del clan.
Desde
aquel día Tzah decidió quedarse con las mujeres y los niños, como hizo
su tío-bisabuelo drimish Nishtam, para protegerlos de los numerosos
peligros de aquel mundo tan hostil. Gotz, el primogénito de Nelut, que
había cumplido ya diez primaveras, le sustituyó y empezó a salir de
caza con su padre Say y su tío Laram.
DUODÉCIMO CAPÍTULO
Aquella madrugada hacía un frío espantoso en
el valle de las encinas. Acababa
de empezar el invierno, la estación del año más temida por los kartzams. El día anterior los cazadores no habían
conseguido apresar ningún animal, y la matriarca Nelut había tenido que
recurrir a las escasas reservas de bellotas y tubérculos para alimentar a
todos los miembros del clan. Acostumbrados a comer carne fresca cada
día, aquellos alimentos vegetales resecos y algo rancios no saciaban su
hambre.
Tzah había dado la mitad de su ración a su
sobrino Tariuk. Le aterraba que pudiera morir de hambre. El niño tenía
solo cuatro primaveras y aborrecía masticar las duras bellotas rancias.
Así que su tío las masticaba para él hasta convertirlas en papilla y
luego se las metía en su boquita de boca a boca. Su madre Nelut se había
visto forzada a destetarlo al perder la leche a causa del miedo atroz
que había pasado con el ataque de las hienas. Aquel cambio tan brusco y
drástico en su alimentación hizo peligrar la vida del niño. Tanto Nelut
como su hermano tuvieron que ingeniárselas de mil maneras para que el
pequeño aceptase comer carne y bellotas. En pocas semanas adelgazó tanto
que se quedó en los huesos. Al final la solución la encontró Tzah. El
pequeño Tariuk adoraba a su tío drimish. Era el único que conseguía
hacerle comer y solo si le daba el alimento previamente masticado por
él.
Aquella gélida madrugada de invierno Tariuk y sus cuatro
hermanas se despertaron sollozando. Tenían hambre, mucha hambre. Las
pocas bellotas rancias que habían sido su cena no eran suficientes para
soportar el frío intenso que asolaba la vasta península sureña donde
vivían. Había nevado copiosamente y soplaba un viento glacial del norte
que helaba la sangre.
Say no había podido conciliar el
sueño en toda la noche, no por el frío, pues dormía abrazado a su
drimish bajo una cálida y confortable manta de piel de oso de las
cavernas, sino por la angustia de ver pasar hambre a sus hijos. Los
quería con toda el alma y como jefe de los cazadores se sentía
responsable de su alimentación y de la del resto de miembros del clan.
—Tzah, hoy debes salir de caza con nosotros.
Cuantos más seamos más posibilidades tendremos de apresar a algún
animal —le susurró a su drimish.
—De acuerdo, Say.
Iré con vosotros. Tenemos que conseguir carne como sea o moriremos todos
de hambre —le contestó con un nudo en la garganta.
Say
despertó a Laram y al pequeño Gotz, su primogénito, y los tres hombres y
el niño se calzaron sus gruesas y cálidas botas de piel de oso, que les
cubrían hasta las rodillas y les mantenían los pies calientes y secos a
pesar de andar todo el día sobre la nieve, se encajaron sobre la cabeza
un gorro de piel de lobo que les protegía las orejas de la congelación,
cubrieron sus hombros con sus capas de piel de oso, a excepción de Tzah
que como drimish llevaba siempre una gran piel de hiena manchada, y
salieron de la cueva dispuestos a no volver sin algo de carne.
Anduvieron
horas y horas sin avistar ningún animal. Su angustia iba en aumento a
medida que pasaba el tiempo. Hacía un frío espantoso y soplaba un viento
lancinante que les helaba las manos. Súbitamente, a lo lejos, sobre la
nieve, Tzah creyó ver una pequeña mancha negra que se movía. Con mucho
sigilo se fueron acercando hasta llegar a un gran lentisco a solo unos
pasos de lo que creían que era un animal. Allí, a contraviento para que
su olor humano no les delatase, se asomaron por entre las ramas del
arbusto y su asombro fue mayúsculo. La mancha negra era una joven hembra
kartzam que estaba cortando lascas de carne congelada con un cuchillo de
sílex del cadáver de un bisonte cubierto por la nieve, que había muerto de viejo.
—Mujer, ¿eres una kartzam? —le preguntó Say con tono afable para que no se asustase.
La
joven salió corriendo aterrorizada. No había entendido el dialecto que
hablaban los miembros del clan del valle de la encinas y creyó que iban a
raptarla y violarla. A los pocos pasos tropezó con un tronco caído que
no había visto por la nieve, y Tzah la alcanzó y se le echó encima. La
mujer se defendía como una fiera. Say y Laram ayudaron al drimish a
sujetarla, y entonces ella les gritó algo que ellos pudieron entender.
Eran las mismas palabras del idioma kartzam que todos hablaban en la
península sureña pero pronunciadas con las vocales más
cerradas.
—¡No me violéis, estoy preñada! —les suplicó.
—¡No vamos a violarte, tranquila! —le aseguró Tzah mirándola a los ojos.
Entonces
ella, al comprender que era un drimish por su voz afeminada, se tranquilizó y
dejó de luchar.
—¿Dónde está tu cueva? —le preguntaron tras ayudarla a levantarse.
—Aquí cerca, detrás de aquellos árboles —les respondió señalando con el dedo hacia un bosquete de encinas con las copas cubiertas por una gruesa capa de nieve.
—¿Vives sola?
—Sí, todos los miembros de mi clan murieron por unas fiebres hace más de dos lunas.
—Entonces ven con nosotros. Aquí no podrás sobrevivir sin ningún
macho que te proteja, y a nosotros nos hacen mucha falta hembras
jóvenes, fuertes y valientes como tú.
Los cazadores cortaron las cuatro patas del
bisonte con
sus hachas de sílex, se las cargaron sobre sus hombros y emprendieron el viaje de
vuelta al valle de la encinas. Estaban felices, por fin podrían comer
carne durante al menos una semana. Al hacer tanto frío no se corrompía, y
podían guardarla cubierta de nieve dentro de la caverna durante muchos días.
Tzah
llevaba a la mujer cogida de la mano. Su abultado vientre encinta hacía
penosa su marcha y respiraba fatigosamente, pero era muy fuerte y su
destino era sobrevivir, no solo a la epidemia que había diezmado a su
clan, sino a todos los avatares que iba a depararle la larga vida que
tenía por delante. Tendría unas veinte primaveras.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó el drimish con su amorosa voz afeminada que tranquilizaba a la mujer.
—Yo soy Yunmá, la hija de las tinieblas. Mi madre me echó al mundo en una oscura noche sin luna. ¿Y tú?
—Yo soy Tzah, el hijo del viento. Mi madre me parió un día que soplaba un violento huracán.
—Eres drimish, ¿verdad? —le preguntó, aún a sabiendas de que lo era.
—Sí, lo soy —le respondió Tzah escuetamente.
—El hermano de mi padre era el drimish de mi clan. Me quería más que a
su vida, y un día se dejó matar por un león de las cavernas para que yo
pudiera salvar la mía. Se llamaba Naunei.
—Debía ser muy bueno y valiente.
—Lo era. Te lo aseguro.
Ambos
se miraron a los ojos y se regalaron una amplia sonrisa. Se sentían muy
cercanos, muy cómodos, como si sus destinos estuvieran unidos desde
siempre por un hilo invisible. Aquel iba a ser el principio de una gran
amistad entre aquella muchacha bendecida por los astros y el dulce
drimish del clan del valle de las encinas.
DÉCIMO TERCER CAPÍTULO
Las tres mujeres del clan recibieron a Yunmá con los brazos abiertos y se
alegraron sobremanera de que estuviera embarazada. Así entraba sangre
nueva y se evitaba la temida endogamia con las nefastas consecuencias
que llevaba aparejada.
Solo
tres días después Yunmá entró de parto nada más despertar por la
mañana. Era primeriza y además kartzam, por lo que debería sufrir mucho
para parir a su primogénito. Sus estrechas caderas la obligaron a
empujar con todas sus fuerzas durante horas y horas para lograr que la
gran cabeza del feto pasase por el angosto canal del parto. En la madrugada del
día siguiente consiguió por fin dar a luz a un varón lleno de vida.
Nelut le cortó el cordón umbilical con un afilado cuchillo de sílex y
Nunlay lo rodeó con una cálida piel de lobezno para protegerlo del frío.
Al verlo tan hermoso no pudo resistir la tentación de abrazarlo.
—Tu serás el macho de mi niña —le dijo al recién nacido, que berreaba a pleno pulmón.
—No corras tanto, Nunlay. Recuerda que yo tengo cuatro hijas. Tal
vez alguna de ellas se encariñe con este pequeñín y se lo quite a tu
niña —le respondió amenazante y divertida la matriarca.
—Bueno, también puede tener dos hembras como las tiene mi macho Laram —le recordó conciliadora la gemela.
—O tres, o cuatro, o cinco. La verdad es que podrá elegir entre cinco hembras.
—¿Acabo de parirlo y ya os lo repartís? —les echó en cara la
parturienta haciéndose la enfadada aunque en el fondo estaba rebosante
de felicidad. Acababa de expulsar la placenta y el tormento del parto
había terminado. Había valido la pena tanto sufrimiento.
Nunlay
le entregó a su hijo. Yunmá lo acostó en su regazo, lo destapó un poquito
para verlo mejor y se emocionó al comprobar que era un bebé sano y lleno
de vida. "Le llamaré Amahú, el deseado por las
hembras" —exclamó enternecida con lágrimas en los ojos besando la frente del
pequeñín. Amahú había nacido con hambre y no paraba de hacer ademanes
buscando el pezón. Como su madre, él también había venido al mundo
bendecido por los astros. Su destino era sobrevivir. Alcanzaría una
avanzada edad y tras su muerte dejaría una numerosa descendencia.
Tzah había escuchado toda la conversación carcajeándose divertido sentado sobre una piedra.
Los hombres-mujer tenían licencia para presenciar los
partos y ayudar en lo que fuera preciso. Eran considerados como un enlace entre el mundo de los hombres y
el mundo de las mujeres.
—¿Y si resulta ser un drimish? —les espetó en broma a las mujeres para mofarse de sus pretensiones.
A
las dos aludidas, la matriarca y la gemela, no les hizo ninguna gracia aquella posibilidad. En el
clan escaseaban los varones, y Amahú era mucho más necesario como macho
que como drimish.
—Si su corazón ama a los hombres, yo me alegraré de haberle dado la vida —sentenció muy seria Yunmá, recordando emocionada a su añorado tío Naunei.
Transcurrieron
tres primaveras, durante las cuales Amahú creció sano y robusto con la
abundante leche de su madre. Ninguno de los machos adultos molestó a
Yunmá. Habían decidido en secreto que con el tiempo se convirtiera en la
hembra del pequeño Gotz, el primogénito de Say y Nelut, y esperaban que
creciera para animarlo a emparejarse con ella.
No
hizo falta que se lo propusieran. El ya adolescente, con solo trece
primaveras, había madurado precozmente y heredado la fogosidad de
su padre. La sangre le hervía en las venas, y empezó a mirar a Yunmá con
deseo. Ella se dio cuenta enseguida y sonrió para si misma. "Bueno,
mejor yacer con este chiquillo que dormir sola. Tampoco está tan mal. Es tan guapo como su padre" —pensó divertida.
Unos días después, aprovechando que el muchacho la miraba con descaro, la joven mujer, diez años mayor que él, se le encaró.
—¿Quieres ser mi macho? —le propuso sin rodeos.
Gotz
se sonrojó visiblemente y no supo qué contestar. Agachó la cabeza y tragó
saliva. Yunmá le gustaba mucho, muchísimo, desde hacía más de un año.
Cada noche soñaba con ella y no podía evitar masturbarse tan grande era
su deseo. Al cabo de unos segundos inspiró profundamente, se revistió de
coraje, miró a su amada a los ojos y le sonrió con timidez.
—Sí —le respondió sin ambages.
—¡Ven! —le dijo Yunmá cogiéndole de la mano.
En
la profundidad del encinar Gotz se hizo hombre en brazos de la
experimentada mujer. Para ambos fue un primer encuentro muy bonito que
jamás olvidarían. Una hora más tarde regresaron a la caverna cogidos de
la mano. Say y Nelut comprendieron enseguida, se miraron a los ojos y se
sonrieron.
Aquella
noche, mientras esperaban que la carne se asase sobre las brasas, la
matriarca y madre de Gotz hizo oficial el emparejamiento embadurnándoles
a ambos la frente con arcilla blanca y el resto del rostro con arcilla
amarilla.
DÉCIMO CUARTO CAPÍTULO
Tras
un verano más bien fresco, vino un otoño con abundantes nevadas y un
persistente viento del norte que obligó a los miembros del clan del
valle de las encinas a permanecer en el interior de la caverna durante
todo el día. Incluso tuvieron que renunciar a la gran hoguera que
protegía la entrada de su hogar y encendieron una fogata en la parte más
ancha del interior de la cueva para poder soportar el frío. La luz de
las llamas les servía para ver lo que tenían a su alrededor y así
economizaban las valiosas antorchas de tea de pino. Solo los cazadores
se aventuraban a salir, cuando el glacial viento amainaba, para abastecer
de carne al clan.
Los más ancianos, el jefe de
los cazadores Say y la matriarca Nelut, que rondaban la avanzada edad de
treinta y cinco primaveras, nunca antes habían vivido un otoño tan
gélido. "¿Nos habrán abandonado los espíritus de nuestros antepasados?" —se preguntaban angustiados.
Llevaban ya tres días sin comer carne, su principal alimento,
y las reservas de tubérculos, bellotas, nueces y avellanas se estaban agotando. Se
hacía preciso salir de caza a pesar del mal tiempo o el hambre les
mataría a todos.

Durante
las largas jornadas en
el interior de la caverna Yunmá aprovechaba el tiempo para enseñar a
Nelut y a las gemelas a confeccionar largos calzones y cálidos chalecos
con pieles de ciervo, lobo y rebeco. Ella había
aprendido esta habilidad de su difunta madre, que procedía de un lejano
clan que habitaba mucho más al norte. Allí los inviernos eran bastante
más crudos, y para sobrevivir habían tenido que ingeniárselas para añadir
mangas y perneras a sus vestimentas.
Yunmá era muy habilidosa. Había
fabricado varias agujas con los huesos de las patas de un lince,
rascándolos durante horas sobre una roca hasta dejarlos muy finos y
puntiagudos, y luego les había practicado un agujero en su extremo romo
con la ayuda de una afilada punta de sílex a modo de taladro. Obtenía el hilo para coser
de los fibrosos tendones de las patas de los bisontes. Tomaba las
medidas
a ojo a cada uno de los miembros del clan y luego con la
ayuda de un cuchillo de sílex cortaba las pieles en diferentes trozos,
que a
continuación unía cosiéndolos entre sí hasta obtener un chaleco o un
calzón. También les enseñó a confeccionar gorros de piel de lobo mucho
mejores que los que ellas ya sabían hacer.
Aquella mañana, pues, movidos por el llanto de los niños que pedían
comida y por su propia hambre y la de las mujeres, los cazadores Say,
Laram y Gotz, acompañados por el drimish Tzah, que era tan buen cazador
como ellos, se vistieron con las cálidas prendas de piel confeccionadas
por las mujeres, cogieron sus armas preferidas y salieron
de la caverna dispuestos a no volver sin algún animal.
A los pocos segundos sus mostachos, barbas, cejas y pestañas se tiñeron de
blanco por los cristales de hielo. La ventisca
levantaba la nieve y les impedía ver a más de cuatro pasos de distancia. Jamás habían
soportado tanto frío. A pesar de las gruesas y cálidas vestimentas el
fuerte viento glacial conseguía atravesarlas y les helaba la sangre. El
miedo a morir y la tentación de volver atrás eran casi tan poderosos como su
voluntad, pero los cuatro eran muy valientes y tenaces y siguieron adelante con determinación.

Cuando se adentraron en la espesura del bosque de encinas, el viento
aminoró su fuerza y el frío se hizo más soportable. Anduvieron durante
horas sin avistar ningún animal. El desánimo se estaba apoderando de ellos, y
a sus mentes solo acudían pensamientos de fracaso y desesperanza. Tendrían que
volver con las manos vacías, y los niños y mujeres morirían de hambre.
Bajo la tupida y penumbrosa copa de una gran encina, retiraron con
las manos la nieve que cubría una roca que estaba revestida de musgo y
se sentaron encima para descansar. De pronto el adolescente Gotz notó
que sus posaderas estaban resbalando, puso las manos sobre la roca para
subir un poco y sentarse mejor y al sentir la aspereza del musgo entre
sus dedos hizo una mueca de extrañeza, arrancó un poco de aquel supuesto
vegetal, se miró las manos y exclamó: "¡Son pelos de rinoceronte!"
Los cuatro saltaron al unísono como si tuvieran fuego bajo las nalgas,
se dieron la vuelta hacia aquel enorme bulto cubierto de nieve y ante su asombro
comprobaron que efectivamente Gotz tenía razón. Era un gigantesco
rinoceronte lanudo que había sido abatido el día anterior por una manada
de leones de las cavernas, los cuales, tras alimentarse de su enorme
hígado, su bazo, su corazón y sus pulmones, habían dejado el resto del
animal sobre la nieve.
Casi les saltaron las lágrimas de pura alegría por la suerte que
habían tenido. De súbito dejaron de sentir el frío, el corazón latió con
fuerza en su pecho y los músculos se les desentumecieron. Por fin
tenían algo que llevar a la cueva. Empuñaron sus hachas de sílex y tras
mucho esfuerzo consiguieron descoyuntar los huesos de las caderas y
cortar las enormes patas traseras del animal. Cada una de ellas pesaba
más que tres cazadores juntos. Intentaron levantarlas para llevarlas
entre dos, pero no pudieron. El desánimo se apoderó de ellos, y
tristes y abatidos se sentaron sobre las patas del perisodáctilo.
Discutieron un buen rato sobre la manera de llevarlas hasta la
caverna, pero no hallaban ninguna solución, hasta que por fin a Say se
le iluminó el rostro, metió la mano en su talega y sacó dos largas y
resistentes cuerdas de fibras de corteza hábilmente trenzadas por las mujeres. Con
gestos y palabras les explicó su idea, y todos estuvieron de acuerdo.
Ataron una cuerda a una pata por detrás de la pezuña y probaron de
tirar de ella, pero al hacerlo la vuelta de la cuerda se deslizaba por
los dedos del animal y se salía. Por segunda vez se sintieron impotentes
ante el enorme reto de trasladar aquellas dos moles de carne hasta su
hogar.
Se volvieron a sentar sobre las patas del
rinoceronte e intentaron buscar otra solución. El joven Gotz de pronto tuvo una idea, se la explicó a los demás cazadores, y a los tres se les
antojó brillante. Con una afilada hoja de sílex perforaron la piel y la carne de
cada pata por encima de los dedos de la pezuña, metieron un palo entre los huesos del tarso para mantener el
corte abierto, introdujeron un cabo de la cuerda por el agujero, lo
sacaron por el otro lado e igualaron la longitud de los dos cabos. Cada
hombre tiraría de uno de ellos, y así entre los cuatro podrían arrastrar las dos enormes
patas deslizándolas sobre la nieve.
A puesta de sol y sudando copiosamente por el gran esfuerzo a pesar
del frío, consiguieron llegar a su hogar. Ante la entrada de la caverna
llamaron a las mujeres, y entre los ocho arrastraron las dos pesadas
piezas de carne hasta el interior. Los cazadores estaban
exhaustos y se echaron a descansar sobre las grandes pieles de oso que
eran sus lechos. Mientras tanto las hábiles mujeres cortaron la gruesa
piel de una de las patas del animal a la altura de las
articulaciones, descoyuntaron los huesos y la trocearon en porciones más
manejables. Avivaron entonces el fuego de la fogata que calentaba el
habitáculo y, cuando tuvieron las brasas a punto, echaron encima la mitad
de la carne que habían troceado y le fueron dando la vuelta para asarla
uniformemente. Enseguida el aire se llenó del maravilloso aroma de la
tan ansiada comida, y los estómagos de todos los miembros del clan
rugieron en sus vientres. Estaban hambrientos y se sentían desfallecer.
La matriarca no les hizo esperar y en cuanto creyó que la carne ya estaba en su punto exclamó: "¡Comed cuanto queráis!"
La
correosa piel del perisodáctilo se había requemado y resultaba fácil
separarla de la grasa y la carne que había debajo. Al cabo de media hora ya no quedaban
más que los huesos. Las mujeres entonces los volvieron a echar sobre las
brasas, les dieron la vuelta un par de veces, los sacaron del fuego y
los golpearon con grandes piedras para partirlos y llegar así al
delicioso tuétano que era una exquisitez para los kartzams.
Cuando
estuvieron ahítos, las mujeres salieron de la caverna, recogieron nieve
sobre dos grandes pieles de cebro y con ella cubrieron la mitad de la pata que
les había sobrado y la otra que seguía entera. Así se conservarían
durante varios días sin corromperse. Cuando terminaron, los cuatro
hombres y los niños ya estaban roncando, resoplando y soñando felices.
Por fin podían dormir en paz sin sentir los dolorosos retortijones del
hambre.
DÉCIMO QUINTO CAPÍTULO
Al día
siguiente se despertaron todos de muy buen humor. Añadieron leña a la
fogata para reavivar el fuego, echaron sobre las brasas parte de la
carne y desayunaron tranquilamente sin el ansia de la tarde anterior.
Mientras masticaban y saboreaban aquella deliciosa y jugosa pata de
rinoceronte lanudo, las mujeres y los niños miraban a los ojos a los
cuatro cazadores, dándoles las gracias por el alimento a su manera, sin
palabras, en silencio.
Say
seguía queriendo, aunque ya sin pasión, a la que había sido su hembra y
le había dado seis hijos, la ahora matriarca Nelut. Gracias a ella
ahora era feliz emparejado con Tzah, el drimish del clan. Laram también
era feliz compartiendo su lecho con las fogosas gemelas hummolt, y el joven
Gotz, con solo catorce primaveras, ya había fecundado a su hembra Yunmá y
sería padre en primavera. Los ocho niños del clan crecían a buen ritmo
sin demasiados sobresaltos, y la paz y la felicidad reinaban en el valle
de las encinas.

Tras
el contundente desayuno los dieciséis miembros del clan estuvieron unas
horas conversando animadamente y bromeando con los niños, hasta que
de pronto sintieron la curiosidad de asomarse al exterior y comprobaron
con tristeza que la ventisca continuaba soplando con la misma intensidad
que el día anterior. De momento tenían carne para una semana y pensaron
con alivio que tal vez para entonces ya habría terminado el mal tiempo.
Cuando se disponían a retornar al calor y la seguridad de la caverna,
el fino oído de veterano cazador de Say percibió lo que parecía un
llanto humano que procedía del cercano bosque.
—¡Tzah, Laram, venid conmigo! —les ordenó en voz baja señalando con la vista hacia el origen del extraño ruido.
—¡Esperad! Antes de salir debéis coger las armas y vestiros adecuadamente —les advirtió la prudente matriarca.
Unos
minutos más tarde los tres hombres se adentraban en el encinar, encarando
el lancinante viento y el bombardeo de los grandes copos de nieve que
les martilleaban la cara y les enharinaban el gorro de piel de lobo. El frío era
espantoso y no conseguían ver nada a más de cuatro pasos. Volvieron a
escuchar el llanto que esta vez se les antojó más lastimoso, semejante a
un desesperado lamento. Lo que más les sorprendió fue que parecía de hombre. Unos
diez pasos más adelante apareció ante sus ojos un extraño bulto gris
cubierto de nieve.
—¿Sois kartzams? —preguntó Say, tras dudar unos segundos.
—Sí,
lo somos —le respondió una voz grave de varón con un acento algo
diferente al de los habitantes del valle pero perfectamente comprensible
para ellos.
Los
tres hombres se aproximaron al extraño bulto y comprobaron con sorpresa
que se trataba de toda una familia cubierta con una gran piel de oso de
las cavernas a modo de paraguas. La sostenía con sus robustos brazos un
hombre corpulento de pelo y barba rojizos, piel clara y unos llamativos
ojos verdiazules humedecidos por las lágrimas, que se habían congelado en las pestañas. Sin duda se trataba de
un mestizo entre kartzam y hummolt, como la misma Nelut.
—¿Necesitáis ayuda? —le preguntó Say con voz afable, mirándole a los ojos.
—Sí,
estamos perdidos desde hace varios días y mis hijos se están muriendo de hambre y frío —le respondió con voz quebrada.
A
sus pies se veían dos mujeres kartzam
arrodilladas sobre la nieve sosteniendo en su regazo cada una de ellas a
un bebé de pocas lunas. Tendido en el suelo entre las piernas del que supusieron que era su padre había un niño de
unas cuatro primaveras que estaba agonizando. Solo su débil aliento que se condensaba por el
frío revelaba que todavía respiraba.
—Venid con nosotros. Nuestra cueva está aquí cerca —le propuso diligente y hospitalario el jefe de los cazadores.
Say se
apresuró a coger en brazos al niño agonizante y corrió hacia la caverna
con la esperanza de reanimarlo con el calor de la fogata. Tzah y Laram
ayudaron a las mujeres a ponerse de pie y seguidos por el hombre
mestizo, que llevaba el nombre hummolt de Iriat, se adentraron en la caverna.
—Nelut, hemos encontrado una familia de kartzams perdida en el bosque.
Este niño está agonizando por el hambre y el frío. Debemos calentarlo
enseguida o morirá —le dijo poniéndoselo en los brazos.
La
matriarca lo acostó sobre una cálida piel de lobo a unos palmos de
la fogata y le masajeó enérgicamente las manitas, los brazos y las
piernas para que entrase en calor, pero el pequeño ya había fallecido.
Nelut levantó la cabeza entristecida, buscó con sus ojos los de la que
supuso que era la madre del niño y movió la cabeza apesadumbrada. La
siempre sorprendente Yunmá, que sin duda atesoraba una gran sabiduría,
se arrodilló presurosa al lado de Nelut y, ante el asombro de todos,
inspiró una gran bocanada de aire, puso su boca sobre la del niño y se
lo insufló con todas sus fuerzas, y así una y otra vez hasta que de pronto el que creían muerto emitió un casi inaudible quejido y empezó a
tiritar. Parecía querer llorar pero no tenía fuerzas para hacerlo.
Su madre, con su benjamín
en brazos, había observado angustiada y en silencio las extrañas
maniobras de reanimación de Yunmá y, cuando vio que su hijo mayor
revivía, enloqueció de alegría, puso su bebé en brazos de Ritzah, se
arrodilló junto a Yunmá y besó a su primogénito llorando ruidosamente.
Luego posó su mano derecha sobre la cabeza de la salvadora de su hijo en señal de agradecimiento y ya más serena levantó los
brazos hacia el techo de la caverna.
—¡Oh poderosos espíritus de los
antepasados de los kartzams, que veláis por nosotros desde la luna y las estrellas,
yo os doy las gracias por haber escuchado mis súplicas! —exclamó con
voz temblorosa.
El corpulento Iriat, que sin duda era su
macho y el padre del niño, se arrodilló a continuación a su lado, cogió a su hijo en brazos, lo levantó por encima de su cabeza y cerró los ojos.
—¡Oh poderosos espíritus
de mis antepasados hummolt, que habitáis eternamente en los troncos de
los árboles del bosque velando por nosotros, yo os doy las gracias por
haber devuelto la vida a mi hijo Guntzé!
Unos
minutos más tarde los dieciséis miembros del clan del valle de las
encinas y sus seis nuevos amigos celebraban una gran fiesta de
bienvenida sentados alrededor de la fogata. Los recién llegados estaban
hambrientos y se sentían desfallecer. Nelut no les hizo esperar y les
ofreció las primeras porciones de carne de rinoceronte nada más asarse.
El pequeño Guntzé estaba recostado entre los muslos de su corpulento
padre. Continuaba bastante aturdido, pero ya no temblaba. Miraba la carne
con ojos famélicos, y en cuanto Iriat le puso un trozo en la mano la devoró con desespero. Luego, ya reanimado, les observó a todos con
curiosidad uno a uno y les regaló una dulce sonrisa. Un día se
convertiría en un hombre tan fuerte y corpulento como su padre,
mezclaría su sangre híbrida con una de las hijas de Say y Nelut y sería
nombrado jefe de los cazadores por la matriarca. Tenía una larga vida
por delante.
DÉCIMO SEXTO CAPÍTULO
Aquel
invierno de pesadilla había obligado a Iriat a emigrar con su familia
hacia el sur. Su caverna se encontraba a diez jornadas de camino hacia
el norte en un lugar muy montañoso donde no llegaba la cálida influencia
del mar como ocurría en el valle de las encinas. Iriat tenía que cazar
solo y en aquellas condiciones tan adversas le resultaba muy difícil
conseguir alguna pieza.
Tres
primaveras atrás había tenido que abandonar su clan por haberse
enfrentado a la vieja matriarca, que odiaba a los mestizos por llevar
sangre hummolt. Tres hermanas de la anciana y dos de sus primos, a los
que ella adoraba, habían sido raptados cuando eran solo chiquillos por
los temibles hombres blancos del bosque, que andaban escasos de mujeres
jóvenes y atacaron al clan de kartzams para abastecerse de niñas. Al ir
vestidos de la misma manera con gruesas pieles por ser invierno,
creyeron que los dos varones, de solo cuatro primaveras, eran también
hembras y se los llevaron a su caverna. Cuando se dieron cuenta de su
verdadero sexo, sus mujeres ya se habían encariñado con los dos
pequeños, que eran mellizos y los defendieron como leonas para que no
los matasen. Con el tiempo acabaron siendo aceptados por los machos y se
convirtieron en dos cazadores más. Tuvieron hijos con dos hembras
hummolt y con alguna de las hijas mestizas de sus primas y a su muerte
dejaron una numerosa descendencia híbrida. La matriarca, pues, llevaba
el doloroso recuerdo del secuestro de sus hermanas y sus primos tan
metido en el alma que
aborrecía todo lo que le recordaba a los hummolts. Ella ignoraba que el
mestizo que tanto odiaba era en realidad el nieto de la mayor de sus
hermanas.
Iriat
había sobrevivido al ataque de una manada de diez leones de las
cavernas cuando era solo un chiquillo que rondaba las trece primaveras.
Las fieras habían entrado en su cueva de madrugada estando él ausente. Solo unos pocos minutos antes había salido a buscar agua a un riachuelo
cercano, para saciar la sed de
varios miembros del clan, la mayoría de ellos mestizos, que habían
enfermado de unas fiebres extrañas.
Cuando volvía con un pellejo de corzo lleno a rebosar de agua, vio a lo
lejos a las gigantescas bestias que salían de la cueva con el hocico
ensangrentado, ahítas de carne
humana tras devorar a todos los miembros del clan, y un escalofrío
recorrió su espinazo. Con lágrimas en los ojos y un nudo de angustia que le atenazaba la garganta y lo ahogaba entró en la caverna y se encontró con el macabro
espectáculo. Al reconocer la cabeza de su madre, que los leones habían
despreciado devorando el resto de su cuerpo, lanzó un desgarrado alarido
de horror y pena, que hizo temblar las paredes de la gruta, y salió
corriendo
llorando desconsolado.
Anduvo
perdido por el bosque varios días vagando sin rumbo y alimentándose de
hierbas y frutos silvestres, huevos de pájaros y alguna culebrilla cruda,
hasta que cayó enfermo. Ardía de fiebre. Las piernas le flaqueaban. Se sentó con el dorso apoyado en el tronco de una vieja encina. Tosía sin sosiego. Se ahogaba. Al poco perdió el
conocimiento y quedó tendido en el suelo bajo la copa del varias veces centenario árbol. A ratos despertaba, abría los ojos y veía un enorme búho real que le
miraba con sus grandes ojos anaranjados. Creía estar soñando con los espíritus del bosque de sus antepasados hummolt. El ave
tenía su nido allí mismo sobre la cruz de las ramas del árbol.
Al día
siguiente, por la tarde, continuaba echado sobre la mullida hojarasca que
cubría el suelo. Había intentado levantarse varias veces, pero no había
podido. Estaba sumido en un estado estuporoso cercano al coma. Tras casi
dos días sin comer ni beber, ardiendo de fiebre y a merced de las
feroces alimañas que abundaban en el bosque debería estar ya muerto,
pero su fortaleza híbrida y su destino le mantenían con vida.
Los
espíritus de sus antepasados kartzam y hummolt se apiadaron de él,
unieron sus voluntades y sus poderes y llevaron hacia la vetusta encina a
un grupo de cazadores kartzam que volvían a su caverna cargados con un
buey almizclero. Al ver al chiquillo inconsciente y tendido en el suelo
no dudaron en socorrerle, y uno de los hombres lo cargó sobre sus hombros como si fuera un cervatillo y lo llevó hasta
la cueva. La hechicera del clan, de nombre Uhuha, preparó un brebaje
con hierbas, raíces y cortezas y se lo dio a beber a pequeños sorbos,
que el chiquillo tragaba de una manera automática al sentir el líquido
en la boca, como si de saliva se tratase.
En
la madrugada del día siguiente abrió los ojos ya sin fiebre y se
encontró con el rostro de la hechicera. Sus grandes ojos de
lechuza maquillados con carbonilla negra de saúco le asustaron y quiso
levantarse para huir, pero la anciana puso su poderosa mano sobre su
pecho, le miró fijamente a los ojos en silencio y el pequeño Iriat sintió de pronto una gran
paz y dejó de temerla. Desde aquel día se pegó a la anciana mujer como si
fuera su madre, hasta el punto de llamarla por ese nombre y dormir a su
lado bajo la misma manta de piel de buey almizclero. Uhuha se encariñó
con él y le ayudó a adaptarse a su nueva familia de kartzams, enseñándole
su lengua y sus costumbres. Iriat no había conocido a su bisabuela kartzam y
solo hablaba el gutural idioma de los hummolts.
Unas
pocas primaveras después se había transformado en un joven alto, fuerte y
fornido, de una extraña belleza híbrida que impresionaba a las hembras.
Uhuha le emparejó entonces con una de sus nietas para que pudiera
descargar su virilidad y al cabo de nueve lunas nació el pequeño Guntzé.
Transcurrió
otra primavera y en la vida de Iriat seguía reinando la paz, hasta que
una fría noche de invierno la poderosa hechicera, su madre adoptiva,
falleció mientras dormía y entonces, al perder a su protectora, el
mestizo quedó a merced de la matriarca, que dio rienda suelta a su odio
contra todo lo que le recordaba a los hummolts y un día le provocó
adrede para que entrase en cólera.
—Los hummolts apestan a hiena, no comprendo como puedes yacer con tu
macho —le dijo a la nieta de Uhuha, su hembra, de nombre Hyppa,
procurando que él la oyese.
Iriat
se ofendió tanto ante aquella perversa calumnia que perdió el control y estuvo a punto de
abalanzarse sobre la anciana para agredirla, pero por suerte se contuvo a
tiempo. De no haberlo hecho, habría sido ajusticiado sin piedad por los
demás machos. Los kartzams defendían a la matriarca con su vida. Para
ellos era un ser sagrado, intocable. Sus palabras eran ley.
Temblando de rabia, impotencia e indignación
bajó la cabeza, tragó saliva, se le llenaron los ojos de
lágrimas e hizo ademán de marcharse hacia el interior de la caverna.
—¡Recoge tus armas y vete! —le ordenó la malvada matriarca, sin saber que estaba echando a su sobrino-nieto.
Él acató la orden sin rechistar. Entró en la caverna acompañado por su hembra que llevaba
en brazos al pequeño Guntzé, cogió su manta de oso de las cavernas que
calentaba sus noches, su hacha de sílex, su lanza de cuerna de ciervo,
su talega con una piedra de pedernal y yesca de hongo negro para
encender fuego y un par de cuchillos de sílex, y emprendió el camino del
exilio con su familia.
Cuando se adentraban en la espesura del bosque,
Frimet, la hermana gemela de su hembra, les esperaba escondida tras unas
matas.
—¿Puedo ir con vosotros? —les suplicó.
La
muchacha estaba perdidamente enamorada de Iriat. Su hermana lo sabía desde hacía tiempo,
no era nada celosa y dejaba que yaciera con él en una gruta cercana a
escondidas de su macho.
—¡Ven! —le contestó Hyppa, encantada de llevarse consigo a su gemela.
—Su
macho y los demás hombres me van a perseguir a muerte por arrebatarles a
una hembra. Mejor que se quede —le advirtió Iriat, que no quería
tener más problemas con el clan.
—Caminaremos deprisa y para cuando se den cuenta ya estaremos muy lejos y
no nos alcanzarán —le aseguró su hembra, mirándole a los ojos con
gesto suplicante.
—De acuerdo, que venga pues.
Al cabo
de unas horas ya habían perdido de vista el valle que había sido su
hogar. Ante sus ojos aparecieron unas montañas muy altas con las cimas
cubiertas de nieve y sus laderas vestidas con un tupido manto verde de
encinas, robles y abetos, y entonces Iriat exclamó: "¡Hemos llegado!"
Encontraron
una gruta donde guarecerse y la convirtieron en su nueva morada. Allí las dos
gemelas parieron a sus bebes al cabo de nueve lunas. Sus apacibles vidas
parecían de ensueño, hasta que de súbito cambió el clima, vino una ola
de frío glacial que lo cubrió todo con una gruesa capa de nieve, los
animales de caza se esfumaron, y no les quedó más remedio que emigrar
hacia el sur en busca de tierras más cálidas. Fue entonces cuando se
perdieron a causa de la ventisca y vagaron sin rumbo durante días, alimentándose de las pocas
bellotas, nueces, avellanas y acebuchinas secas que habían podido recolectar unos meses atrás.

Cuando
sus reservas se agotaron, el valiente Iriat se acobardó, perdió la
esperanza y se echó a llorar de impotencia, mientras a sus pies, bajo
el paraguas de piel de oso de las cavernas que sostenía con sus brazos, agonizaba de hambre y frío su adorado hijo Guntzé.
Los
espíritus de sus antepasados hummolt y kartzam volvieron a apiadarse de
él, unieron sus voluntades y sus poderes para salvar a su familia de una
muerte segura y lanzaron hacia el fino oído de cazador de Say el llanto
desesperado del fornido mestizo.
DÉCIMO SÉPTIMO CAPÍTULO
Iriat
nunca antes había visto a un drimish. Entre los hummolts no existían los
hombres-mujer y en el clan de kartzams que lo acogió cuando era solo un
chiquillo tampoco los había. Con curiosidad casi infantil seguía con la
mirada a Tzah y sonreía en silencio. Le hacía mucha gracia su voz
afeminada, su rostro maquillado con arcilla de vivos colores, su barba
recortada al mínimo con un cuchillo de sílex a fin de parecerse lo más
posible
a una hembra, sus gestos suaves carentes de la rudeza de los machos y
sobre todo sus grandes ojos negros que le miraban con descaro llenos de
deseo. Iriat era hermoso, muy hermoso. Su fornido cuerpo rebosaba
virilidad y para un drimish era una tentación irresistible.
Tzah amaba profundamente a Say y por nada del mundo le sustituiría por Iriat, pero
yacer aunque solo fuera una vez con aquel atractivo hombretón pelirrojo
de fascinantes ojos verdiazules, piel blanca manchada de pecas, nariz
poderosa, labios carnosos y voz profunda y varonil sería una experiencia
tremendamente excitante.
Al día
siguiente de la llegada del mestizo y su familia el temporal de frío y
nieve amainó y el sol se atrevió a asomarse en el horizonte. La
matriarca Nelut lo consideró un buen presagio y
quiso ofrecer una gran fiesta de bienvenida a los recién llegados.
Durante todo el día los miembros del clan, incluidos los niños,
recogieron abundante leña seca en el bosque cercano y la amontonaron en
el interior de la caverna. Y
para tener a mano agua fresca con la que saciar la sed que les
ocasionaría la opípara cena de asado de rinoceronte lanudo de aquella velada, llenaron de nieve dos grandes pellejos de bucardo y los situaron cerca de la fogata para que se fuera derritiendo.
A media tarde las mujeres despellejaron, deshuesaron y trocearon la
carne de media pata del gigantesco perisodáctilo y la colocaron sobre
una
gran piedra ligeramente cóncava. Siguiendo las instrucciones de la
siempre sorprendente Yunmá le echaron sal de roca, tomillo y romero y
dejaron que se adobase durante varias horas hasta la puesta del sol.
Yunmá
se había criado en un clan formado por miembros de dos pequeños grupos
de kartzams, que dos generaciones atrás habían decidido unirse para ser
más fuertes y evitar la temida endogamia que amenazaba a los clanes
pequeños con la extinción. No solo habían unido sus fuerzas y su sangre,
sino también sus conocimientos. Fue así como aprendieron unos de otros a
condimentar la carne con sal de roca y hierbas de agradable olor para que supiera mejor, a
pintar cazadores con sus armas y sus presas en las paredes del interior
de la caverna para atraer la caza e invocar a los espíritus de sus
antepasados, a confeccionar cálidas vestimentas con mangas y perneras
para soportar mejor el frío glacial del invierno, a
preparar bebedizos con hierbas, raíces y cortezas para sanar a los
enfermos y otras muchas cosas útiles que hicieron sus vidas más cómodas y
agradables y, en definitiva, les ayudaron a sobrevivir.
Como
drimish, Tzah tenía la misión de amenizar la velada y se preparó
concienzudamente para hacer un buen papel en una celebración tan
especial. Unos pocos días atrás la habilidosa Yunmá había recordado cómo su añorado tío drimish Naunei
hacía sonar una flauta de hueso en las fiestas de su extinto clan y le
había fabricado una muy bonita a Tzah, ahuecando un hueso largo de rebeco y
practicándole tres agujeros con la ayuda de una dura punta de sílex a modo de taladro.
Tras probarla muchas veces y retocarla para afinarla otras tantas,
consideró que por fin sonaba bien y se la regaló a Tzah aquella misma
mañana.
Fue
el mejor regalo que jamás le habían hecho. Con la flauta en las manos
intentó hacerla sonar y al escuchar la hermosa música que salía de ella, se
emocionó tanto que casi le saltaron las lágrimas. En el clan del valle
del sol naciente donde se crió
nadie conocía este maravilloso instrumento de hueso, solo el de madera
lleno de piedrecillas.
Tzah
estuvo
toda la tarde dando vueltas por el cercano encinar haciendo sonar la
flauta, hasta que por fin logró componer una sencilla y hermosa melodía y
la repitió muchas veces para memorizarla. Estaba tan fascinado con su
nuevo instrumento que no sentía el frío.
A puesta de sol entró en la caverna y le pidió a su hermana Nelut que le maquillase el rostro con arcilla amarilla
y el contorno de los ojos y los labios con arcilla roja. A continuación
rodeó su cuello con un collar de piedrecillas de colores, se sujetó su negra
cabellera con un turbante de piel de conejo y cubrió sus hombros con su
vistosa piel de hiena manchada, como habían hecho siempre los drimish.
Yunmá le observaba con cara risueña sin perder ningún detalle. De pronto se emocionó, sintió una punzada en el corazón, se le humedecieron los
ojos y recordó con nostalgia a su tío Naunei. Tzah se parecía tanto a
él...
Cuando
los últimos rayos del sol poniente se horizontalizaron y penetraron
hasta lo más profundo de la caverna, Nelut supo que había llegado la
hora de iniciar la fiesta y les llamó a todos alrededor de la fogata.
Habían clavado tres antorchas de tea de pino encendidas en otros tantos
agujeros de las paredes de la cueva y colocado un amplio círculo de
piedras planas en el suelo alrededor del fuego. Sobre ellas se sentaron los adultos y
los niños más mayores, salvo los bebés de las dos hembras de Iriat que
sus madres sostenían en su regazo.
Iriat,
Say y Laram ayudaron a Yunmá a colocar sobre las brasas la gran piedra
cóncava a modo de bandeja, que contenía la carne adobada de rinoceronte
para que se asase. A
los pocos minutos el aire del interior de la caverna se llenó con el
delicioso aroma que
desprendían aquellas viandas y los estómagos de los miembros de aquel
abigarrado clan de kartzams, hummolts y mestizos rugieron famélicos en
sus vientres.
El
rinoceronte adobado con hierbas aromáticas les supo a gloria, y ya ahítos
y de muy buen humor animaron a Tzah con palmadas a salir a amenizar la
velada. El drimish empezó cantando la más antigua y sencilla de las canciones de los kartzams.
Oh, oh, oh,
Gran Espíritu,
los kartzams te invocamos.
Oh, oh, oh,
Gran Espíritu,
protege a nuestro clan.
El
espectáculo que les ofreció a continuación se les antojó precioso,
fascinante, mágico, y de repente se sintieron inmersos en un sueño
maravilloso que les llenó de felicidad. La sombra del drimish cantando
antiguas canciones de los kartzams y
bailando alrededor de la fogata se proyectaba multiplicada por tres
sobre las paredes de la caverna por el efecto de las tres antorchas y
parecía el baile de los espíritus de
sus antepasados drimish que habían acudido a la fiesta a acompañar a
Tzah. La hermosa música de la flauta y del instrumento
de madera, que el hombre-mujer hacía sonar a la vez de forma acompasada,
hacía todavía más emocionante la representación. La gruta tenía una
sonoridad extraordinaria.
Esta
vez Tzah no se contoneó lascivamente ni guiñó el ojo a los varones más
apuestos para yacer con ellos como solían hacer los drimish. Iriat, sus
dos hembras y el pequeño Guntzé le observaban boquiabiertos, casi en
éxtasis,
cautivados por la hermosura del espectáculo. Jamás habían presenciado
nada
parecido. De pronto Tzah se fijó en los ojos brillantes de su amado Say,
que le miraba fascinado y lleno de amor, y sintió tanta ternura por él
que se prometió a si mismo que jamás le sería infiel. Desde aquel día
dejó de mirar con deseo a Iriat y se sintió feliz por la inmensa suerte
de tener a su lado al más bueno y hermoso kartzam que jamás haya
existido.
Transcurrieron
varias lunas y llegó por fin la tan ansiada primavera. El bosque se
llenó de riachuelos juguetones que bajaban serpenteando y dando saltos
desde las altas cimas cubiertas por la nieve, que se derretía poco a
poco calentada por los rayos del sol; las yemas de los árboles se
abrieron y cubrieron el dosel del bosque de un brillante y renovado
manto verde;
los pájaros regresaron piando felices desde el más cálido continente
del sur, y el valle de las encinas volvió a ser de nuevo un paraíso de
ensueño lleno de vida. La ola de frío glacial que había durado más de
siete años parecía haber llegado a su fin.
Iriat
acompañaba a los hombres en su búsqueda diaria del sustento del clan.
Era mucho mejor cazador que Say. Conocía ardides de caza tan
sorprendentes y efectivos que el hasta entonces jefe de los cazadores
reconoció su superioridad y le cedió con humildad y admiración el puesto
de líder. Con Iriat ya no volvían a la caverna con las manos vacías.
Siempre conseguían cazar alguna presa, aunque solo fueran unas pocas
culebras o un par de lagartos verdes. Con la sagacidad y el arrojo del valiente mestizo se
atrevían incluso a abatir grandes presas como bisontes, caballos,
cebros, bueyes almizcleros y rinocerontes lanudos y muy de tarde en
tarde,
sobre todo si por azar se topaban con ellos, osaban enfrentarse a
gigantescos osos y leones de las cavernas y a manadas de lobos, perros
rojos y hienas manchadas, más que por su carne por sus cálidas pieles
que tanto necesitaban para soportar el frío del invierno. Por supuesto
si tenían la suerte de encontrar un cadáver fresco de un animal a medio
devorar abatido por las fieras, no se andaban con remilgos y se lo
llevaban también para su hogar. La carne era alimento, sin importar
quien la hubiera cazado.
Aquella mañana habían
dado muerte a un par de corzos con sus lanzas de cuerna de ciervo tras rodear y
sorprender a una manada de estos pequeños ungulados. Say y Laram se los
cargaron sobre sus hombros y al notar su peso pensaron que tenían ya
suficiente carne para alimentar a los veintidós miembros del clan
durante al menos dos días.
En el camino de vuelta Iriat
escuchó lo que creyó débiles gruñidos de un lobezno, se acercó a la
fuente del ruido y se encontró con una camada de cachorros de unas tres
semanas, que esperaban la vuelta de sus padres escondidos en la
madriguera situada bajo un gran árbol caído. Enseguida le vino a la
mente su hijo Guntzé y decidió coger una preciosa hembra albina para
llevársela como un juguete para su hijo.
—¡Guntzé, mira lo que te traigo! —le dijo dándole la cachorra, que
todavía no había desarrollado el miedo al hombre y se mostraba mansa y
confiada. Hacía solo una semana que había abierto los ojos.
—¡Qué bonito es, padre! —exclamó el niño mirándole la carita a la
lobezna—. Es una hembra, ¿verdad? —añadió al fijarse en la ausencia de
un pene en su bajo vientre.
—¿Cómo la vas a llamar?
—Pues no sé, padre. Dime tú un nombre.
—¿Que te parece Eimet, la hija del árbol caído?
El
niño ya no podía ser más feliz, y su padre todavía más que él. Quería a
su primogénito con verdadero delirio. Guntzé esperó con ansia a que las mujeres
evisceraran a los corzos para que le dieran un trocito de hígado para su
lobezna. El animalito lo devoró en un santiamén con sus dientecitos
de leche y pidió más. Entonces Hyppa, la madre de Guntzé, cortó un
pedazo grande de la grasa que rodeaba los riñones del corzo y se lo dio a
la cachorra. Esta vez tardó un poco más en devorarlo. Se relamió el
hocico, movió la colita y pareció haber quedado saciada. A Iriat le
brillaban los ojos y sonreía en silencio, observando la felicidad de su
hijo con el corazón henchido de amor y orgullo de padre.
Transcurrieron
varias lunas y llegó el verano, que por suerte fue más cálido que los
anteriores. La vida bullía en el bosque de encinas con las nuevas crías
que habían nacido en primavera. Abundaba la caza, y a los hombres les
era suficiente con recorrer un corto trecho por el interior del valle
para sorprender a alguna pieza y darle muerte. La mayoría de días
volvían a la caverna a media mañana y permanecían ociosos el resto de la
jornada, a ratos dormitando en el interior de su fresco hogar, a ratos
observando a las mujeres en su trajín diario de eviscerar, despellejar y
trocear los animales y curtir las pieles embadurnándolas con sal de
roca, a ratos jugando con sus hijos y narrándoles fantásticas historias
de caza de bestias terroríficas, que los niños escuchaban boquiabiertos y
asustados con los ojos como platos.
Al pequeño Tariuk, el benjamín de Say y Nelut, no le gustaban aquellas violentas historias de
pesadilla y prefería acompañar a su tío drimish en sus tareas cotidianas de
hombre-mujer: fabricar con destreza afilados cuchillos de sílex capaces de cortar limpiamente un pelo al aire; desecar
y luego deshilachar los largos tendones de las patas de los bisontes,
caballos, cebros y rinocerontes lanudos, para obtener hilos muy resistentes con los que
coser las pieles y atar firmemente las puntas de sílex al palo de las lanzas y al mango de las hachas; buscar ramas secas de pino de un cierto grosor y
quitarles la corteza y la madera blanca más externa con la ayuda de un
hacha de sílex, hasta dejar a la vista el duramen rojo rico en resina con la finalidad de abastecer al clan de antorchas de tea de pino; vigilar y proteger de los peligros a
los niños, contarles las entrañables historias de los antiguos kartzams, enseñarles
juegos y canciones acompañándose con la flauta de hueso de rebeco y el
instrumento de madera y en definitiva cualquier actividad que no tuviera
una relación directa con la caza, que estaba reservada a los hombres,
ni con descuartizar los animales y curtir sus pieles, así como tampoco
con la confección de prendas de vestir ni con la recolección de frutos,
semillas, hierbas y tubérculos, todas ellas tareas reservadas a las
mujeres, además de parir y criar a los hijos.
Tanto Nelut como su hermano Tzah tenían la certeza de
que el pequeño Tariuk un día se convertiría en el nuevo drimish del
clan. Su madre lo había intuido al acogerlo en su regazo por primera vez
después de parirlo. No solo no le importaba sino que tal vez
precisamente por ello le tenía un cariño muy especial. Sin ninguna duda era
el preferido de sus seis hijos. Sabía que cuidaría de ella, de su padre
Say y de su adorado tío Tzah en su ancianidad, con mucha más dedicación y
amor que sus cuatro hijas.
DÉCIMO OCTAVO CAPÍTULO
Aquella
madrugada de finales de verano Say notó enseguida que había refrescado.
Desde su cálido lecho de piel de oso de las cavernas dirigió sus ojos
hacia la salida de la cueva y comprobó que estaba lloviznando. Diminutas
gotas caían mansamente, silenciosas, como si de una niebla gruesa se
tratase, mojando por primera vez tras varios meses de sequía las sedientas hojas de las plantas de aquel valle de ensueño. De un día para
otro el verano había finalizado y había empezado el desapacible otoño.
—Llueve —le susurró al oído a su drimish, que dormía como un lirón abrazado a él.
—Se acabó el buen tiempo, pues —le contestó Tzah con resignación tras
largos segundos, los que necesitó para despertarse y procesar la escueta
información de Say.
—Y pronto volverá a escasear la comida —dijo con tristeza el veterano cazador, mientras se calzaba sus resistentes y cálidas botas de piel de bisonte, que solía dejar cerca de la fogata, para que se secasen durante la noche y estuvieran calientes al ponérselas por la mañana.
—¿Saldréis a cazar hoy? —le preguntó su amado drimish después de
inspirar profundamente el aire fresco cargado de humedad del interior de
la caverna.
—Sí, ya no queda carne.
—¿Puedo acompañaros? Hace ya mucho tiempo que no salgo de caza contigo.
—Claro que puedes. Tu eres tan buen cazador como nosotros —le aseguró Say.
Al
rato se levantaron muy animados. A ambos les hacía mucha ilusión salir
de caza juntos. Say despertó a los demás cazadores y, tras vestirse con
sus pieles, salieron todos juntos de la cueva. Seguía lloviznando, pero a lo
lejos, hacia levante, se veía el cielo despejado y todo indicaba que las
nubes pronto se desplazarían hacia poniente y en el valle de las encinas brillaría el sol.
Iriat,
el líder de los cazadores, observó con atención la dirección que seguía
el frente nuboso, husmeó el aire a diestro y siniestro y a continuación
miró a Say a los ojos, ambos se leyeron el pensamiento y al unísono
señalaron con la cabeza hacia el sur, hacia el sol del mediodía. Como
veteranos cazadores acostumbrados a entenderse solo con gestos y miradas
sobraban las palabras.
Raramente
tomaban esa dirección, pues hacia allí el exuberante bosque era
sustituido por un agreste y árido matorral donde escaseaban los grandes
animales y solo abundaban los conejos, las liebres, las perdices rojas, los lagartos ocelados y las palomas torcaces. Algo
desconocido, una intuición o tal vez el misterioso e ineludible destino,
les impulsó a coger el camino del sur.
La habilidosa Yunmá había fabricado una honda para cada uno de los
cazadores y les había enseñado a manejarla. Esta sencilla arma consistía
en una larga tira de resistente y maleable cuero de venado y
era desconocida tanto por Say como por Iriat. Todavía no la habían
probado y aquel terreno llano cubierto de arbustos era ideal para la
caza con
honda. Por el camino recogieron cantos rodados del lecho de un torrente
seco y se los guardaron en la talega de piel de corzo que todos ellos
llevaban colgada de la cintura.
A lo
lejos, en el bosque de encinas, se escuchaba la berrea otoñal de los
enardecidos venados y los contundentes topetazos de sus ramificadas
cornamentas que rompían la paz y el bucólico silencio de aquellos vastos
parajes.
Laram fue el primero en
disparar con su honda a un conejo que acababa de avistar tras una jara,
pero falló. El animal simuló no haberse enterado y permaneció acurrucado
con las orejas gachas. Entonces Iriat probó suerte e hizo rodar su
honda sobre su cabeza con tal potencia que el proyectil de piedra silbó
al cortar el aire en su trayectoria hacia el conejo y le dio de lleno en
la cabeza. No se lo podía creer. Estaba fascinado con su nueva arma.
Sus compañeros no se habían perdido ningún detalle y estaban tan
fascinados como él. Gotz fue el siguiente en lanzar un canto rodado
contra una perdiz. El ave levantó el vuelo justo en el momento del
disparo y el proyectil solo le rozó un ala. Y así uno tras otro
estrenaron su respectiva honda, unas veces con suerte y otras sin ella,
hasta que llegaron al borde de un escalofriante acantilado, y ante sus
ojos apareció algo grandioso que nunca antes habían visto, el mar. Su
corazón latió alocadamente en su pecho, su respiración se aceleró y sus
ojos brillaron embelesados ante aquel maravilloso espectáculo. Estaban
tan extasiados que acabaron sentados sobre las rocas, en silencio,
interpretando a su manera y asimilando lo que veían por primera vez en su vida.

—¡Quiero bañarme en el agua de esta gran poza! ¿Vienes conmigo, Tzah? —exclamó de pronto Say
rompiendo el silencio y alargándole
la mano.
El
drimish titubeó durante unos segundos, dirigió alternativamente su
mirada varias veces hacia su amado y otras tantas hacia el mar, inspiró
profundamente y se decidió.
—¡Vamos! —le respondió asiéndole la mano.
Descendieron
por una amplia y empinada grieta que partía en dos el acantilado,
mientras los otros tres cazadores les observaban boquiabiertos sentados
en lo alto del precipicio, y ahí abajo se encontraron con una pequeña
cala. Las
espumosas y ruidosas olas iban y volvían acariciando la finísima arena
blanca y eso les asustó. Pensaron que el mar tenía vida propia, que se
los quería tragar. El drimish era el más reacio a meterse en el agua.
—Vamos, Tzah, entremos juntos.
—De acuerdo, pero no me sueltes la mano ni te separes de mí. Esta poza tan grande y tan azul que no para de moverse me da mucho miedo.
Sin
dejar de mirarse a los ojos se quitaron el chaleco de
piel de ciervo, las botas de piel de bisonte y el calzón de piel de
lince, que eran su vestimenta de verano, y ya desnudos Say asió la mano
de Tzah y con pasos titubeantes se
acercaron a las olas. El agua conservaba el calor del verano y al
mojarles los pies se les antojó muy agradable, como una cálida caricia. Poco a
poco se adentraron en el mar. Les sorprendían los golpes de las olas y
con cada uno de ellos daban un pequeño salto. A Say le pareció
muy divertido y se echó a reír a carcajadas mirando la asustada cara de
Tzah. De improviso le lanzó agua a la cara con la mano, el miedo se
esfumó y empezó el juego entre aquellos dos hombres que se amaban con
delirio.
Iriat, Laram y Gotz sintieron envidia y
acabaron uniéndose a ellos. El agua estaba calentita y olía muy bien,
aunque les sorprendió que estuviera salada. Aquella cala era un paraíso.
Ninguno de los cinco hombres recordaba haber sido antes tan feliz.
Parecían niños grandes y velludos jugando a echarse agua a la cara y a
perseguirse. Era todo tan agradable, tan placentero...
Tzah
no pudo evitar fijarse en los genitales de Iriat, que se habían
encogido a su mínima expresión con el frescor del agua, y sonrió en silencio pensando que no se
había perdido nada al renunciar a seducirlo para yacer con él. Los demás
hombres no se fijaban en estas zarandajas de drimish. A Say tampoco le
importaban. Veía a Tzah como a una hembra en el cuerpo de un varón y
como a una hembra lo trataba y amaba. Era simplemente un macho que se
había enamorado de la extrema feminidad de un drimish.
Tzah ignoraba que los varones hummolt se habían adaptado hasta
tal extremo al persistente frío glacial del gran continente blanco a lo
largo de miles de generaciones, que su miembro viril, antaño tan largo
como el de los kartzams, se había ido reduciendo poco a poco para
protegerse de la congelación.
Los cinco hombres estuvieron
metidos en el mar más de dos horas y ninguno de ellos se animaba a
salir. Estaban tan a gusto... Iriat de pronto se puso serio, recordó sus
obligaciones de cazador y dio la orden de volver al trabajo. Para no
ponerse sus vestimentas sobre la piel mojada se pasearon un rato
desnudos sobre la arena, intercambiando opiniones y sensaciones sobre aquella
maravillosa experiencia que acababan de vivir. Bajo los intensos rayos
del sol del mediodía y la agradable brisa marina pronto estuvieron
secos. Entonces se vistieron y remontaron el acantilado para adentrarse de nuevo
en el matorral y continuar la caza mientras volvían al valle de las
encinas.
A puesta de sol llegaron a la
caverna portando numerosas piezas de caza de pequeño tamaño, sobre todo conejos y
perdices. Lo mejor de aquel día, sin embargo, había sido descubrir el
mar. Jamás
iban a olvidar aquella maravillosa experiencia. Con gestos y palabras
intentaron describir a las mujeres y los niños la inconmensurable
grandiosidad de la poza azul, pero ni ellos mismos sabían lo que era, y
al final
desistieron de explicárselo pues era evidente que no lograban
transmitirles sus emociones. Otro día, muy pronto, los cazadores
volverían a acercarse al mar y en primavera, en una tercera visita, se
llevarían a las mujeres y los niños.
Aquella
noche organizaron una gran fiesta para celebrar el descubrimiento. La
temperatura era agradable. Todavía no había empezado el frío. Sentados
sobre piedras planas alrededor de la hoguera asaron las variopintas
piezas de caza, llenaron sus estómagos con ellas, y ya ahítos acompañaron
con palmadas la representación del drimish y rieron a carcajadas con
las divertidas y picantes letras de sus canciones, sus sensuales
contoneos, sus extravagantes gesticulaciones y sus ocurrencias de
bufón.
La luna llena, la diosa de los kartzams, contemplaba divertida
la fiesta de aquellos humanos y les iluminaba amorosa con su acariciante
luz cenicienta. A lo lejos, unos lobos se quejaban de la ruidosa jarana
ahullando enojados con su poderosa voz, y un gigantesco búho
real posado sobre un acebuche ululaba rabioso porque la
música, las canciones, las risas y las palmadas de aquellos molestos
monos impedían que sus plumosas y erectas orejas escuchasen los casi
imperceptibles pasos de los ratones que eran su alimento. Aquella noche
no podría llenar su buche hasta que la fiesta terminase.
DÉCIMO NOVENO CAPÍTULO
Al día siguiente Tzah volvió a acompañar a los
cazadores en su cotidiana batida de caza. No hacía frío, soplaba una
cálida brisa de poniente y el cielo estaba despejado de nubes. Iriat y
Say volvieron a ponerse de acuerdo y decidieron ir hacia levante, hacia
el sol naciente. Al cabo de una hora se encontraban en lo más tupido y
penumbroso del bosque de encinas. El silencio era absoluto, como si
todos los animales se hubieran esfumado. Gotz sugirió volver atrás, pero
el jefe de los cazadores estaba decidido a explorar aquellos parajes y
los cazadores le siguieron sin rechistar. Una hora más tarde seguían sin
avistar ninguna presa. Paulatinamente el tupido encinar se fue
aclarando y se abrió ante ellos un agreste roquedal y tras él una amplia
llanura cubierta de hierba y pequeños arbustos con algún árbol
disperso. El silencio se esfumó y fue sustituido por el alegre piar de
pequeñas bandadas de jilgueros, verderones, pinzones, alondras y
verdecillos.
Los cinco hombres escudriñaban el paisaje con ojos
depredadores en busca de alguna presa más grande que un pajarillo, pero
no lograban avistar ni siquiera un simple conejo. De súbito Laram vió un
gran animal que ramoneaba los brotes tiernos de un imponente madroño,
sin duda centenario. Los demás cazadores fijaron su mirada hacia donde
les indicaba Laram, pero no lograban ver bien al animal y decidieron
acercarse con mucho sigilo. El aire estaba calmo y no había peligro de
que su olor humano llegase al olfato de la posible presa. Súbitamente
cesaron en seco su aproximación. Ante ellos apareció una manada de
jirafas de cuatro cuernos acompañadas por una docena de rinocerontes
lanudos. Los grandes rumiantes buscaban astutamente la compañía de los
perisodáctilos. Sabían de una manera instintiva que, salvo los grandes machos de león de las
cavernas, ningún otro depredador se atrevía a acercarse a ellos. Los
veteranos cazadores Iriat y Say habían visto jirafas en alguna ocasión,
pero nunca les habían dado caza, aunque sí habían probado su carne,
aprovechando los restos de algún ejemplar abatido por los lobos o los
leones.
La presencia de los irascibles
rinocerontes lanudos, que en grupo eran muy peligrosos, hizo desistir a
los cazadores de intentar cazar una jirafa, y decidieron volver atrás,
pero dando un rodeo por aquel agreste paraje. El terrorífico relato de la abuela Aileh sobre la violenta muerte del cazador Brumhad, atravesado, mejor dicho, ensartado por el cuerno de un furioso rinoceronte lanudo continuaba muy vivo en su memoria.
El sol del mediodía lucía
con todo su esplendor en lo alto del cielo. Gotz logró avistar una
liebre, pero el animal desapareció antes de que tuviera tiempo de
preparar la honda y lo mismo le ocurrió a Tzah con una perdiz. Aquel no
era su día de suerte. Estaban tristes y a la vez angustiados. Tendrían
que volver con las manos vacías.
Súbitamente escucharon unos
mujidos y ante ellos apareció una gran manada de cientos de uros que
pastaban la hierba y los brotes tiernos de los arbustos. Los bravos
machos, armados con dos largas y puntiagudas astas dirigidas hacia
delante, rodeaban a las hembras y los terneros para protegerlos del
ataque de los depredadores.
Los cazadores se miraron a los ojos,
se leyeron el pensamiento y se pusieron de acuerdo sin palabras. La
jugosa carne de los uros era un verdadero manjar. Si lograban dar caza a
un gran macho tendrían suficiente comida para alimentar a todos los miembros
del clan durante una semana. Iriat les explicó con gestos la estrategia
de caza. Todos comprendieron y se separaron en un amplio frente de
ataque. Agachados y blandiendo sus lanzas de cuerna de ciervo se
acercaron a los bóvidos con mucho sigilo, aprovechando las tupidas ramas
de los acebuches y lentiscos para no ser vistos. Una repentina y traicionera brisa llevó
el inconfundible aroma de los humanos hacia el olfato de uno de los
machos. El corpulento y oscuro animal resopló, golpeó el suelo con las
pezuñas de sus patas delanteras, y los demás machos comprendieron
inmediatamente. Todos al unísono se pusieron en guardia rodeando a los
miembros más vulnerables de la manada y dirigieron sus astas hacia el
invisible pero oloroso enemigo, formando un infranqueable escudo de
cuernos.

El
valiente Say se había acercado mucho a las presas y tenía a un gran
macho a solo unos siete pasos. Vio que tenía una oportunidad, salió de
su escondrijo de arbustos, levantó el brazo blandiendo el arma y la
lanzó al cuello del uro con todas sus fuerzas, pero justo en aquel
preciso segundo el animal movió la cabeza para ahuyentar a un molesto tábano, que se empeñaba en picarle en un ojo, y la punta de la lanza chocó
contra uno de sus cuernos y se desvió hacia la copa de un
madroño. En solo un par de segundos los cinco hombres pasaron de cazadores a
presas y se encontraron corriendo despavoridos perseguidos por dos
docenas de enfurecidos toros. Por suerte ya habían pasado otras veces
por situaciones parecidas, sabían lo que debían hacer y con gran
agilidad se encaramaron a las ramas más altas de los imponentes
acebuches varias veces centenarios que abundaban en aquel inmenso
matorral. Los uros les rodearon resoplando furiosos, pateando el suelo y
dando cabezazos contra el grueso y tortuoso tronco de los árboles para
intentar derribarles.
Desde lo alto del acebuche al que se
habían encaramado, Iriat y Laram lanzaron sus lanzas con todas sus
fuerzas contra un enorme uro, que daba cabezazos al tronco del árbol a
solo unos palmos de sus armas, y le atravesaron el corazón y los
pulmones. El animal quedó paralizado, le flaquearon las patas y cayó
fulminado allí mismo echando sangre a borbotones por el hocico. Entonces los cinco cazadores ulularon a pleno pulmón al estilo
kartzam desde lo alto de los acebuches y lograron asustar a los toros,
que se alejaron con el resto de la manada levantando una gran polvareda,
momento que los hombres aprovecharon para descender de los árboles.
Con
sus cuchillos de sílex abrieron el vientre del uro, le sacaron las
vísceras para aligerarlo de peso, dejando en su lugar el enorme hígado,
los riñones, el bazo y los testículos y probaron de levantarlo, pero no
pudieron. Debían eliminar más partes del animal y la mejor opción era
cortarle la enorme cabeza con sus pesados cuernos de más de cinco palmos
de longitud y gran parte del musculoso cuello. Con ello eliminarían un
tercio del peso. Al cabo de media hora probaron de levantarlo y esta vez
sí pudieron, pero seguía pesando demasiado, y llevarlo hasta el valle de
las encinas sería agotador. Entonces decidieron renunciar a los jugosos
lomos y las suculentas costillas y, mientras tres de ellos separaban las
grandes patas del resto del animal con sus afilados cuchillos y sus
hachas de sílex, los otros dos cazadores entretejieron varios sarmientos
de madreselva y fabricaron con maestría una gran cesta para llevarse el
hígado, los riñones, el corazón, los pulmones, el bazo y los
testículos, que Tzah acarrearía sobre su espalda. Iriat y Say, los dos
cazadores más robustos, llevarían las pesadas patas traseras y Laram y
Gotz las delanteras que eran más livianas.
Cuando partían de
vuelta al valle de las encinas, Tzah echó una última ojeada a la enorme
cabeza del uro, se fijó en sus largos cuernos, le parecieron bonitos y decidió llevárselos para
regalárselos a su hermana Nelut. Con unos cuantos golpes con su hacha
de sílex los separó del cráneo, los metió en la cesta junto a las
vísceras y exclamó: "¡Ahora sí podemos partir!"
Los cinco
cazadores estaban pletóricos de alegría y satisfacción. Cumplir con su
obligación de alimentar a todos los miembros del clan era su máxima
ambición. Aquel extraño día se habían divertido como niños, sobre todo
durante la carrera perseguidos por los uros y, mientras atravesaban aquel
inhóspito paraje para adentrarse en su querido bosque de encinas, fueron
comentando los detalles de su aventura entre risotadas.
VIGÉSIMO CAPÍTULO
Transcurrieron un par de semanas y repentinamente
el viento cambió de dirección y sopló con furia desde el norte. Había
empezado de verdad el crudo otoño. Durante una larga luna las tormentas
de nieve y granizo se sucedieron sin tregua, un día sí y el otro
también, y el valle de las encinas se cubrió de un grueso manto blanco,
muy bonito para los ojos pero helador para la sangre.
Los
cazadores se vistieron con sus chalecos y calzones de invierno que les
cubrían los brazos y las piernas, se calzaron sus cálidas y resistentes
botas de piel de bisonte que les llegaban hasta las rodillas, se
encajaron sus gorros de piel de lobo que les protegían las orejas de la
congelación y cubrieron sus hombros con sus grandes pieles de oso de
las cavernas y buey almizclero.
La caza se hizo
de nuevo muy difícil, no solo por el frío glacial sino también por la
escasez de animales. Muchos de ellos estaban escondidos en sus madrigueras en
estado de hibernación, otros se habían desplazado hacia las más cálidas costas
sureñas, y en el caso de las aves la mayoría habían emigrado hacia el
gran continente del sur para pasar el invierno.
El recuerdo maravilloso del mar permanecía muy vivo en la mente y el
corazón de los cazadores, pero hacía demasiado frío y tendrían que
esperar a que mejorase el tiempo para volver a la pequeña cala donde
habían sido tan felices.
Cuando por fin cambió el viento y sopló desde el cálido sureste,
cesaron las granizadas y las tormentas de nieve, el cielo se despejó,
brilló el sol durante varias semanas y la temperatura se hizo más
agradable.
Una tarde, en el camino de vuelta hacia la caverna, Iriat sugirió a
los demás cazadores volver el día siguiente a visitar el mar. Los tres
estuvieron de acuerdo, es más, les entusiasmó la idea, especialmente al
joven Gotz. Say enseguida pensó en Tzah, que como drimish no solía ir de
caza con ellos, y en cuanto llegaron lo buscó en el interior de la
caverna.
—Tzah, mañana iremos a ver de nuevo la gran poza azul. Vendrás con nosotros, ¿verdad?
—¡Claro que sí, Say! —exclamó abriendo los ojos como platos.
El
drimish llevaba en brazos al pequeño Tariuk. La idea de visitar de nuevo el mar
le llenó de súbito de una alegría y una excitación tan grandes, que
espontáneamente se inventó la letra de una canción y se puso a bailar y a
cantar haciendo sonar rítmicamente su instrumento de madera, logrando
con ello que el niño, su madre Nelut y su padre Say rompieran a reír a
carcajadas.
Oh gran poza azul,
que estás calentita.
Oh gran poza azul,
que estás muy salada.
Oh gran poza azul,
que no te estás quieta
y me haces cosquillas
en los cataplines.
Y
el niño continuó: "y me haces coquiyas en los
cacapines". Entonces fue su tío Tzah quien rió a carcajadas, encantado de
que el niño tuviera sentido del humor y ya supiera cantar.
La
ilusión de los cinco hombres por ver de nuevo el mar era tan grande que
aquella noche casi no durmieron. Esta vez querían permanecer allí
varios días. La tarde anterior habían abatido dos grandes ciervos, y las
mujeres y los niños tendrían carne suficiente para alimentarse durante
una semana. En el exterior de la caverna había nieve en abundancia para
conservarla sin que se corrompiese.
Al día
siguiente se levantaron nada más clarear al alba y, tras vaciar sus
vejigas y echar unos cuantos gases para aliviar sus intestinos, se
vistieron a toda prisa, cogieron sus armas y se encaminaron hacia el
sur, dejando a su izquierda el sol naciente que empezaba a asomarse
tímidamente por encima de las cimas nevadas de las montañas de levante.
Varias
horas más tarde llegaban por fin al acantilado. Soplaba un
fuerte viento de tierra que les empujaba hacia el precipicio, y temieron
caer al vacío. Por precaución, se arrodillaron sobre las rocas y gatearon
hacia el borde. Entonces se asomaron y comprobaron con alivio que la
gran poza seguía allí, que no se había secado durante su ausencia.
Mientras
decidían si bajaban o no por la amplia grieta que permitía acceder a la
cala, de súbito creyeron escuchar la voz de una mujer que parecía
llamar a alguno de sus hijos, aunque solo fueron capaces de entender las
palabras "ven" y "caverna." Era evidente que se trataba de una hembra
kartzam que hablaba en un dialecto extraño, pero no lograban verla.
—¡Bajemos! —exclamó Iriat, el líder de los cazadores, que estaba acostumbrado a tomar decisiones rápidas.
—¿No sería más prudente esperar un poco? —se atrevió a insinuar el
drimish, temeroso de que pudiera haber un grupo numeroso de hombres poco
amigables que les podrían confundir con atacantes.
—¿Por qué no nos identificamos antes de bajar ululando como solemos hacer los kartzams? —sugirió el inteligente Say.
—Bueno idea, padre —asintió su primogénito Gotz.
Los
cinco hombres lanzaron al aire al unísono su poderoso ululato que
pareció rebotar sobre el agua del mar y retornó hacia ellos intensificado,
chocó contra las altísimas paredes del interminable acantilado y, ya
convertido en un eco reverberante, se escuchó durante un par de segundos
in decrescendo. Entonces prestaron atención esperando una respuesta,
pero solo se oían los furiosos golpes de las olas chocando contra las rocas.
Nuevamente repitieron el ululato kartzam, esta vez con más potencia, y de
pronto creyeron escuchar la respuesta desde la parte baja del
precipicio. Era la misma voz de mujer y parecía estar sola, pues solo
ella ululaba.
Unos segundos más tarde la vieron
aparecer sobre la arena de la cala mirando hacia la parte alta del
acantilado donde ellos estaban.
—¿Sois kartzams? —les preguntó en su dialecto sureño, que entendieron sin problemas.
—Sí, lo somos. No temas, venimos en son de paz —le respondió el drimish con su voz afeminada.
—¡Bajad! —les gritó ella haciendo un gesto con la mano señalando el camino de la amplia grieta.
Tzah sabía que casi todos los kartzams interpretaban la presencia de
un drimish como alguien pacífico, como había ocurrido con Yunmá, y se
adelantó para tranquilizar a la mujer.
—Somos cinco cazadores que hemos venido desde muy lejos a ver esta gran poza —le informó—. ¿Tú vives aquí?
—Sí, en esa cueva —le respondió ella señalando la entrada a su
morada, que estaba en la base del acantilado y parecía poco profunda.
—¿Estás sola? —quiso saber Tzah, mientras se acercaban los demás cazadores.
—No, vivo con mis dos hijos varones. En verano eramos unos cuantos
más, pero una mañana un león solitario bajó a la playa, sorprendió a mi
única hija jugando sobre la arena y la devoró, estando ausentes los tres
hombres del clan. La carne humana pareció gustarle y a los pocos días
regresó. Mi macho y sus dos primos se enfrentaron a aquella bestia
descomunal, pero era mucho más fuerte que ellos y, tras una lucha
encarnizada, acabó matándolos a los tres. Sin embargo, pese a haberlos
abatido, ni siquiera los probó. Estaba malherido y prefirió marcharse
arrastrando una pata rota. Desde entonces no lo hemos vuelto a ver.
—Os conviene venir con nosotros. Aquí no estáis seguros —le aconsejó Say tras escuchar en silencio el terrorífico relato.
—Tienes razón. Cada día temo por la vida de mis hijos. No los dejo
salir de la caverna, salvo si yo estoy presente. Allí dentro en caso de
peligro pueden trepar por una estalactita hasta un escondrijo donde no llegan las fieras.
—¿Y qué coméis? —quiso saber Laram.
—Los animales que se crian sobre las rocas bañadas por el agua del mar.
—¿El mar?, ¿te refieres a esta gran poza azul? —le preguntó Iriat.
—Exacto. Esta gran poza de agua salada se llama mar. ¿No la habíais visto nunca?
—Si, hace un par de lunas vinimos hasta aquí por primera vez, pero a tí no te vimos —le respondió el mestizo.
—Yo sí os vi, pero me asusté y me escondí con mis hijos en la cueva.
Creí que erais hummolts —les respondió la mujer señalando con la vista
el cabello pelirrojo y los ojos azules de Iriat.
—Yo soy hummolt, pero me crié en un clan de kartzams y mis dos
hembras son kartzams —le informó Iriat algo molesto sintiéndose
aludido.
—Nos gustaría probar los animales que viven en la poza —le dijo
Tzah con voz afable intentando romper el hielo. La pobre mujer se veía
muy asustada e insegura, rodeada por aquellos cinco hombres desconocidos.
—¡Seguidme!
Nunca hubieran imaginado que sobre aquellas rocas bañadas por el agua
salada y cubiertas de algas multicolores se podían criar animales
comestibles. Tainay, que así se llamaba la mujer, les mostró cómo se
despegaban las lapas, sorprendiéndolas con un empujoncito lateral con el
dedo pulgar. Si no se hacía así, al notar que alguien las tocaba, se
pegaban fuertemente a la superficie de la roca con su musculoso pie en
forma de ventosa y resultaba imposible despegarlas sin destrozar su
caparazón. Poco a poco los cinco cazadores, ahora convertidos en
mariscadores, aprendieron el truco y se dieron un atracón de lapas.
Crudas tal cual recién desprendidas de las rocas estaban muy ricas.
Pero no solo les mostró las lapas. En las superficies laterales de
las rocas y bajo ellas se criaban mejillones, percebes, ostras,
cangrejos, caracolas, erizos de mar y algas comestibles, que Tainay recogía en una gran
cesta de lianas trenzadas de bejuco. También les mostró cómo
sacar de la arena las navajas y las almejas. Los hombres aprendieron
deprisa y al rato tuvieron sus talegas de cuero llenas a rebosar de
algas y animalillos extraños, todos salvo las caracolas de mar que les
recordaban a los caracoles de tierra. "Guntzé tiene que ver esto" —pensó Iriat esbozando una sonrisa, mientras con la mano lograba agarrar
un huidizo cangrejo.
A puesta de sol habían
recogido tal cantidad de alimento que creyeron que tendrían para
comer durante varios días, pero Tainay les aseguró que se lo acabarían
de una sentada.
Entraron en la caverna y
allí dentro vieron por primera vez a los hijos de la mujer, dos
chiquillos de seis y nueve primaveras que, temerosos de aquellos
desconocidos, se mantenían medio escondidos tras dos estalagmitas. Su
madre les habló bajito para tranquilizarlos, los agarró de la mano y los
llevó ante los hombres.
Tzah se mostró muy afable con ellos y les cantó la
canción de la gran poza azul, bailando al ritmo de la letra y
poniéndoles caras raras para
hacerlos reír. Al rato ya se habían hecho amigos y reían a carcajadas
con las bufonadas del drimish. También su madre reía ya relajada,
mientras repartía las algas y los animalillos marinos sobre piedras
planas a modo de
bandejas y con la ayuda de los hombres los colocaba sobre las brasas
para asarlos. Pronto el aire de la caverna se llenó del delicioso aroma a
marisco cocinándose. Cuando las almejas, las ostras y los mejillones
abrieron sus valvas, Tainay supo que estaban en su punto y animó a los
hombres a probar aquel variopinto surtido de frutos del mar.
—¡Hum, qué ricos! —exclamaron todos, relamiéndose los labios.
A
Tzah le asombró el fantástico sabor de los mejillones y las caracolas,
mientras que a Say le gustaron más las almejas y las ostras. A Laram y
Gotz se les antojó todo delicioso, incluidas las algas, y a Iriat le fascinó el intenso sabor
de la carne de los erizos de mar, los cangrejos y los percebes. Al cabo
de una hora había una montaña de caparazones y conchas vacías alrededor
de la fogata. Los hombres no se podían creer que ya no quedase nada por
comer y ¡seguían con hambre! Tainay tenía razón, se lo habían zampado
todo de una sentada.
Llegó la hora de dormir,
y entonces los cazadores se llevaron una nueva sorpresa. La caverna era
enorme, mucho más amplia y profunda que la del valle de las encinas,
con numerosas estalactitas y estalagmitas, bastantes de las cuales ya se
habían unido formando columnas que ayudaban a sostener la cúpula de la
cueva, y numerosas cavidades laterales en forma de pequeñas cuevas
suplementarias. Contaba además con algo muy valioso: una fuente de agua
dulce que nunca se secaba y mantenía siempre llena con su incesante
goteo una pequeña balsa de agua cristalina situada cerca de la entrada. A Tzah
la caverna le encantó y les comentó a Say y a Iriat que sería bueno trasladarse a
vivir allí. A diferencia del valle de las encinas, ahora cubierto por la
nieve, en la costa del sur el clima era mucho más cálido y raramente
nevaba.
A la mañana siguiente se levantaron
todos muy animados. Habían dormido como lirones y estaban agradecidos a
Tainay por su hospitalidad. Decidieron devolverle el favor yendo a cazar
unos cuantos animales. Remontaron la cuesta de la grieta del acantilado
y se adentraron en el agreste matorral, donde abundaba la caza menor.
Los cinco habían adquirido mucha destreza con la honda que les había
fabricado Yunmá, y al cabo de un
par de horas ya habían cazado media docena de conejos, dos liebres, tres
perdices, una avutarda, una tórtola y dos palomas torcaces.
De vuelta a
la cueva del acantilado, mientras descendían por la amplia grieta que
bajaba hasta la cala, escucharon los gritos desesperados de Tainay
llamando a sus hijos. A los cazadores se les erizaron todos los pelos de su velludo
cuerpo, sintieron una puñalada en el corazón y corrieron cuesta abajo
blandiendo sus armas convencidos de que algo grave estaba sucediendo.
No
se equivocaban. Había vuelto el gigantesco león de las cavernas con su
gran melena negra, sus ojos de pesadilla, sus terroríficas fauces de
afilados colmillos y sus grandes garras capaces de abrir en canal el
vientre de un caballo de un solo zarpazo. Rugía rabioso en la entrada de
la
caverna donde se habían refugiado los niños y su madre. De repente vio a
los hombres que corrían hacia él y cambió de objetivo, abalanzándose de
un solo salto sobre Say, que cayó al suelo sobre la arena de la playa
con la fiera encima. El león iba a aplastarle la cabeza con sus enormes
fauces, pero el cazador interpuso a tiempo su brazo izquierdo, y la fiera
se lo arrancó de cuajo. Justo en aquel preciso instante el valiente
Iriat asestó un contundente golpe en la cabeza al león con una enorme
tibia de bisonte, que era su arma preferida, y lo desnucó, cayendo muerto
sobre Say con su brazo amputado entre las fauces.
Cuando
Tzah vio el chorro de sangre que brotaba a borbotones del muñón de su
amado Say, lanzó un espantoso alarido que retronó en aquella cala
siempre
silenciosa, agarró al maldito león por la melena y lo apartó a un lado
para poder ayudar al ser que más quería. Rápidamente sacó la honda de
cuero de su talega y con ella rodeó el muñón y lo apretó con todas sus
fuerzas para parar la hemorragia. Lo consiguió, pero Say había perdido
muchísima sangre y estaba inconsciente, lo cual angustió todavía más al
drimish, pues creyó que estaba muerto, y se echó a llorar sobre él.
Gotz, el primogénito de Say, también lloraba. Adoraba a su padre.
Iriat
y Laram se mantenían más enteros, pero en el fondo también estaban
destrozados. Los cazadores pasaban todo el día juntos, desde el amanecer
hasta la puesta del sol y acababan queriéndose como hermanos. El
aguerrido mestizo estaba
acostumbrado a la sangre por todos sus años de cazador y no acababa de
creerse que Say estuviera muerto. Se arrodilló junto a su cuerpo
tendido,
apartó con delicadeza a Tzah y apoyó su oreja sobre el pecho
ensangrentado del herido, haciendo una seña con la mano para que
guardasen silencio.
—¡Su corazón late! ¡Está vivo! ¡Está vivo! —exclamó presa de una gran alegría.
Unos minutos más tarde habían acostado a Say sobre una cálida piel de
buey almizclero en el interior de la caverna. Tainay cubrió su herida
con una mezcla de musgo seco y hojas machacadas de salvia, tomillo y
espliego y
recubrió el emplasto con una piel fresca de conejo embadurnada con
ceniza, para que las moscas
carroñeras no lanzasen sus huevos sobre el muñón. Todos guardaban
silencio y se miraban con ojos llorosos. Tzah se había acostado al lado
de Say y lo abrazaba para darle calor. El herido había despertado,
estaba muy pálido por la gran hemorragia y no tenía fuerzas para hablar.
Solo emitía un guejido lastimoso por el dolor espantoso que le causaba
la amputación.
Tainay no perdía el tiempo, sabía
mucho de hierbas medicinales y de remedios para muchas dolencias, y en
unos pocos minutos preparó un brebaje con cápsulas de adormidera
machacadas y disueltas en agua, que había calentado en una piedra
ahuecada puesta sobre las brasas. Echó la medicina en un caparazón de
tortuga impermeabilizado con resina de pino y se lo dio a Tzah para que
intentase hacérselo beber al herido. Iriat le levantó la cabeza y el
drimish acercó el caparazón a la boca de Say, pero este estaba tan mal
que parecía no entender lo que
le decían. Entonces Tzah se acordó de pronto de la historia que su
abuela Metzet le había contado sobre la epidemia que diezmó la mitad de
los miembros del clan del valle del sol naciente, sorbió un trago del
brebaje, acercó sus labios a
los de Say y le pasó el líquido muy poco a poco de boca a boca. El
herido iba tragando como si de saliva se tratase y con mucha paciencia
acabó tomando toda la medicina. Al cabo de media hora dormía
plácidamente bajo los efectos del opio.
Tzah
no se separó de su amado en toda la tarde. Solo salió un par de veces a
orinar para volver enseguida a su lado. Mientras tanto Tainay
despellejó, desplumó y evisceró las piezas que los hombres habían cazado
y las guardó para asarlas más tarde. Luego preparó más medicina para
dársela al herido a puesta de sol y pudiera así pasar la noche sin
dolor.
Iriat, Laram y Gotz salieron al
exterior de la cueva, levantaron al gigantesco león de las cavernas y se
lo llevaron muy lejos para que los buitres y otros carroñeros se lo
comieran. Se trataba de evitar atraer cerca de la cala a las temibles
hienas manchadas, tan sanguinarias o más que los leones.
A
puesta de sol, bajo la inquieta luz titilante de dos humeantes
antorchas de tea de pino, asaron los animales que habían cazado y se
dispusieron a comérselos en silencio. Tzah sentía un nudo de angustia en
la garganta que le ahogaba y no quería comer, pero Tainay le animó a
masticar un poco de carne para dársela a la boca a Say en forma de
papilla. El drimish conocía muy bien al hombre de su vida, sabía que le
gustaba mucho la carne de paloma torcaz. Laram le pasó una de las aves ya
asada. Tzah le separó un muslo, se metió la jugosa carne en la boca, la
masticó concienzudamente hasta convertirla en una fina papilla y se la
dio a Say a la boca con la mano a pequeñas porciones, animándole a
tragársela con palabras llenas de ternura. Say estaba muy débil, pero no
sentía ningún dolor por los efectos del opio, y se fue tragando la carne
del muslo del ave y de una parte de la pechuga. Entonces dijo no
con la cabeza, y Tzah no insistió. Al rato pronunció la palabra "ash", que en kartzam significaba sed, el
drimish comprendió, sorbió un poco de agua y se la pasó a la boca poco a
poco en un nuevo beso de amor.
Más tarde le
dio de la misma manera una nueva dosis de brebaje de adormidera, se
echó a su lado, lo abrazó para darle calor y así pasaron la noche
cubiertos ambos por una cálida piel de buey almizclero.
Al
día siguiente, nada más despertarse, a Iriat le entró una extraña angustia por sus hijos,
especialmente por Guntzé, y dijo que quería volver al valle de las
encinas, que temía que a las mujeres y los niños les hubiera atacado
alguna fiera en su ausencia. Laram y Gotz estuvieron de acuerdo. También
ellos tenían familia a la que proteger y alimentar. Así pues, aquella
misma mañana, los tres partieron de vuelta a su hogar con la promesa de
retornar en
primavera con todos los miembros del clan, para instalarse a vivir en la
caverna de Tainay. La mujer estaba encantada con la idea. Con la
protección de los hombres y la ayuda de otras mujeres sus hijos tendrían
más posibilidades de sobrevivir y con el tiempo podrían emparejarse con
dos de las hembras jóvenes que vendrían con el grupo.
VISÉGIMO PRIMER CAPÍTULO
Nada
más partir los tres cazadores hacia el valle de las encinas el pobre
Say empezó a tiritar y delirar. Ardía de fiebre. Tzah estaba angustiado y
agotado. Prácticamente no había dormido nada en toda la noche pendiente
de cualquier movimiento o quejido del herido. No sabiendo qué hacer
llamó a Tainay que había salido un momento a hacer sus necesidades fuera
de la caverna. Los kartzams eran muy pulcros en eso. Procuraban orinar
y defecar en el exterior para mantener limpio y habitable su hogar. De
lo contrario el aire de la caverna se enrarecía y acababa siendo
irrespirable por los ponzoñosos gases generados por la descomposición de
los excrementos y orines.
Tainay tocó la frente de Say, hizo una mueca de desagrado y fue
corriendo en busca de lo necesario para bajarle la fiebre. En una de las
pequeñas cuevas
laterales que había en el interior de la gran caverna
guardaba un abundante surtido de hierbas, raíces, cortezas, tubérculos,
flores y frutos desecados. Escogió un puñado de hojas y flores secas de
sauce, las machacó en el hueco de una roca con un canto rodado que
utilizaba como
mortero, las echó en una piedra que tenía la forma natural de una
pequeña vasija, añadió un poco de agua de la fuente y calentó la mezcla
poniendo la piedra sobre las brasas. Cuando empezó a hervir, la retiró
del
fuego con la ayuda de dos fragmentos de corteza de alcornoque para
proteger
sus manos de las quemaduras, dejó que la infusión se enfriase un poco, la filtró con un manojo de heno seco a modo de cedazo y, ya limpia de impurezas, la echó en un caparazón de tortuga y se la dio a Tzah.
El
drimish ni siquiera intentó dársela a beber a Say. El pobre hombre
estaba en un estado de inconsciencia cercana al coma que le impedía colaborar, y
nuevamente tuvo que suministrarle la medicina de boca a boca. Al cabo
de una hora la fiebre le bajó, dejó de tiritar y se durmió.
Tainay
sabía que el efecto contra el dolor de la infusión de adormidera que el
herido había tomado la noche anterior pronto cesaría y en prevención le
preparó una nueva dosis para dársela cuando despertase. Y justo cuando
terminaba de prepararla Say despertó por el dolor lancinante del
desgarro de la amputación y empezó a quejarse. Tzah le suministró el
amargo brebaje nuevamente de boca a boca y, en cuanto le hizo efecto,
Tainay le cambió el emplasto de musgo, salvia, tomillo y espliego por uno nuevo.
Los
niños habían pasado toda la mañana recogiendo animalillos del mar y
tenían comida suficiente. Tzah masticó la carne de varias ostras hasta
convertirla en papilla y se la dio a la boca a Say con la mano en
pequeñas porciones. Luego hizo lo mismo con la carne de media docena de
almejas hasta que el herido dijo no con la cabeza y pidió un poco de
agua. El drimish se la dio de boca a boca y a continuación se acostó a
su lado y lo abrazó para darle calor.
Mientras
velaban al herido, Tzah y Tainay aprovecharon para contarse sus vidas,
incluidos los detalles más íntimos. A ratos rieron y a ratos lloraron,
pero el resultado final fue el nacimiento de una gran amistad entre
aquella mujer solitaria y el drimish, que perduraría durante toda su
vida.
Tainay nunca había conocido a un
hombre-mujer, pero sabía de su existencia por los relatos de sus
abuelas. Llevaba muchos meses sin macho y no acababa de ver claro que a
Tzah no le gustasen las hembras. El drimish era hermoso, fuerte y
absolutamente encantador, y de pronto Tainay deseó yacer con él, pero no
le dijo nada ni se insinuó, pues comprendía que amaba a Say y además
estaba agotado.
Pasaron los días y
milagrosamente, con los buenos cuidados y las medicinas de la joven
curandera y el enorme cariño de Tzah, la herida de Say empezó a
cicatrizar. Ya no supuraba y desapareció el feo hedor a gangrena que desprendía.
Una tarde le dijo a su amado drimish que deseaba ver la gran poza azul.
Tzah casi se echó a llorar de alegría, y con la ayuda de Tainay lo
sacaron al exterior de la caverna y lo sentaron sobre una piedra plana a
modo de banco. Say sonrió y le saltaron las lágrimas por la emoción.
—Quiero tomar un baño —le dijo a su amado Tzah mirándole a los ojos.
El
cazador siempre había adorado el agua. Cuando salían de caza
aprovechaba cualquier riachuelo o poza para bañarse, incluso en pleno
invierno. Todavía faltaban unas semanas para que empezase la primavera,
pero el sol lucía en lo alto del cielo y no hacía frío. Tzah miró a los
ojos a Tainay, se leyeron el pensamiento y ambos se pusieron de acuerdo
sin palabras. Desnudaron a Say, se desnudaron ellos también sin ningún
pudor, y los tres se metieron en el mar hasta que el agua les llegó a la
altura del ombligo.
Say olía muy mal después de
tantos días sudando y haciendo sus necesidades en su lecho de piel de
buey almizclero. Tainay miró entonces a Tzah y con gestos más que con
palabras le dio a entender que debían lavar al herido, pero evitando que
el muñón se mojase con el agua salada. Así pues el drimish por un lado y
la mujer por el otro, mientras lo sujetaban para que no cayese, con la
otra mano fueron restregando la mugre de su cuerpo. El herido cerró los
ojos con gesto risueño. Sentía un placer inmenso. Aquellas dos manos
amorosas acariciando más que restregando su cabeza, su cara, su cuello,
su pecho, su espalda, sus axilas, su vientre, sus glúteos, sus muslos y
sus partes íntimas le provocaron una gran excitación y repentinamente, tras más de un mes de abstinencia,
descargó su virilidad con gran estrépito, como si estuviera fecundando a
la gran poza que tanto amaba. Tzah y Tainay se miraron a los ojos y sonrieron. Aquella era una señal inequívoca de que Say
estaba mejor, mucho mejor y sin duda sobreviviría a la terrible
amputación.
Aquella noche la mujer estaba
tan excitada por la erección y eyaculación de Say que no pudo reprimir por más
tiempo su deseo de yacer con Tzah. Se acercó al lecho que el drimish
compartía con su amado, levantó la manta de piel de oso de las cavernas
que los cubría y se echó a su lado. Tzah se había dormido profundamente y
se despertó con las caricias de Tainay. Creyó que le estaba acariciando
su amado y se dejó hacer. De pronto, escuchando los ronquidos de Say,
comprendió que aquella mano no era la de él y se asustó e hizo ademán
de levantarse.
—Tchissss... Soy Tainay —le dijo susurrando la mujer—. Deseo yacer contigo.
—Yo nunca he yacido con una hembra, Tainay. Creo que no podría —le aseguró también susurrando el drimish.
—No temas, yo te ayudaré.
Las
experimentadas manos y los cálidos labios de la mujer lograron el
milagro, y Tzah yació por primera vez en su vida con una hembra sin que
su amado ni los dos niños se dieran cuenta de nada. Los tres dormían a
pierna suelta. Los furtivos encuentros entre el drimish y la mujer se
repitieron durante las siguientes noches, hasta que Say recuperó las
fuerzas y las ganas de yacer con su querido drimish, y entonces este
rechazó a Tainay, ella lo comprendió y no insistió. En su vientre estaba
creciendo el que sería el único hijo de Tzah, el hijo de un drimish.
Aquel sería el gran secreto de su vida. Nunca nadie sabría la verdad.
Tainay lo guardaría el resto de su existencia en lo más íntimo de su alma.
A
medio día de camino, tierra adentro, en el valle de las encinas, la vida
seguía su ritmo sin sobresaltos. El mal presentimiento de Iriat había
sido solo producto de su angustia. Cuando los tres cazadores llegaron a
la caverna se encontraron a toda su familia sana y salva. El drama llegó
un instante después.
—¿Y mi hermano Tzah, y mi macho Say? ¿Por qué no vienen con vosotros? —le preguntó Nelut a Iriat.
—Se han tenido que quedar allí. Say sufrió una herida —le informó
el mestizo con la voz quebrada. El aguerrido cazador tenía un carácter tan noble y franco, que era incapaz de mentir y mucho menos a la matriarca.
—¿Una herida? Dime la verdad.
Iriat les narró a todos el terrorífico ataque del
gigantesco león de las cavernas. Nelut quería a su macho, aunque ya
llevasen años sin yacer juntos, y se echó a
llorar angustiada, convencida de que Say no sobreviviría a la espantosa
amputación. Todavía faltaban dos largas lunas para que terminase el invierno, pero la matriarca no quería esperar al buen tiempo.
Deseaba reunirse cuanto antes con el herido para ayudar a salvarlo.
Un par de semanas después una mañana amaneció con el cielo despejado. Soplaba una cálida brisa del sureste y el sol brillaba con fuerza. Nelut
no lo dudó ni un instante y dio la orden de partir. Con suerte
llegarían al acantilado antes del ocaso. Tanto los adultos como los
niños cargaron con todo cuanto podían llevar consigo y, acompañados por
Eimet, la fiel lobezna albina de Guntzé, partieron hacia el sur. Empezaba una
nueva etapa de su azarosa vida.
VIGÉSIMO SEGUNDO CAPÍTULO
Nelut, a su avanzada edad de treinta y siete primaveras, había engordado
ostensiblemente y le costaba mucho caminar y más todavía por aquellos
agrestes parajes cubiertos de rocas y arbustos. Su primogénito Gotz le
prestó su hombro para que se apoyase en él y así poco a poco,
descansando a cada rato, se fueron acercando a la costa. Las mujeres
aprovechaban las paradas para recolectar tubérculos de gamón y esparraguera para la cena.
A media tarde empezaron a
oler el delicioso aroma del mar, y Gotz animó a su madre asegurándole
que ya quedaba poco camino por recorrer. Nelut sudaba copiosamente y
resoplaba por el esfuerzo, pero estaba resuelta a llegar y casi a puesta
de sol lo consiguió.
Se acercaron con prudencia
al borde del acantilado, todos a cuatro patas por el temor a despeñarse
y allí, ante sus maravillados ojos, apareció por fin la tan deseada
poza azul.
—¿Verdad que es bonita, madre?
—Si, Gotz. Es tan grande y tan azul como tu me la describiste y huele
tan bien..... ¡Cuánta agua! Por mucho que bebamos no la secaremos.
—Esa agua no se puede beber, madre. Está muy salada, pero para tus doloridos huesos será muy buena.
Todos
al unísono lanzaron al aire su poderoso ululato kartzam y al cabo de
unos instantes escucharon la respuesta desde la parte baja del
acantilado. Eran
Tzah y Tainay que les hacían señas con la mano para que bajasen por la
grieta que daba acceso a la cala. Gotz deseaba correr hacia ellos para
saber cuanto
antes cómo estaba su padre, pero se contuvo y ayudó a su madre a
descender.
El drimish les salió al encuentro y
al ver a su adorada hermana le saltaron las
lágrimas de alegría. Nelut también lloraba y acariciaba con ternura la abundante
cabellera negra de Tzah. Se querían con toda el alma.
—¿Cómo está mi Say? —le preguntó con voz llorosa, convencida de que le diría que había muerto.
—Tu macho está bien. La herida ya casi ha sanado. Está descansando allí
dentro. Ven conmigo. Se alegrará mucho al verte —le dijo asiendo su
mano.
Say se había levantado al escuchar el
ululato y se había acercado a la entrada de la caverna. Cuando vio
aparecer a Nelut de la mano de Tzah, se echó a llorar como un niño. Su
hembra le acarició su barbuda mejilla y también a ella le saltaron las
lágrimas. La impresionó mucho el muñón de su brazo amputado pero no le dijo nada al respecto para no aumentar su dolor.
—Creí no volverte a ver, macho mío —le aseguró mirándolo con ternura.
—Yo tampoco a tí, hembra mía —le respondió él emocionado—. Esta mujer me
ha sanado. Sabe mucho de hierbas —añadió señalando a Tainay con su
única mano.
—¿Tu eres Tainay?
—Si, yo soy.
—Mi hijo Gotz me ha hablado muy bien de tí.
Las dos mujeres se miraron a los ojos y se sonrieron, mientras
posaban su mano derecha sobre la cabeza de la otra en señal de afecto y
consideración.
—Gracias por sanar a mi macho, Tainay. Desde este momento yo, como matriarca
del clan, te nombro gran hechicera. Mi hermano Tzah
te ayudará a vestirte como debes según las costumbres y tradiciones de los kartzams.
Iriat, Laram y Gotz, durante las paradas en el largo camino hacia el
sur, habían cazado una docena de pequeños animales con la idea de
obsequiárselos a Tainay.
Bajo la inquieta luz de dos antorchas de tea de pino las mujeres
despellejaron, desplumaron y evisceraron las piezas de caza, mientras los hombres, aprovechando las últimas
luces del ocaso, acarreaban abundante leña seca desde el cercano
matorral y encendían una gran hoguera sobre la arena justo delante de la boca de la cueva.
El drimish, mientras tanto, siguiendo las órdenes de la matriarca, maquilló a Tainay embadurnándole
la cara con arcilla blanca y ennegreciéndole el contorno de los ojos y los labios con carbonilla de saúco. Luego cortó una larga tira de
cuero de corzo y le practicó numerosos agujeros paralelos con una dura y
fina
punta de lanza, ensartando en cada par de ellos una pluma de avutarda.
Con cara de satisfacción rodeó con el turbante emplumado el
abundante pelo negro de Tainay y sonrió por lo bien que le quedaba.
Faltaba rodear su cuello con un collar hecho con las falanges ensartadas
de las
manos de los hummolts, pero en el valle de las encinas nunca se habían
enfrentado a los temibles hombres blancos del bosque y no tenían esos
huesos. Entonces Tzah pensó que serviría un collar hecho con las
falanges de las garras de un oso de las cavernas y recordó que su
hermana había ensartado las del último que habían abatido.
—Nelut, ¿te has acordado de coger los collares?
—Claro que sí, Tzah. Los llevo en mi talega.
—¿Los de falanges de oso de las cavernas también?
—Si, todos. Escoge el que más te guste.
Tzah eligió el que le pareció más bonito y acto seguido se lo colocó a Tainay alrededor del
cuello. Ya solo faltaba cubrir sus hombros con la piel de un osezno. La mujer tenía unas cuantas guardadas en la
caverna, y Tzah escogió la mejor. Tras ponérsela sobre los hombros,
se alejó unos pasos y sonrió. Había hecho un buen trabajo. La mujer lucía como una
verdadera hechicera.
—Le falta un bastón con la calavera de un zorro —le informó Nelut.
—¿Tienes alguna, Tainay? —le preguntó el drimish.
—Sí, mira en aquel montón.
Aquella noche, bajo la lívida luz cenicienta de la luna en cuarto
creciente y el rítmico y relajante vaivén de las olas del mar, mientras
se asaban los animales
y los tubérculos de gamón y esparraguera sobre las brasas de la gran
hoguera, la matriarca Nelut posó su mano derecha sobre la cabeza de
Tainay y con voz poderosa la nombró oficialmente gran hechicera del
clan. La mujer
estaba muy emocionada y sus ojos de lechuza brillaban iluminados por las
llamas. Tras el nombramiento inspiró profundamente y se dispuso a
hablar ante aquel numeroso público expectante.
—¡Oh espíritus de nuestros antepasados kartzams, que moráis para siempre
en la luna y las estrellas, velad por nosotros desde el más allá y
dadnos hijos sanos y fuertes! —exclamó a todo pulmón la flamante gran
hechicera con su fuerte acento sureño, levantando su cayado de zorro
hacia el firmamento.
Al finalizar su plegaria se sentó sobre la arena alrededor de la hoguera justo al lado de Say.
La matriarca, entonces, observó con detenimiento las porciones de carne para
comprobar si ya estaban en su punto, agarró los cuartos traseros de una
perdiz y se acercó a donde estaba Tainay.
—¡Gran hechicera, aliméntate con esta carne, para que tu vida sea larga y
puedas velar muchos años por nuestra salud y nuestra buena ventura! —le dijo con afecto,
agradecida por haber salvado la vida de Say.
—Así lo haré, gran matriarca —le respondió, asiendo la carne y dándole un mordisco a uno de los muslos.
—¡Comed! —ordenó a continuación la jefa del clan, y todos se
abalanzaron sobre las viandas, a excepción de Say, que esperó a que su
drimish le diera media paloma torcaz, la carne que más le gustaba.
Tras darse un festín con la carne y los dulces y cremosos tubérculos, llegó el
momento de la actuación de Tzah. Por suerte Nelut se había acordado de
traer su disfraz desde el valle de las encinas.
Bajo
la luz de una antorcha, mientras los demás miembros del clan conversaban
amigablemente alrededor de la hoguera, la habilidosa Yunmá le recortó
lo más que pudo los pelos de su barba con un afilado cuchillo de sílex para que se
pareciese a una hembra, le maquilló el rostro afeitado con arcilla
amarilla y el contorno de los ojos y la boca con arcilla roja, rodeó su
melena negra que ya empezaba a encanecerse con el turbante de piel de
conejo, adornó su cuello con el collar de piedrecillas de colores y cubrió
sus hombros con su vistosa capa de piel de hiena manchada. Tzah asió
entonces su instrumento de madera con una mano y su flauta de hueso de
rebeco con la otra y salió de la caverna bailando, cantando y haciendo
sonar rítmicamente sus instrumentos.
Mientras
daba vueltas alrededor de la hoguera, se paró en primer lugar ante su
hermana, la miró a los ojos y posó su mano derecha sobre su cabeza.
Luego hizo lo mismo con Tainay y a continuación besó en la frente al
gran
amor de su vida y se dispuso a dar el más bonito de los espectáculos.
Cantó todas las canciones de los kartzams que recordaba, tanto las
tristes como las alegres, bailó
contoneándose lascivamente ante su amado Say y le guiñó el ojo en señal
de cariño, dejando para el final su nueva canción dedicada al mar,
aunque un poco cambiada por las circunstancias.
Oh gran poza azul,
que nos das comida.
Oh gran poza azul,
que nos haces reír.
Oh gran poza azul,
que nos limpias la mugre
y nos haces cosquillas ...
Entonces
señaló con la mano al pequeño Tariuk, que estaba recostado en el regazo
de su padre, y el niño continuó: "en los
cacapines." Y todos rompieron a reír a carcajadas, sobre todo Say, que
achuchó a su benjamín contra su pecho con su único brazo y le dio un
beso en la mejilla, mientras le saltaban las lágrimas de pura alegría.
La
lobezna Eimet, que estaba echada a los pies del pequeño Guntzé,
pareció comprender la alegría de su ruidosa manada de humanos e intentó
imitarles emitiendo un aullido entercortado, lo que provocó una nueva
carcajada colectiva. El niño acarició entonces la cabeza a su mascota y
ella le devolvió la caricia lamiéndole la cara.
El
nuevo clan del acantilado ya contaba con veinticinco miembros. En unos
meses Yunmá, fecundada por Gotz, pariría al número veintiséis, en verano
darían a luz
por segunda vez las dos gemelas hummolt fecundadas por Laram y en
otoño nacería el número
veintinueve. Lo pariría la gran hechicera. Nadie sabría nunca que la
había fecundado un drimish.
VIGÉSIMO TERCER CAPÍTULO
Al día siguiente la gran matriarca Nelut sintió curiosidad por
conocer todos los recovecos de su nuevo hogar. Cogió una antorcha de
tea de pino, la encendió acercándola a las brasas de la hoguera y
acompañada por la flamante gran hechicera se adentró en la profunda
caverna. Tainay le fue describiendo todo cuanto allí había, haciendo una
parada en su despensa de bellotas, tubérculos y acebuchinas secas y en
su surtida botica de hierbas, cortezas y raíces medicinales.
Al
llegar a la parte más profunda de la cueva Nelut abrió los ojos como
platos. Levantó la antorcha lo más alto que pudo, y ante ella aparecieron
dos docenas de manos, unas blancas y otras ocres, pintadas sobre las
rocas. Se le antojaron bellísimas. Estaba fascinada. Nunca antes había
visto algo igual. Tainay sonreía en silencio llena de satisfacción.
—¿Qué es esto, Tainay? —le preguntó con ojos maravillados la matriarca.
—Son las manos de los difuntos de mi antiguo clan. Las rojas representan
a los espíritus de los hombres y las blancas a los de las mujeres. Esta
roja es la de mi macho y esta blanca la de mi pequeña hija devorada por
el león.
—¿Las has pintado tú? —quiso saber Nelut.
—Sí, pero solo las más recientes. Las más antiguas las pintaron mi madre y
la madre de mi madre, que fueron las matriarcas del clan. Con esas
manos recordamos a nuestros antepasados, y al mismo tiempo a través de
sus manos sus espíritus nos protegen de todo mal.
—¿Solo las pintan las mujeres?
—Sí, siempre que sean matriarcas o hechiceras. En tiempos de mi abuela
también las pintaban los drimish. Yo sé hacerlo porque iba a ser la
siguiente matriarca tras la muerte de mi madre, pero en pocos años
murieron todos los miembros de mi clan, salvo yo y mis dos hijos varones,
y ya no llegué a serlo.
—¿Te enseñó tu madre?
—Sí, ella y mi abuela.
—Tienes que enseñarme a mí, Tainay. Ahora soy la matriarca y debo
saber cómo hacerlo —le dijo Nelut, mientras con el dedo índice
acariciaba fascinada la mano roja que representaba al difunto macho de
la insospechada artista.
—Cuando los hombres cacen un animal grande te explicaré cómo hacerlo —le aseguró.
No
tuvieron que esperar mucho. Unos días después los cazadores abatieron
un viejo jabalí macho que localizaron en un lejano bosque de
alcornoques, situado más allá del matorral costero yendo hacia el norte.

Con
la ayuda de varios hombres la hechicera Tainay colgó al gran animal
cabeza abajo atando sus patas traseras a la rama de un acebuche con una
soga de fibras de corteza, situó una piedra ahuecada a modo de vasija
bajo su hocico y le dio un gran tajo en el cuello con un afilado
cuchillo de sílex. Poco a poco fue goteando la sangre del jabalí en el
hueco de la piedra. Y cuando Tainay creyó que ya había suficiente, la
vertió en la concavidad de la gran bóveda craneal de un gigantesco
hummolt, que sus antepasados habían matado en alguna lejana reyerta, y
entonces fue en busca de la matriarca.
Las dos mujeres se
adentraron en la caverna. Nelut sentía una curiosidad y una fascinación
casi infantiles y al mismo tiempo una extraña aprensión, un miedo, un
respeto casi religioso hacia aquellas manos que parecían llenas de
poder, fuerza y vida.
Tainay dejó el cuenco de
hueso en el suelo para que la sangre del jabalí reposase y se separasen
sus dos componentes: el suero y el coágulo. Mientras tanto rebuscó en un
montón de huesos de animal que guardaba en un rincón de la caverna y
escogió una delgada tibia de lince. Con la ayuda de un afilado cuchillo
de sílex a modo de sierra le recortó los extremos y con un largo punzón
muy fino, hecho con una astilla del húmero de un venado, eliminó las
trabéculas óseas de su interior, y la tibia de lince quedó convertida en
una especie de canuto hueco. Sopló a su través como si de una flauta se
tratase y sonrió satisfecha. Nelut la había observado sin perder ningún
detalle y también sonrió. Le gustaba aprender cosas nuevas.
La habilidosa maestra pasó entonces a la segunda parte de la lección.
Con mucho cuidado vertió el suero que sobrenadaba sobre el coágulo en la bóveda craneal de otro hummolt y le echó un puñado de yeso finamente
molido, removiendo la mezcla con el dedo índice hasta convertirla en un
líquido lechoso al que añadió un poco de agua para diluirlo. Ya tenían
la pintura blanca. A continuación cogió varios fragmentos de roca roja*,
que abundaba en un lateral de la caverna, y los golpeó
repetidas veces en el hueco de una roca con un canto rodado hasta
obtener un polvo muy fino. Lo echó en el cuenco que contenía el coágulo
de la sangre, le añadió un poco de agua y tras remover la mezcla con un
dedo obtuvo un líquido intensamente encarnado. *(Hematites)
Se
acercaba el momento más emocionante. La mestiza estaba muy intrigada y
no lograba imaginar cómo iba a pintar las manos la hechicera.
—Nelut, enciende una antorcha e ilumina las paredes de la caverna para que yo pueda verlas bien —le dijo con voz afable.
La
matriarca obedeció diligente. Tainay cogió los dos cuencos y el canuto y
con la luz de la antorcha buscó una superficie plana en una roca caliza
de color blanquecino. Sorbió entonces con los labios un poco de líquido
rojo, posó su mano izquierda sobre la roca y soplando a través del
hueso esparció pintura alrededor de los dedos. Retiró la mano y ante los
asombrados ojos de Nelut apareció una imagen idéntica en la superficie
de la roca.
—¡Oh, qué bonita! —exclamó maravillada.
—Así se pintan las manos de las mujeres y los drimish —le dijo la artista—. Ahora te enseñaré a pintar las de los hombres.
Sorbió
nuevamente un poco de líquido rojo y soplando a través del canuto lo
esparció sobre la misma superficie plana de la roca, muy cerca de la
mano blanca que acababa de pintar, obteniendo así una gran mancha roja.
—Ahora debemos esperar a que se seque. Continuaremos mañana.
Al
día siguente, poco después de la salida del sol, Tainay consideró que
la mancha roja ya estaba lo suficientemente seca y llamó a Nelut para
continuar con la lección. Cogió la boveda craneal con la pintura blanca,
sorbió un poco del líquido lechoso, posó su mano izquierda sobre la
mancha roja y soplando a través del canuto esparció pintura blanca
alrededor de los dedos. Retiró la mano y apareció una mano roja sobre
un fondo blanco. A Nelut le galopaba el corazón en el pecho por la
emoción. Lo que había hecho Tainay con las dos pinturas era pura magia,
pura brujería. Era tan sencillo y a la vez tan bonito.... Jamás lo iba a
olvidar.
—Ahora ya puedes pintar las manos de tus antepasados, especialmente de los más queridos —le dijo Tainay con una sonrisa.
Como
una niña con un juguete nuevo Nelut se pasó media hora haciendo pruebas
con agua sobre rocas planas del exterior de la caverna, aprendiendo a
utilizar el canuto de hueso de lince hasta que creyó que ya dominaba la
técnica, y entonces se adentró sola hasta el fondo de su oscuro hogar
iluminándose con una artorcha de tea de pino y plasmó la mano de su
adorada abuela Aileh junto a las de los antepasados de Tainay. Se alejó
unos pasos para comprobar que se veía bonita y se la quedó mirando con
ojos emocionados un largo rato.
Quería pintar
también la mano roja de un hombre, pero no había conocido a su padre, el
hummolt que violó a su madre Uloh, ni a Jonkún, el macho de su abuela
Aileh.
Intentando recordar a algún hombre ya
fallecido del clan del valle del sol naciente de su niñez, de pronto se
acordó del bello y a la vez trágico relato de su tío-bisabuelo drimish
Nishtam y del cazador Brumhad que le había narrado su abuela y decidió
pintar sus manos. Las situó muy juntas, emparejadas una al lado de la
otra.
Entonces se alejó unos pasos, contempló un
buen rato en silencio antorcha en alto sus tres obras de arte y le
pareció que faltaba algo junto a la mano blanca de Nishtam y junto a la
roja de Brumhad. Metió su dedo índice en la bóveda craneal que contenía
la pintura blanca y dibujó dos trazos largos sobre la mano que
representaba al hombre-mujer. Eran su inseparable instrumento de madera y su flauta de hueso de rebeco.
Luego introdujo el dedo en la pintura encarnada y con trazos sencillos
dibujó un cazador blandiendo una lanza de asta de cuerna de ciervo. Era
el aguerrido cazador Brumhad. "Así sus dos espíritus permanecerán juntos
para siempre en el fondo de esta caverna" —pensó, con su emocionado
rostro de mestiza iluminado por la inquieta luz amarillenta de la
antorcha.
Unas horas después se lo mostraba
orgullosa a su hermano Tzah. Cuando le explicó su significado, el
drimish enmudeció, tragó saliva, se sentó en el suelo y permaneció más
de una hora contemplando fascinado las manos, los trazos blancos de los
instrumentos musicales de Nishtam y el hombrecito rojo con la lanza que
representaba a Brumhad. En su mente creyó escuchar los desgarradores
alaridos de pena de su tío-bisabuelo drimish llorando sobre el cadáver de
su amado cazador y dos grandes lágrimas brotaron de sus oscuros ojos de
kartzam.
VIGÉSIMO CUARTO CAPÍTULO
La herida de Say tardó todavía unas semanas en estar
completamente cicatrizada. Con el cariño y cuidados de Tzah, Nelut y
Tainay y su buen carácter el aguerrido cazador logró superar poco a poco el doloroso trauma
psíquico de la amputación y se adaptó muy bien a su nueva limitación
física. Cuando una mañana la flamante gran hechicera le retiró el
emplasto de musgo, salvia, tomillo y espliego y se encontró con una piel nueva
completamente sana cubriendo los músculos, el hueso, las arterias, las
venas y los nervios desgarrados por las poderosas fauces del león, dio
por finalizada la cura y ya no volvió a cubrirle el muñón.
—Say, ya estás curado. Puedes bañarte en el mar cuando quieras —le dijo para animarlo.
—Gracias, Tainay —le respondió emocionado regalándole una amplia sonrisa.
Tzah
le miraba con ojos de cariño y sin decirle nada asió su única mano y lo
arrastró al exterior de la caverna. Brillaba un sol radiante, el mar
estaba calmo y el aire olía a vida. Acababa de empezar la primavera. Los
dos hombres se acercaron a la orilla de la playa, se pararon sobre la
arena justo en la línea del agua, se miraron a los ojos en silencio un
largo rato y acabaron abrazados.
Tzah desnudó entonces en primer lugar a Say y luego a si mismo, y ambos se
adentraron cogidos de la mano en su amada poza azul hasta que el agua
les llegó a la altura del cuello. Say era inmensamente feliz sintiendo todo su cuerpo
amorosamente acariciado por el fresco líquido en continuo movimiento,
aspirando el delicioso aroma a mar y sobre todo leyendo en los ojos de
Tzah el inmenso cariño que le profesaba.
—Te quiero, Tzah —le susurró emocionado.
—Y yo a tí, Say —le respondió el drimish con dos lágrimas resbalando por sus mejillas.

Nelut,
Tainay, Yunmá, las dos gemelas hummolt y las dos hembras kartzam de
Iriat les observaban en silencio, tan emocionadas como ellos. Los
cazadores
habían partido de madrugada a su cotidiano trabajo de abastecer al clan
de carne, y los niños jugueteaban sobre la arena alrededor de sus
madres. El acantilado miraba hacia levante y cada madrugada veían la
luminosa salida del sol tras el lejano horizonte de agua.
—Emparejarles fue la mejor decisión de mi vida —dijo de pronto Nelut casi susurrando, con su cabello rojizo y sus ojos
verdiazules de mestiza iluminados por los horizontales rayos del sol
naciente.
Las demás mujeres permanecieron en
silencio con sus miradas fijas sobre la pareja de hombres, sintiendo
envidia de aquel amor tan bonito. Amaban a sus machos, y ellos a
su manera también las querían a ellas, pero lo que tenían ante sus ojos era algo
que rozaba lo inalcanzable, algo que solo podía existir en sueños.
Nelut
nunca se había enamorado. Sentía mucho cariño por su macho Say, con el
que se había emparejado por su insistencia y su buen corazón, pero nunca
había sentido por él nada parecido al amor. En realidad en lo más
íntimo y recóndito de su alma amaba a las mujeres, como Veshnei, la
abuela de su padrastro Etoz y bisabuela de Tzah y Laram, aunque no era
consciente de ello.
Una tarde, varios días
después, Nelut salió a dar un paseo sobre la arena de la playa en compañía de la
hechicera. La matriarca era seis primaveras mayor que Tainay, aunque a
simple vista parecían de la misma edad. Desde que había llegado a la
caverna del acantilado Nelut había perdido bastante peso, tal vez por su nueva
afición a salir a caminar sobre la arena y mantenerse más activa,
aconsejada por la hechicera, en lugar de permanecer todo el día echada
sobre su lecho de piel de oso de las cavernas. Había recuperado pues
parte de su esbeltez y su inquietante belleza mestiza. Sobrepasaba en un
palmo a Tainay, como solía ocurrir con los mestizos, que aunaban en su
cuerpo la robustez de los hummolts y la esbeltez de los kartzams, y su
sangre híbrida les hacía crecer mucho más altos que sus dos progenitores. Esto se hacía más patente en las hembras.
No
hacía frío y caminaban descalzas sintiendo la agradable sensación de la
fina arena blanca bajo sus pies. De pronto Nelut tropezó con una rama
de pino medio podrida que el mar había arrastrado hasta la playa. Iba a
caerse hacia adelante pero Tainay reaccionó a tiempo, le asió la mano y
evitó que perdiera el equilibrio. Ya no se soltaron. La matriarca miró
con cariño a la hechicera para agradecerle con los ojos y una sonrisa su
pronta reacción y de súbito sintió algo intenso que le hizo latir el
corazón con fuerza en el pecho, un extraño subidón, una emoción
desconocida, un agradable trastorno y entonces tragó saliva. Tainay sintió lo
mismo y también tragó saliva. Las dos mujeres seguían caminando
lentamente mirando al frente, con la misma expresión risueña dibujada en
sus rostros iluminados por el sol del atardecer. Cogidas de la mano
experimentaban una sensación maravillosa de complicidad, de comunión con
la otra, de intimidad absoluta, como si sus dos almas se hubieran fusionado en una sola. Se acababan de enamorar como dos
adolescentes sin ser realmente conscientes de ello.
Desde
aquel día se convirtieron en inseparables. Lo hacían todo juntas y cada
tarde daban un gran paseo sobre la arena cogidas de la mano. Se
alejaban lo más posible hasta sobrepasar una gran roca
que partía la playa en dos y, ya fuera de la vista de los demás miembros
del clan, se miraban a los ojos, se abrazaban y acariciaban con ternura
y así permanecían hasta que el sol se disponía a esconderse en el
horizonte. Aquel
tierno e inocente amor era lo más bonito que habían experimentado
en su dura vida de sacrificadas hembras reproductoras. Tainay había
amado a su difunto macho y había deseado también a Tzah, pero nunca
había sentido algo tan intenso, tan íntimo y tan bonito por una mujer.
En
uno de sus paseos Tainay asió la mano de Nelut y la posó sobre su vientre para
que supiera que estaba encinta, aunque no le dijo quién era el padre.
La matriarca supuso que su macho la había fecundado antes de
morir bajo las fauces del león poco antes de llegar ellos a la cala del
acantilado y no le hizo preguntas. La amaba con todas sus consecuencias.
La ayudaría a parir al niño y a criarlo, y nada las separaría.
Un
día la menor de las cuatro hijas de Nelut se alejó de la caverna
persiguiendo a un
lagarto ocelado y descubrió a su madre y a la hechicera sentadas muy
juntas sobre la arena, mirándose a los ojos y dándose un largo beso.
Sorprendida y perpleja corrió hacia donde estaban su padre y su
tío Tzah y les contó lo que acababa de ver. Los dos hombres también se
sorprendieron, pero enseguida comprendieron y se sonrieron con
complicidad. Sabían que la niña se lo contaría
también a las mujeres y no impidieron que lo hiciera. Deseaban que Nelut
fuera feliz, que pudiera amar a Tainay sin esconderse, como ellos
tampoco lo hacían.
La
matriarca y la hechicera le echaron valor a la situación y al cabo de
media hora aparecieron cogidas de la mano como si fuera la cosa más
natural del mundo. No dijeron nada, no tenían porqué dar explicaciones.
Ninguna de las dos estaba emparejada con un macho. Eran por tanto
mujeres libres y en libertad iban a amarse a su manera.
Desde aquel día pasaron a dormir juntas bajo la misma manta de piel
de buey almizclero. Nadie se metió con ellas, ni siquiera los niños
hicieron preguntas. Al fin y al cabo eran las dos mujeres más poderosas
del clan. A sus casi treinta y ocho primaveras por fin Nelut era feliz.
VIGÉSIMO QUINTO CAPÍTULO
Una madrugada de principios de verano Yunmá, ayudada por Tainay y Nelut,
dio a luz al primogénito de Gotz. El adolescente estaba exultante de
alegría. Era ya padre con solo quince primaveras. Antes de salir de caza
con los demás hombres quiso ver a su hijo. Yunmá le estaba dando el
pecho por primera vez y abrió la piel de zorro que rodeaba el tembloroso
cuerpo del bebé para que Gotz pudiera verlo. Era un varón sano, robusto
y hermoso. A su joven padre le brillaban los ojos por la emoción y
miraba embelesado a su retoño.
—¿Qué nombre le pondrás, Yunmá? —le preguntó casi susurrando,
mientras se acercaban Say y Tzah, los flamantes abuelo y tío-abuelo del
recién nacido, que también deseaban verlo.
—Le llamaré Endiak, el hijo del mar. ¿Te gusta?
—Me gusta mucho —respondió el muchacho, archivando en su memoria el nombre de su primogénito.
—Es un nombre lleno de fuerza, como el mismo mar —opinó el drimish.
Iriat y Laram esperaban a Gotz fuera de la caverna con sus armas
preparadas para adentrarse en el matorral y empezar la jornada de caza. El muchacho tardaba un poco en salir, pero ellos sabían
el motivo y no se impacientaron. En cuando apareció en el umbral de la
entrada le felicitaron efusivamente con un sonoro ululato kartzam golpeándole
la espalda con la mano. Gotz no cabía en sí de orgullo. Ya no podía ser
más feliz. Ahora tenía un poderoso motivo para salir de caza: alimentar
a su hembra y a su hijo Endiak.
Aquella mañana Say
ayudó a Tzah a acarrear leña para avivar la hoguera. Aunque solo tenía
un brazo seguía siendo muy fuerte y arrastraba grandes ramas hasta la
entrada de la caverna. Una vez allí, con la ayuda de uno de sus pies, la
partía en trozos más pequeños, y los iba echando sobre las ascuas que
permanecían encendidas de la noche anterior.
Como siempre hacían las hembras después de parir, Yunmá debía comerse
la placenta para que le diera fuerzas para producir abundante leche,
pero cruda era muy difícil de masticar y los kartzams se acostumbraron a
asarla para que fuera más tierna y digerible. Así pues, cuando Tainay
salió con la ensangrentada placenta de Yunmá en las manos, Say aplanó
las brasas y la hechicera la echó encima para que se asase. Con la ayuda
de un palo le dio la vuelta un par de veces y cuando creyó que ya
estaba en su punto, la ensartó con el mismo palo y se la llevó hacia el
interior de la caverna para dársela a la parturienta. Se la debía comer
toda, sin dejar nada. No acabársela era un mal presagio. El bebé podía
morir o crecer débil y enfermizo.
Yunmá hizo un gran esfuerzo y tras una larga hora masticando con desgana consiguió acabársela.
La verdad es que asada y sazonada con un poco sal estaba bastante buena, sabía a
hígado a la brasa. Las mujeres conseguían la sal recogiendo la que se
cristalizaba sobre las rocas costeras tostadas por el radiante sol
sureño.
A media tarde volvieron los tres
cazadores cargados con las piezas que habían abatido. Gotz
estaba ansioso por ver de nuevo a su hembra y su primogénito. En su
talega llevaba una golosina para Yunmá: dos puñados de arándanos y otros
dos de moras de zarzamora. Sabía que eran sus frutas preferidas.
Cuando
su hembra lo vio aparecer en el umbral de la caverna le regaló una
dulce sonrisa. Amaba a su joven macho. La verdad es que Gotz se hacía
querer. Era la ternura hecha hombre. Siempre, sin excepción, se acordaba
de su amada hembra y a la vuelta de la jornada de caza le llevaba un
pequeño detalle, una fruslería, cualquier cosa que a ella le pudiera gustar: unas
piedrecillas de colores, una caracola de mar, unas flores bonitas que
olieran bien o alguna golosina para comer.
Cuando
Gotz le ofreció los pequeños frutos que con tanto cariño había recogido para ella, Yunmá abrió los ojos como platos, se le llenó la boca de
saliva, cogió las frutillas de la mano de su macho, las puso sobre una piel de conejo y se las fue comiendo
de una en una saboreándolas poco a poco con expresión risueña de
placer. Hacer feliz a su hembra alegraba el corazón al muchacho. La
amaba con toda el alma.
A Yunmá, tras el
empacho de placenta asada de la mañana, aquellas
deliciosas y refrescantes frutillas le sentaron de maravilla. Le sirvieron para quitarse el
regusto a sangre que le había quedado en la boca. Mientras se las comía,
como si quisiera agradecerle el detalle, animó a Gotz a coger en brazos
al pequeño Endiak y se lo pasó envuelto en la piel de zorro. El
muchacho salió al exterior de la caverna para ver mejor la carita de su
hijo bajo la luz del atardecer y se acercó a su madre que estaba allí cerca adobando unas pieles.
—Mira, madre, tu nieto tiene el pelo rojo como tú —le dijo lleno
de orgullo, mostrándole la cabecita de Endiak iluminada por los rayos del
sol.
—Es medio hummolt como yo, pues —le respondió ella con una sonrisa.
La
matriarca agachó entonces la cabeza y dos grandes lágrimas resbalaron por
sus mejillas. Se acababa de acordar de su adorada madre Uloh y la echó
de menos. ¿Seguiría viva? —se preguntó con un nudo en la garganta. De
pronto deseó volverla a ver antes de que muriera y tomó la firme
decisión de hacer el largo
viaje hacia el norte en cuanto llegase la próxima primavera.
Unas semanas después parieron las dos gemelas hummolts con solo tres
días de diferencia. Ritzah dio a luz a una hembra y Nunlay a un varón.
Ya tenían pues una parejita cada una de ellas. Laram quería a sus dos
hembras por igual. Eran tan parecidas que muchas veces no las distinguía
y se equivocaba de nombre. Ellas amaban a su macho, no sentían celos la una de la otra y eran felices con su rol de hembras reproductoras. No conocían nada más ni aspiraban a otra cosa. Era
lo que habían aprendido en el clan de hummolts donde se habían criado.
Nelut
y Tainay seguían amándose como el primer día y cada tarde salían a dar
una vuelta sobre la arena en completa intimidad. Aquel paseo se había convertido en una
rutina. Para ellas era como una droga de la que necesitaban tomar una
nueva dosis cada día. El vientre de la hechicera se agrandaba a pasos
agigantados. Las piernas se le habían llenado de gruesas varices, y
pronto le llegaría la hora de parir.
En uno de los paseos con su amada Nelut de pronto sintió la primera
contracción, precisamente cuando más alejadas estaban de la caverna.
Enseguida rompió aguas, el líquido amniótico le resbaló por las piernas, y
en
cuestión de pocos minutos las contracciones se hicieron tan intensas y
frecuentes que ya no pudo continuar caminando de vuelta a la caverna. Se
sentó de cuclillas sobre la arena ayudada por Nelut y se dispuso a
alumbrar al hijo del
drimish.
De improviso, sin saber porqué,
sintió el deseo de revelar la verdad a su amada y le dijo quién era el
padre de la criatura que estaba a punto de dar a luz. La matriarca se
sorprendió tanto que quedó bloqueada durante unos segundos. No se podía
creer que su hermano drimish hubiera sido capaz de yacer con una hembra.
"Fue culpa mía, él no quería. Tuve que utilizar toda mi astucia
de mujer para conseguir que su colgajo se endureciera. Tzah es
tan
hermoso..." —le aseguró Tainay con voz temblorosa, como si estuviera
confesando un grave delito.
Nelut tragó saliva. En su corazón hervía un extraño y a la vez poderoso sentimiento contradictorio,
mitad celos de su hermano, mitad ternura por él, y al mismo tiempo se
sentía traicionada, engañada, no solo por Tainay por no haberle dicho la
verdad desde un principio, sino también por Tzah por su falta de
confianza hacia ella, pues desde niños siempre se lo habían contado todo.
La matriarca era muy inteligente, tenía un gran corazón y quería con
locura tanto a su hermano como a Tainay. En pocos segundos reaccionó,
pensó que no tenía ningún derecho a recriminarles nada de lo que hubieran
hecho en el pasado y súbitamente supo lo que debía hacer. Dejó
a la parturienta sobre la arena bregando con sus contracciones y recorrió un
largo trecho hacia la caverna, el suficiente para que Tzah oyera sus
gritos.
—¡Tzah, ven enseguida. Quiero que veas una cosa! —le llamó al verlo
aparecer tras una sabina cargado con un gran haz de leña.
—¡Ahora voy, hermana! —le respondió él con voz afable.
El
drimish por suerte se encontraba completamente solo en aquel preciso
momento. Say
estaba intentando arrancar una rama seca de un pino para llevársela
hacia la caverna, y las mujeres estaban recogiendo mejillones,
ostras, caracolas y erizos de mar sobre unas rocas muy alejadas azotadas
por las olas.
Tzah tenía treinta y cinco primaveras y estaba en su plenitud como
hombre. Mientras caminaba sobre la arena al encuentro con su hermana, con
su fornido cuerpo iluminado por los rayos del sol y su oscura
cabellera y su poblada barba revoloteando al aire mecidas por la
cálida brisa que soplaba desde el mar, Nelut lo observaba fijamente con
sus poderosos ojos verdiazules, no como su hermana sino con ojos y corazón de hembra y
sí, realmente su hermano era muy bello y deseable, una tentación casi
irresistible para cualquier mujer. Tragó saliva, inspiró profundamente y
se dispuso a recibir a Tzah.
—¿Qué ocurre, hermana?
—Tu hijo está a punto de nacer.
—¿Mi hijo?
—Sí, el que engendraste en el vientre de Tainay.
Nelut se lo echó en cara con cierta acritud, como una pedrada en plena cara. El
drimish tragó saliva y no respondió. De pronto se acordó de los encuentros furtivos
que tuvo con la que un día sería la hechicera y comprendió. Hasta
entonces había creído que Tainay estaba preñada de su difunto macho y ni
por atisbo había sospechado que él fuera el responsable de aquel
embarazo.
En completo silencio y emparejados se dirigieron hacia donde estaba Tainay. El feto ya asomaba
su cabecita, que brillaba ensangrentada entre las piernas de su madre,
iluminada por los rayos horizontales del sol poniente. La experimentada
Nelut la asió, tiró con suavidad rotándola hacia un lado para facilitar
la salida de un hombro, luego hizo lo propio con el otro hombro, y en un
último esfuerzo Tainay dio a luz a un precioso varón lleno de vida,
que no lloró, solo carraspeó para echar las mucosidades que le impedían
respirar y permaneció tranquilo en el regazo de su madre, que lloraba y reía a la vez de pura felicidad.
Tzah también lloraba.
Estaba profundamente emocionado. Jamás se hubiera imaginado que un día
vería nacer a un hijo suyo, el hijo de un drimish, el hijo de un
hombre-mujer. Nelut le acarició su barbuda mejilla y le dio un beso en
la frente, mientras le susurraba: "No temas. Jamás revelaré tu secreto, y Tainay tampoco lo hará".
—Le llamaré Sindrú, el hijo del ocaso —exclamó de pronto la agotada madre tras expulsar la placenta.
VIGÉSIMO SEXTO CAPÍTULO
Unas
semanas después empezó súbitamente el invierno con una gran ventisca
que, hacia el norte, en el valle del sol naciente y el valle de las
encinas, cubrió los bosques con una gruesa capa de nieve y en las costas
del sur embraveció el mar levantando olas gigantescas que chocaban
furiosas contra el acantilado, y alguna llegaba a penetrar varios metros
en el interior de la caverna. Salir de caza era muy peligroso y buscar
moluscos y crustáceos sobre las rocas litorales era un suicidio. Los
veintinueve miembros del clan del acantilado permanecieron en el
interior de la cueva durante una larga semana. Habían sido previsores y
tenían gran cantidad de rizomas, tubérculos, bellotas, avellanas,
nueces, piñas de pino carrasco y pino piñonero, endrinas, manzanitas de majuelo y acebuchinas secas almacenadas en una de las
concavidades laterales que utilizaban como despensa. La matriarca era la
encargada de dosificar lo que se podían comer cada jornada para que las
reservas les cundieran el máximo de días sin llegar a pasar hambre. Para
matar el tiempo se entretenían abriendo las piñas acercándolas al fuego
para consumir luego los piñones que recogían sobre pieles de bucardo.

El octavo día de temporal, ya por la tarde, el viento gélido amainó
por fin, y casi a puesta de sol el cielo se despejó y el astro rey logró
brillar durante media hora antes de desaparecer tras la línea horizontal
de poniente. Durante la noche las olas fueron perdiendo poco a poco su
bravura y en la madrugada del día siguiente el mar amaneció calmo y el
cielo lució un intenso color azul limpio de nubes.
Todos los adultos y niños mayores, a excepción de Yunmá, Ritzah y Nunlay que
permanecieron en el interior de la caverna cuidando de sus bebés,
salieron provistos de varios cestos de tallos de bejuco entretejidos por
las hábiles manos de Tainay y unas cuantas talegas de cuero, con la
intención de recoger el máximo de animalillos de mar y darse un festín
de algo más sabroso que las bellotas rancias, los tubérculos asados, los
piñones y las acebuchinas secas.
A mediodía los mariscadores dieron por finalizada la recolecta de
frutos del mar y se adentraron en el interior de la caverna para
proceder a asarlos sobre las brasas de la fogata. Dos horas más tarde
habían acabado con toda aquella deliciosa comida que les había regalado
la gran poza azul y entonces, ahítos y felices, se entretuvieron jugando con los niños hasta la hora del ocaso.
Al día siguiente continuaba el tiempo calmo y los cazadores pudieron
salir de caza abrigados con sus gruesas y cálidas prendas confeccionadas
por las mujeres.
Durante las siguientes
semanas brilló el sol cada día y poco a poco, casi sin darse cuenta, el
aire se hizo más cálido, y empezó la ansiada primavera. Para la matriarca
había llegado la hora de partir hacia el valle del sol naciente para visitar a su anciana madre Uloh, si es que todavía vivía. Una luminosa
mañana emprendió el camino hacia el norte con sus hermanos Tzah y Laram y dos de sus
cuatro hijas, con la idea de llegar aquella misma tarde en una primera
etapa del viaje al valle de las encinas.
Los
dos hombres conocían bien el camino. Lo habían recorrido en varias
ocasiones. Llegaron a media tarde y al entrar en la caverna un olor
intenso muy conocido por ellos les hizo erizar todos los pelos de
su cuerpo. "¡Osos!" —exclamó Tzah en voz baja, y sin pensárselo dos
veces salieron a toda prisa y se adentraron en el encinar. Durante un
largo rato permanecieron acurrucados y en completo silencio tras unas
matas, desde las que podían ver la entrada de la cueva, a la espera de
que saliera algún oso de las cavernas, pero todo parecía estar en calma.
Se acercaba la puesta del sol y en un par de horas deberían tomar una
decisión: atreverse a entrar en su antiguo hogar para pasar la noche en
un lugar abrigado o buscar unas rocas orientadas hacia el sur que les
permitieran estar a resguardo del frío viento del norte.
Los
gruñidos entrecortados de una enorme osa llamando a sus cachorros les
sobresaltó a solo unos treinta pasos. Por suerte el viento les venía de
cara y alejaba su fuerte olor humano del fino olfato de la fiera. Con un
nudo en la garganta vieron como la familia de úrsidos se adentraba en
el interior de la caverna que ahora era su guarida. Tendrían que pasar
la noche bajo las estrellas.
—Tzah, ¿te acuerdas de la cueva de los hummolts donde tú y Say encontrasteis a Nunlay? —le preguntó Laram a su hermano.
—Sí, la recuerdo bien y no queda lejos. Podríamos pasar allí la noche —le respondió el drimish.
—Vamos, pues.
El
sol se estaba poniendo. Tendrían que darse mucha prisa si querían
llegar a la caverna sin perderse en el laberinto del tupido encinar. Por
suerte la luna estaba en cuarto creciente y su lívida luz cenicienta
era suficiente para sus ojos avezados a caminar en la fosca penumbra del
sotobosque. En una hora estuvieron ante la cueva de los hummolts. Nadie la
había ocupado y el intenso aroma de sus antiguos moradores se había
disipado con el paso del tiempo. Ahora olía a humedad, a tierra mohosa, a
aire estancado, o sea, a caverna. Las pieles amontonadas de oso y buey
almizclero continuaban en su sitio y parecían conservarse bastante bien. Les
serían muy útiles para protegerse del frío.
Recogieron
leña seca de los alrededores y encendieron una fogata en el interior de
la gruta para asar los dos conejos que Tzah y Laram habían cazado
con sus hondas durante el trayecto desde el acantilado. No era mucha carne, pero sí la
suficiente para apaciguar el estómago de los cinco.
Pasaron
la noche sin sobresaltos y al salir el sol, nada más clarear al alba,
emprendieron el camino hacia el valle del sol naciente. Al mediodía
llegaron al río que abastecía de agua a los miembros de su antiguo clan.
El viejo nogal seguía tan imponente y lozano como hacía diecisiete
primaveras. Nelut al verlo se acordó de cuando quedaron con Say al pie
de su tronco aquel infausto día en que la matriarca Daylay les echó del clan.
Mientras acariciaba su rugosa corteza, sus ojos de mestiza se le humedecieron por la
emoción del recuerdo. Había pasado tanto tiempo... ¿Seguiría viva la
malvada matriarca? —se preguntó con el pensamiento.
Al cabo de media hora estaban apostados tras unas rocas observando el
trajín de mujeres y niños entrando y saliendo de la caverna. No
reconocieron a ninguna de las hembras adultas, entre las cuales
seguramente estaban sus hermanas. Tanto las mujeres como los niños llevaban el cabello muy corto, y eso les sorprendió. Una anciana encorvada de pelo canoso, también recortado,
salió de pronto de la cueva caminando a pequeños pasos, apoyándose en un
bastón con una mano y en el hombro de una niña con la otra, y se sentó
sobre una roca a tomar el sol de la mañana. Por su indumentaria parecía
ser la matriarca. Unos niños que estaban jugando a perseguirse pasaron
corriendo por su lado, uno de ellos le dio un golpe con el brazo sin querer, y ella lo
reprendió. Al escuchar su voz a Nelut le dio un vuelco el corazón.
Acababa de reconocer a su progenitora.
—¡Madre! —la llamó loca de alegría, corriendo hacia la anciana.
—¡Nelut! ¿Eres tú, hija mía? —le preguntó la vieja Uloh mirando al vacío.
—Sí, madre, soy tu primogénita, la hija del hummolt —le respondió la mestiza, asiendo las manos que su madre había alargado hacia ella.
—¡Mi hija del bosque! Acércate para que te acaricie y te huela. Mis ojos se han nublado y no puedo verte.
Uloh
había perdido la vista hacía un par de primaveras. Con las dos manos
acarició el rostro de su hija y a continuación le olió su encanecido
cabello rojizo de mestiza.
—Sí, eres mi primogénita. Tu pelo sigue oliendo igual —exclamó la
anciana, mientras posaba su mano derecha sobre la cabeza de Nelut y esta
hacía lo propio con su madre.
Dos regueros de lágrimas brotaron de los ojos de las dos mujeres. Seguían queriéndose con toda el alma.
—Madre, ¿te acuerdas de mí? Soy tu hijo drimish —le dijo Tzah con voz temblorosa por la emoción.
—Sí, claro que me acuerdo de mi pequeño hombre-mujer —le respondió Uloh, acariciándole su barbuda mejilla.
Laram
también saludó a su madre. Ella le acarició la cara y le olió el
cabello, pero no lo reconoció, aunque no le dijo nada para que no se
sintiera despreciado. Su memoria, al igual que sus ojos, también se
había nublado y no recordaba al benjamín de sus diez hijos.
Solo tres lunas después de expulsarlos del clan, la malvada matriarca Daylay
falleció de unas fiebres extrañas, y Uloh fue elegida por las hembras más
ancianas como su sustituta. Llevaba pues diecisiete años ostentando el
cargo de máxima autoridad. Era una matriarca justa, prudente y buena, y
todos la querían y respetaban. El haberse quedado ciega no menoscababa
en nada sus funciones, pues se mantenía perfectamente informada de todo
cuanto acontecía, y sus sabios consejos y acertadas decisiones habían
mantenido la paz y el bienestar de los kartzams del valle del sol
naciente durante más de tres lustros.
Etoz, el padre de Tzah y Laram y padrastro de Nelut, había fallecido
cinco años atrás por las heridas causadas por una pareja de hienas
manchadas, que atacaron a los cazadores para robarles un bisonte que
acababan de abatir. Cuando los hombres lograron matarlas, a una
atravesándole el corazón con una lanza de cuerna de ciervo y a la otra
de una certera pedrada en la cabeza, Etoz tenía el cuello desgarrado y
ya nada pudieron hacer para salvar su vida.
Los
visitantes fueron acogidos como si fueran cinco miembros más del clan
del sol naciente. La matriarca Uloh así lo dispuso, y todos acataron su
decisión. Sus siete hermanos y hermanas seguían vivos, pero tras
diecisiete años de separación solo se acordaban de Nelut, su hermana
mayor, que había sido para ellos como una segunda madre. Sus dos
abuelas, Aileh y Metzet, hacía ya muchas primaveras que habían
fallecido.
—Madre, ¿por qué lleváis todos el pelo tan corto? —quisieron saber Tzah y Nelut.
—Hace muchas primaveras, poco después de marcharos, los cazadores fueron
sorprendidos por una manada de leones de las cavernas en la espesura de
un robledal,
no se atrevieron a enfrentarse a ellos por su gran número y optaron por
subirse a los árboles, a donde las fieras no podían alcanzarlos. A uno
de los cazadores, un muchacho de unas dieciséis primaveras llamado
Kuprok,
mientras se encaramaba a toda prisa a un roble, se le enganchó su largo cabello a una zarza que crecía muy vigorosa pegada al tronco del
árbol. El joven quiso liberarse, pero cuanto más lo
intentaba más se enmarañaban sus cabellos en los espinosos sarmientos de
la zarza. Al no poderse poner a salvo a tiempo, los leones se le echaron
encima y lo mataron a mordiscos y
zarpazos ante los aterrorizados ojos de los demás cazadores, que desde
lo alto de los árboles solo pudieron abatir a cuatro de las fieras con
sus lanzas de cuerna de ciervo y los contundentes cantos rodados que
llevaban todos en sus talegas como armas de caza. Por suerte los demás
leones se asustaron al ver a sus compañeros muertos y se
marcharon sin devorar al pobre muchacho.
—Debió ser un día muy triste para vosotros —le dijo con voz temblorosa y ojos horrorizados su primogénita.
—Lo fue, te lo aseguro, sobre todo para la madre del cazador. La pobre
mujer acababa de perder a su macho devorado por los lobos, y la
horripilante muerte de su único hijo varón la enloqueció y terminó
lanzándose por un precipicio para dejar de sufrir. Era mi hermana pequeña.
—¿Se llamaba Inoka?
—Sí, ese era su nombre.
—Me acuerdo de ella. Fui muchas veces a recolectar bellotas,
avellanas y acebuchinas en su compañía —le aseguró Nelut con un nudo
en la garganta.
—Cuando los hombres volvieron con los restos destrozados de Kuprok y me relataron
los detalles de la trágica muerte del muchacho, supe enseguida lo que debía hacer y ordené a las mujeres que
cortasen el cabello a todos los miembros del clan al menos una vez cada
tres lunas, excepto en invierno. De esta manera también conseguimos librarnos de una vez por todas de
los molestos piojos.
—Pues yo voy a hacer los mismo con los miembros de mi clan. ¿Quién puede cortarnos el pelo ahora mismo, madre?
—Tu hermana Eikay, la segunda de mis hijas. Maneja muy bien el cuchillo de sílex.
Unas horas más tarde Tzah, Laram, Nelut y sus dos hijas lucían su
nuevo corte de pelo. Los cinco se miraban unos a otros divertidos y
sobre todo sorprendidos por lo mucho que les cambiaba el rostro llevar el
cabello tan corto.
Aquella noche la matriarca quiso
celebrar el reencuentro con sus hijos y sus nietas organizando una
gran fiesta. En el valle del sol naciente no había ningún drimish, entre
otros motivos porque los cazadores los despreciaban por su
afeminamiento y su supuesta cobardía. A Uloh le hacía mucha ilusión
escuchar las antiguas canciones de los kartzams cantadas por su hijo
Tzah. Desde la muerte de su madre Aileh nadie había vuelto a cantarlas.
Así
pues durante toda la tarde las mujeres y los niños acarrearon leña seca
desde el cercano robledal y formaron con ella un gran montón justo
delante de la entrada a la caverna. Mientras tanto los cazadores del
clan,
acompañados por Tzah y Laram, cogieron sus armas y se adentraron en la
espesura del bosque con la idea de cazar un animal grande. Al
cabo de unas horas volvieron cargados con un gran cebro macho que había
abatido Tzah de una certera lanzada en el corazón. Ninguno de los
hombres sabía ni
sospechaba que él fuera drimish. Con astucia había imitado a la
perfección los rudos gestos de los cazadores y había embrutecido su voz
para enmascarar su afeminamiento. No tardarían mucho tiempo en llevarse
una gran sorpresa.
Al volver de la batida de caza, Tzah entró en la caverna acompañado
de su hermana Nelut y su madre Uloh, con la escusa de narrarse mutuamente los
avatares de sus azarosas vidas, aunque en realidad lo que buscaban era
quedarse a solas, mientras los cazadores, por orden de la matriarca,
encendían una gran hoguera, y las mujeres abrían el vientre del cebro,
le sacaban las vísceras, desechando la vejiga, el estómago y los
intestinos, que dos hombres llevaron lejos de la caverna para que se
los comieran los cuervos y los buitres, y separaron su hermosa piel cenicienta de la carne para curtirla con sal de roca.
Tzah le narró a su madre su vida de drimish en el valle de las
encinas y en la caverna del acantilado sin omitir su emparejamiento con
Say y el nacimiento de su único hijo Sindrú. Por su parte Nelut le
explicó que le había dado seis nietos y un bisnieto y que ahora era la
matriarca del clan del acantilado. No le habló de su emparejamiento con
Tainay, pues pensó que su anciana madre no iba a entender que dos
mujeres pudieran amarse, como sí comprendía el amor entre dos hombres.
Tras
conversar un largo rato, Nelut recortó la barba de su hermano con un
pequeño y afilado cuchillo de sílex con tanta destreza como les había
cortado el pelo su hermana Eikay. A continuación le maquilló y vistió
con su indumentaria de hombre-mujer y finalmente sacó de su talega el
instrumento de madera y la flauta de hueso de rebeco y se los puso en
las manos. "Estamos listos, madre" —le dijo a su progenitora. Nelut
por un lado y Tzah por el otro asieron las manos de la
invidente matriarca, y los tres salieron juntos de la caverna y se
dirigieron
hacia la gran hoguera que los hombres habían encendido, sobre cuyas
brasas se estaba asando la carne del cebro.
Todos
les estaban esperando sentados sobre piedras planas alrededor del
fuego. Nelut ayudó a su madre a sentarse sobre la elevada piedra que
servía de trono a la matriarca, y ella se sentó a su lado. Tzah
permanecía de pie y en silencio esperando la orden de Uloh.
—¡Drimish, hijo mío, cántanos las canciones de nuestros antepasados kartzams! —le ordenó con voz cariñosa la matriarca.
Tzah estaba muy emocionado. Nunca hubiera imaginado que un día
cantaría y bailaría ante los ojos de los cazadores de su antiguo clan.
Sabía que despreciaban a los hombres afeminados, pero solo unas horas
antes les había dado muestras de su valentía abatiendo él solo al gran
cebro macho. Cuando vieron a Tzah maquillado y vestido como un
hombre-mujer y
sobre todo al escuchar la palabra drimish de la boca de su adorada
matriarca, abrieron sus ojos como platos por la sorpresa y a
continuación fruncieron el ceño visiblemente molestos, aunque por
respeto hacia la jefa del clan permanecieron sentados y en silencio.
El
drimish posó su mano derecha sobre la cabeza de su madre y luego sobre
la de su hermana, en un gesto de afecto propio de las mujeres que
desagradó a los cazadores, y acto seguido empezó su espectáculo bailando
sin voz al ritmo de la música del instrumento de madera el más sencillo
y primitivo de los bailes de los kartzams. Continuó luego cantando las
antiguas canciones de su tío bisabuelo drimish Nishtam, que su abuela
Aileh le había enseñado, mientras bailaba alrededor de la hoguera
haciendo sonar acompasadamente su instrumento de madera y su flauta de
hueso de rebeco. Para evitar problemas no se contoneó lascivamente ni se
insinuó a los machos más hermosos guiñándoles un ojo, como solían hacer
los drimish.
Tzah sudaba copiosamente por el calor que irradiaba la hoguera y el
esfuerzo de bailar, cantar y hacer sonar a la vez los dos instrumentos.
Nelut animó a las demás mujeres a acompañar el espectáculo con palmadas, y
Laram hizo lo propio con los hombres, que se resistieron al principio,
pero poco a poco se fueron animando y acabaron riendo a carcajadas con
las divertidas letras de las últimas canciones compuestas
por el propio Tzah. La verdad es que todos los miembros del clan del sol
naciente estaban encantados. Nunca antes habían presenciado un espectáculo
tan bonito. En sus insulsas y monótonas vidas de cazadores-recolectores
se limitaban a sobrevivir cada día sin ninguna diversión.
La carne ya estaba asada, pero todos se habían olvidado del hambre,
fascinados por el espectáculo. De pronto Nelut percibió el olor a carne
requemada y se lo dijo al oído a su madre. Esta reaccionó enseguida,
levantó el brazo derecho y Tzah paró de cantar y bailar.
—¡Comed! —les ordenó con su temblorosa voz de anciana.
Tras zamparse toda la carne del cebro, las mujeres echaron los huesos largos de las patas sobre las brasas y, tras darles la vuelta varias veces, los sacaron y los partieron con grandes piedras, para acceder al delicioso y cremoso tuétano que tanto les gustaba a los kartzams. El cebro era grande, pero más lo era el apetito de los ochenta y nueve miembros del clan del sol naciente y sus cinco invitados.
Ya ahitos, volvieron sus ojos hacia el drimish. Tzah reanudó entonces su espectáculo cantando varias letras de su extenso repertorio y acabó con la canción dedicada a
la gran poza azul, aún a sabiendas de que ninguno de los miembros de su
antiguo clan había visto nunca el mar. Por supuesto sabían perfectamente lo que era una poza.
Oh gran poza azul
que estás calentita.
Oh gran poza azul
que estás muy salada.
Oh gran poza azul
que no te estás quieta
y me haces cosquillas
en los cataplines.
Y al acabar Tzah les hizo una seña a sus hermanos Nelut y Laram, y
ellos repitieron como lo hacía el pequeño Tariuk: "y me haces cosquillas en los cataplines".
Esto último sí lo comprendieron
perfectamente los espectadores y rompieron a reír a carcajadas, sobre todo los hombres, pidiendo una repetición
de la canción al drimish. Tzah había tenido un éxito rotundo, se había
ganado a su publico sin excepción y había triunfado en el clan que un
día le obligó a marcharse.
Por supuesto accedió a
su petición y volvió a cantar la canción de la gran poza azul, y esta
vez fueron todos, incluidos los cazadores, quienes continuaron la
canción en una explosión de alegría y felicidad que jamás olvidarían.
Habían dejado de odiar y despreciar a los drimish.
Al terminar el espectáculo, Tzah posó su mano derecha sobre la cabeza de su
emocionada madre, y dos regueros de lágrimas brotaban de los cegados
ojos de la anciana.
VIGÉSIMO SÉPTIMO CAPÍTULO
Los
miembros del clan del sol naciente quedaron tan fascinados con el
espectáculo del drimish que quisieron que lo repitiera cada noche. Entre
los machos jóvenes todavía sin emparejar había dos hijos de una prima
segunda de Say. El mayor de ellos, de nombre Unlán, tendría unas
dieciséis primaveras y Ngaeh, el menor, unas quince. Durante las fiestas
nocturnas alrededor de la hoguera no dejaban de mirar a las dos hijas
de Nelut, que rondaban ambas las trece primaveras, puesto que solo se
llevaban once meses escasos, y ya lucían en su rostro el maquillaje de
arcilla roja y en su cuello el collar de dientes de jabalí, propios de las hembras
jóvenes que ya habían sangrado por primera vez. Ambas habían heredado el
rojizo cabello hummolt de su madre, que iluminado por las llamas de la
gran hoguera se veía todavía más rojo, y a los dos muchachos se les
antojó muy bonito. Era muy diferente al monótono cabello castaño oscuro
de los kartzams.
Unos días después, sospechando
que los visitantes pronto se marcharían y con ellos las dos chiquillas,
los adolescentes se armaron de valor y se atrevieron a hablar con Uloh.
—Gran matriarca, necesitamos tu sabio consejo —le dijeron al unísono a
la anciana, que como cada mañana estaba sentada sobre una roca
tomando el sol.
—Decidme, os escucho.
—Nos gustan mucho las dos hembras jóvenes que han venido con tu hija.
Desearíamos emparejarnos con ellas, si a ti te parece bien.
—No son hembras de nuestro clan y yo no tengo potestad sobre ellas.
Deberá ser su madre quien os responda. ¡Nelut, hija mía, ven! —la
llamó, sin saber que ella estaba a solo tres pasos y había escuchado la
exposición de los dos jóvenes con una amplia sonrisa dibujada en su rostro.
La
mestiza en realidad lo había planeado así cuando pidió a sus dos hijas
que la acompañasen en su viaje hacia el norte. No era bueno que en un
clan tan pequeño como el del acantilado cuatro hermanas tuvieran
descendencia, con el peligro de que en un futuro sus nietos se
emparejasen entre ellos y tuvieran hijos enfermos por la consanguinidad.
Así que se las llevó con ella con la intención de intercambiarlas por
dos hembras jóvenes de su antiguo clan del sol naciente.
—Aquí estoy, madre —le dijo Nelut.
—Estos dos machos quieren emparejarse con tus hijas. ¿Te parece bien?
—Si ellas están de acuerdo, sí —le respondió risueña.
—Llámalas, pues.
—¡Mirfú, Tuineh, venid!
Nelut sabía que a las chiquillas también les gustaban los dos pretendientes. Había observado como les lanzaban miradas y sonrisas furtivas mientras el drimish
danzaba y cantaba alrededor de la hoguera. La mestiza era muy
inteligente, como todos los híbridos, y no se perdía ningún detalle de cuanto acontecía a su
alrededor. Su plan estaba dando los frutos esperados.
—¿Qué quieres, madre? —le preguntaron a Nelut sin sospechar nada.
—Estos dos machos quieren emparejarse con vosotras. ¿Aceptáis ser sus hembras?
Mirfú miró a los ojos a Unlán y le sonrió, y Tuineh hizo lo propio con Ngaeh. Las dos lo tenían muy claro.
—Aceptamos, madre.
—Estáis dispuestas a quedaros aquí con ellos.
—Sí, madre.
—Pues por mi parte tenéis mi aprobación —sentenció Nelut.
—Y por mi parte también —añadió la anciana matriarca Uloh.
—Madre, según
las buenas costumbres de los kartzams, al ceder yo dos hijas, debería
llevarme a cambio dos hembras jóvenes de vuestro clan —le recordó la
mestiza con voz cariñosa a su progenitora.
—Hay dos niñas huérfanas, que perdieron a su madre por una úlcera que le
carcomió un pecho y a su padre por unos vómitos de sangre negra, que tal
vez querrían venir contigo. ¡Ngaeh, búscalas y tráelas ante mí!
—Voy ahora mismo, gran matriarca.
Unos
minutos más tarde el muchacho volvió con las niñas. Ninguna de las dos era
todavía mujer. Aunque se llevaban un año, parecían gemelas. Iban siempre
cogidas de la mano y dormían juntas bajo la misma manta de piel de oso
de las cavernas. Desde la muerte de su madre, cuatro lunas atrás, la
sonrisa se había borrado de su rostro y se mostraban tristes y
esquivas. Nelut les sonrió y les acarició el cabello. Su instinto
maternal le hacía sentir una gran ternura por ellas.
—¿Queréis venir conmigo al acantilado de la gran poza azul? —les preguntó con voz cariñosa.
Ellas
no respondieron. Levantaron sus ojos con timidez y la miraron con su
carita triste. Parecía que iban a echarse a llorar en cualquier momento.
—Si venís conmigo yo seré vuestra nueva madre. Soy la matriarca de mi
clan y os protegeré para que nada ni nadie os pueda hacer ningún daño —les aseguró, poniéndose de cuclillas para estar a la altura de sus ojos,
mientras les regalaba la más dulce y tierna de sus sonrisas.
Las
niñas se miraron fijamente durante unos segundos, se leyeron el
pensamiento y ambas respondieron a Nelut diciéndole sí con la cabeza.
Un
par de días después Nelut, Tzah, Laram y las dos huérfanas del clan del
sol naciente partieron hacia el sur. Como en la ida, en la vuelta
hicieron de nuevo escala en la caverna de los hummolts y al día
siguiente, a primera hora de la tarde, llegaron a su cálido hogar del
acantilado.
Los miembros del clan les
recibieron con grandes muestras de afecto y un sonoro ululato kartzam.
Su nuevo corte de pelo les sorprendió y al mismo tiempo se les antojó
muy atractivo. Les hacía parecer más jóvenes. La matriarca les explicó
el motivo y acto seguido ordenó a Yunmá, Tainay y Ritzah que les
cortaran el cabello a todos y también la barba a los hombres. La verdad
es que tanto los kartzams como los hummolts solían tener el pelo
infestado de piojos, y los miembros del clan del acantilado no eran una
excepción. Aquel corte tan drástico y colectivo, que repitieron cada
tres lunas, les libró de la mayoría de los parásitos y sus liendres, y al
cabo de dos primaveras, casi sin darse cuenta, la infestación había
desaparecido para siempre de sus cabezas.
Las
niñas del valle del sol naciente por fin supieron como era la gran poza
azul cantada por el drimish y quedaron impactadas
por su inmensidad, su fascinante color y su agradable aroma. Al día
siguiente se sentaron sobre una roca a unos pasos de la línea de la
playa
y así permanecieron un largo rato, en silencio, sin separar sus ojos
castaños del mar que, como si quisiera darles la bienvenida, aquella
mañana lucía para ellas un luminoso vestido azul turquesa.
Say
había salido a pasear sobre la arena con su amado drimish, y al pasar
por delante de las niñas percibió en sus ojos la misma fascinación por
el mar que él sentía, le hizo una seña a Tzah, este comprendió sin
palabras, y con toda la dulzura de la que fueron capaces invitaron a las
pequeñas a bañarse por primera vez en su vida en la gran poza azul. El
drimish se había ganado su confianza durante el largo viaje de vuelta, y
sorprendentemente las niñas parecieron encantadas con la idea y se
pusieron de pie sin soltarse de la mano.
Los
dos hombres se desnudaron ante las huérfanas como si fuera
la cosa más natural del mundo. Ellas comprendieron y también se
quitaron su sencillo vestido de pieles, pero enseguida volvieron a
cogerse de la mano. Eso les daba seguridad. Entonces Say asió la
manita libre de Mirfú con su única mano y Tzah hizo lo propio con Tuineh,
y los cuatro se adentraron poco a poco en el agua.
Nelut
y Tainay les observaban risueñas apostadas junto a la entrada de la
caverna, y en un impulso se cogieron de la mano, se acercaron a la línea
de la playa, se desnudaron y se metieron en el agua siguiendo a los dos
hombres y las niñas.
A los pocos minutos
los seis bañistas reían a carcajadas echándose agua, jugando a
perseguirse, gozando como nunca de aquel paraíso azul turquesa. Las
niñas chillaban divertidas con el juego que se acababa de inventar el
drimish. Las cogía por las muñecas y las hacía dar vueltas a su alrededor
como si volasen sobre el agua, para luego soltarlas de improviso,
logrando con ello que ambas pequeñas abandonasen su eterna tristeza y
fueran felices por primera vez tras la muerte de su madre.
Al
día siguiente a media tarde todos los miembros del clan del acantilado
quisieron jugar a aquel divertido juego, y sus risas y chillidos de
alegría acallaron durante un par de horas la monótona música del eterno
vaivén de las olas chocando contra las rocas.
VIGÉSIMO OCTAVO CAPÍTULO
La
vida de los miembros del clan del acantilado transcurrió apacible y sin
sobresaltos durante las siguientes primaveras. Las algas y los
animalillos de mar abundaban sobre las rocas costeras y lo mismo ocurría
con la caza menor del cercano matorral, por lo que ya no
volvieron a pasar hambre.
Tanto Say como Nelut, a su avanzada edad de cuarenta y siete
primaveras, se habían transformado en dos ancianos canosos y algo
encorvados con el rostro requemado por el sol y poblado de profundas
arrugas. Sin embargo, gracias a la paz y el bienestar que reinaba en
aquella paradisíaca cala de ensueño y rodeados por el cariño de todos
los miembros del clan, se mantenían ágiles y pletóricos de vida, al
igual que Tzah, al que solo superaban en cuatro primaveras.
Los tres habían sobrepasado con creces la esperanza media de vida de los kartzams, que rondaba las veintiocho primaveras. La
peligrosa caza de grandes animales, los enfrentamientos con las fieras y
las esporádicas escaramuzas con los hummolts eran las causas
principales de muerte prematura en los hombres, mientras que las mujeres
solían morir por las complicaciones en los embarazos y partos, la
terrorífica y siempre inesperada entrada de fieras en la caverna
en busca de carne humana estando los hombres ausentes, así como
también por los ataques de los hummolts para abastecerse de hembras
jóvenes, en los que mataban a las adultas y se llevaban a las niñas. Las
catastróficas epidemias afectaban por igual a hombres y mujeres,
cebándose especialmente con los más pequeños del clan.
Tariuk, el benjamín de Say y Nelut y Guntzé, el primogénito de
Iriat y Hyppa, habían logrado superar la niñez y se habían convertido en dos
adolescentes altos y robustos de ojos risueños y sonrisa encantadora, a
los que las hembras jóvenes todavía sin emparejar miraban con deseo.
Ambos rondaban las diecisiete primaveras y se habían hecho amigos
inseparables.
Solo una cosa les
diferenciaba. Tariuk, como habían presentido en el momento de su
nacimiento su madre Nelut y su tío Tzah, tenía el alma de drimish,
ademanes suaves de hembra y voz afeminada, mientras que Guntzé rezumaba
virilidad, había heredado el mismo vozarrón de su padre y ya había
yacido furtivamente con más de una hembra tras los arbustos del cercano
matorral.
Lo que les hacía inseparables no eran pues su idiosincrasia y sus
sentimientos tan opuestos, sino algo inconfesable por Tariuk: se había
enamorado perdidamente de Guntzé. Su corazón le hacía desear
estar a todas horas a su lado, compartir con él sus aficiones de macho,
renunciando si hacía falta a si mismo para ganar a cambio la compañía de
su primer gran amor de adolescente. Nelut y Tzah no tardaron en darse
cuenta y se entristecieron por el joven drimish, pero ninguno de los dos
quiso entrometerse. Dejarían que los dos muchachos resolvieran el
problema por si solos.
Guntzé se sentía muy a gusto con la amistad de Tariuk y no le
importaba lo más mínimo su afeminamiento. A pesar de ser drimish, al
benjamín de Nelut le encantaba la caza menor, algo que compartía con
Guntzé, así como también la pasión por el cercano y cálido mar de aguas
limpias e inquietas. Sus actividades diarias como amigos
consistían en fabricar armas de caza y probarlas luego con los animales
del matorral. Los dos eran excelentes cazadores y solían volver cargados
de conejos, liebres y perdices. Tras
entregarlos a las mujeres del clan para que los desplumasen,
despellejasen y eviscerasen, se encaminaban hacia el mar y se
pasaban horas y horas jugueteando sobre las rocas persiguiendo
pececillos y cangrejos y chapoteando metidos en el agua, a ratos
echándosela a la cara entre risotadas, a ratos buceando y contemplando
maravillados el fascinante bosque de algas, esponjas, anémonas y corales
multicolores y los numerosos peces, gambas, estrellas, nacras, erizos,
caracolas, pulpos y tortugas de mar que lo poblaban.
Una mañana Yunmá, observando
divertida a los dos muchachos mientras ajustaban y ataban una afilada
punta de sílex al extremo de un largo palo para convertirlo en una
lanza, se acordó de pronto de su adorado tío Naunei. El
drimish que la había criado y se había dejado matar para
salvarla de las fauces de un león de las cavernas era muy valiente y un excelente
cazador. Poseía una inteligencia privilegiada. Había sido capaz de
inventar varias armas nuevas desconocidas hasta entonces por los
kartzams. A Yunmá le vino de pronto a la mente como un ramalazo del
pasado una imagen de su tío grabada de forma indeleble en su memoria de niña, que
hasta entonces no había recordado. Lo vio armado con un arco y una
flecha apuntando a un corzo y súbitamente pensó que a los dos amigos les
fascinaría aquella nueva arma.
Sin decirles nada, se adentró en el cercano matorral armada con un
hacha de sílex, escogió y cortó una larga vara de acebuche, la limpió
de ramillas y se la llevó a la caverna. Rebuscó entonces en el amasijo
de tendones secos de caballo, cebro, jirafa, rinoceronte lanudo y
bisonte que guardaba
para usarlos en la confección de vestidos y zapatos para los miembros
del clan, eligió el más largo, lo metió en remojo en agua durante varias
horas
para reblandecerlo y a continuación lo martilleó con un palo sobre una
roca para deshilacharlo y obtener así un manojo de fibras. Tras
trenzarlas con maestría, obtuvo una resistente cuerda y se dispuso a
montar el arco con ella, atándola lo más tensa posible en los dos extremos de
la vara de acebuche. A continuación
probó el arma con una improvisada flecha de una ramilla recta de abedul
apuntando hacia una estalagmita y le dio de lleno. Con una gran sonrisa
de satisfacción salió al exterior de la caverna con el flamante arco en
la mano y se lo mostró a los dos muchachos.
No le costó mucho darles a entender su funcionamiento.
Ambos eran muy avispados y enseguida comprendieron. Presas de una gran
excitación, corrieron hacia el matorral con su nuevo juguete de caza,
fabricaron rápidamente una docena de flechas con ramas rectas de araar y madroño,
a las que afilaron la punta con un cuchillo de sílex, y se adentraron en
aquel vasto y agreste paraje cubierto de rocas calizas y arbustos
achaparrados azotados por el persistente viento de levante.
Al
tercer disparo Guntzé logró ensartar un conejo con una flecha, y fue tan
grande el regocijo de los dos cazadores, que se echaron a reír y a dar
saltos y voces como enloquecidos y acabaron abrazados. Fue entonces
cuando Tariuk, al sentir tan cercano el calor y la fuerza del fornido
cuerpo de su amigo y oler su embriagador aroma de hombre, no pudo
aguantar por más tiempo su necesidad imperiosa de confesarle sus
sentimientos.
—Te quiero, Guntzé —le susurró al oído con voz temblorosa.
—¿Me quieres? No entiendo... —le respondió el muchacho entre sorprendido e incrédulo, separándose bruscamente de él.
—Sí, te quiero como mi tío Tzah quiere a mi padre —le confesó con un
nudo en la garganta—. Soy drimish —añadió para
que Guntzé pudiera entenderlo.
—Siempre he sabido que eres drimish, Tariuk, pero yo amo a las hembras. No puedo amarte como a una de ellas.
Tariuk
no le respondió. Agachó la cabeza, dio media vuelta y se dispuso a
marcharse. Mientras se alejaba violentos estertores de llanto sacudían
su cuerpo y dos regueros de lágrimas resbalaban por sus mejillas y se
perdían en los ensortijados pelos rojizos de su incipiente barbita de
adolescente. Guntzé le observaba alejarse sin saber qué hacer, cómo
reaccionar. Estaba confuso, desconcertado, perplejo. A su manera quería a
Tariuk, era su mejor amigo, su alma gemela, su cómplice de juegos y
aventuras, se sentía feliz en su compañía, pero se veía incapaz de yacer
con él como si de una hembra se tratase. Súbitamente reaccionó,
comprendió cuán importante era en su vida su amigo y corrió hacia él.
—¿Podemos seguir siendo amigos? —le casi suplicó, mirándolo a los ojos.
—Claro que si, Guntzé.
—¿Entiendes que no puedo yacer contigo?
—Sí, lo entiendo.
—Entonces sigamos con la caza. Ahora te toca lanzar las flechas a ti —le dijo, dándole el arco.
—Guntzé, ¿puedo amarte aunque no yazcamos juntos?
—Por supuesto, Tariuk —le aseguró, posando su brazo sobre los hombros de su amigo drimish.
VIGÉSIMO NOVENO CAPÍTULO
Las
dos huérfanas kartzams del clan del valle del sol naciente, que la gran
matriarca Nelut había intercambiado nueve primaveras atrás por dos de
sus hijas, acababan de sangrar por primera vez con solo una semana de
diferencia, y la ahora su madre adoptiva quiso darles la bienvenida al
mundo de las mujeres celebrando una gran fiesta.
A primera hora de la mañana ordenó a Iriat, el jefe de los cazadores,
que llevase a sus hombres, Laram, Gotz, Guntzé y los dos hijos mayores
de Tainay, Ewuk y Bupeh, a cazar cuantos animales pudieran. Luego llamó a
su macho Say, que desde la amputación de uno de sus brazos no
participaba en las cacerías y a los dos drimish del clan, su hermano
Tzah y su hijo Tariuk y les mandó a recoger la mayor cantidad posible de
leña para la gran hoguera que encenderían a puesta de sol sobre la
arena de la cala.
Las mujeres adultas del clan, Yunmá, Ritzah, Nunlay, Hyppa, Frimet,
las dos hijas de Nelut, Bohná y Faifay y las dos huérfanas del valle del
sol naciente, Mirfú y Tuineh, aprovecharían la mañana para adecentar la
enorme cueva que era su hogar. La anciana matriarca Nelut y la gran hechicera Tainay, que por
su avanzada edad ya no trabajaban, subirían sin prisas cogidas de la
mano por la gran grieta que partía en dos el acantilado y recogerían
hierbas aromáticas en el interminable matorral para condimentar los
alimentos que iban a cocinar. Los más pequeños del clan, por su parte, se
entretendrían recogiendo la sal marina cristalizada sobre las rocas
costeras.
Un par de horas antes de la puesta del sol ya lo tenían todo
preparado para iniciar la celebración. Nelut llamó a la gran hechicera
Tainay, a Yunmá, a su hermano Tzah y a su benjamín Tariuk para que se
adentrasen con ella al interior de la caverna. Allí, la jefa de
ceremonias Yunmá maquillaría a la gran matriarca embadurnándole el
rostro con carbonilla de saúco, el contorno de los ojos con arcilla
amarilla y el de los labios con arcilla roja, rodearía su cuello con un
collar de caracolas de mar, recogería su pelo canoso con un turbante de
piel de raposa con una cola del mismo animal colgando sobre cada una de
sus orejas y cubriría sus hombros con una hermosa capa confeccionada con
la piel de tres lobos, uno de ellos albino, como mandaba la tradición.
A
continuación maquillaría a la gran hechicera Tainay embadurnándole el
rostro con arcilla blanca y el contorno de sus ojos y labios con
carbonilla de saúco, recogería su pelo canoso con un turbante de crines
de caballo hábilmente trenzadas, adornado con plumas de urogallo y
avutarda, rodearía su cuello con un collar confeccionado con las
falanges ensartadas de las garras de un oso de las cavernas, cubriría
sus hombros con una suave capa de piel de osezno y le pondría en la mano
un largo bastón con el cráneo de un zorro engastado en su extremo.
Por
último maquillaría a los dos drimish embadurnándoles el rostro con
arcilla amarilla y el contorno de los ojos y labios con arcilla roja,
recogería su pelo con un turbante de piel de conejo, rodearía su cuello
con un collar de piedrecillas de colores, cubriría sus hombros con una
vistosa capa de piel de hiena manchada y le pondría a cada uno de ellos un
instrumento de madera en la mano izquierda y una flauta de hueso de
rebeco en la derecha.
Aquella noche sería la
primera vez que Tariuk cantaría y bailaría acompañando a su adorado tío
Tzah. El muchacho ya no podía ser más feliz. Cuando Yunmá terminó de
maquillarlo y vestirlo, Tariuk corrió hacia la fuente que había en la entrada
de la cueva y se miró en el espejo de su agua cristalina iluminado por
los últimos rayos del sol poniente. Al verse caracterizado como un
verdadero drimish se emocionó tanto que se echó a llorar, su maquillaje
se le desbarató por las lágrimas, y Yunmá lo tuvo que maquillar de
nuevo.
Tzah le miraba con ternura y sonreía en
silencio con el corazón henchido de felicidad. Su sueño de tener un
sucesor que conservase la memoria de las antiguas canciones y ritos de
los kartzams se había hecho realidad en su bienamado sobrino Tariuk. Su
hermana Nelut también estaba emocionada. Caracterizada como gran
matriarca miraba a los ojos a su hermano y este a los suyos. Como en su
infancia en el valle del sol naciente, no necesitaban palabras para
entenderse, para compartir emociones y pensamientos.
—Tainay, ven conmigo, nosotras dos vamos a salir en primer lugar —le dijo a la gran hechicera.
Allí
fuera, sentados sobre la arena blanca de la playa alrededor de la
hoguera, estaban todos los miembros del clan esperándoles ansiosos.
Sabían que aquel sería el mayor espectáculo que jamás habían
presenciado. Las dos mujeres se acercaron cogidas de la mano al lugar de
la escena, y entonces empezó por fin la fiesta.
—¡Oh espíritus de los antepasados de los Kartzams, que habitáis eternamente en la luna y las estrellas, yo os invoco para
que compartáis con nosotros esta celebración! —exclamó la gran
matriarca, levantando los brazos hacia el cielo gris del anochecer.
Tras dar por iniciada la celebración, le cedió el turno a Tainay.
—¡Oh espíritus de los antepasados de los Kartzams, que veláis por nuestra salud y nuestro bienestar desde el más allá, os doy
las gracias por vuestra protección en nombre de todos los miembros del
clan! —exclamó a continuación la gran hechicera, levantando su bastón de
zorro hacia la luna en cuarto creciente.
—¡Echad la carne sobre las brasas! —ordenó entonces la jefa del clan a las mujeres.
Los cazadores se habían cobrado numerosas piezas, sobre todo
conejos, perdices y liebres, y había alimentos más que suficientes para
saciar todos los estómagos. Yunmá y las dos gemelas hummolt eran las
encargadas de asar la carne, que habían sazonado unas horas antes con
sal marina y hierbas aromáticas para que se adobase y estuviera
más rica.
Mientras se cocinaba la cena, la gran matriarca volvió a tomar
la palabra.
—Mirfú, Tuineh, levantaos y venid ante mí —les ordenó con voz amorosa a las dos huérfanas del valle del sol naciente.
Las
dos chiquillas estaban muy asustadas. Eran extremadamente tímidas y las
ponía muy nerviosas ser el centro de las miradas. La gran matriarca
posó entonces una mano sobre la cabeza de cada una de ellas y levantó
los ojos hacia la luna, la diosa-madre de los Kartzams.
—Oh espíritus de nuestras abuelas, que habitáis eternamente en el regazo de nuestra adorada madre-luna, acoged a estas dos niñas en
el mundo de las mujeres y abrid sus vientres para que puedan engendrar muchos hijos! —exclamó con su voz temblorosa de anciana.
Acto
seguido la jefa de ceremonias Yunmá maquilló el rostro de las dos
chiquillas con arcilla roja y rodeó su cuello con un collar de dientes
de jabalí. Ya eran oficialmente dos mujeres adultas y podían emparejarse
con el macho que ellas quisieran.
Las deliciosas viandas ya estaban asadas y el banquete podía empezar.
—¡Comed! —exclamó la gran matriarca, y todos se abalanzaron sobre la carne.
Nelut se acordó de los dos drimish que estaban esperando dentro de
la caverna y ordenó a Ritzah que les llevase una liebre, un conejo y una perdiz para que también
ellos cenasen.
Media hora más tarde ya no quedaba nada por comer. Había llegado la hora del espectáculo.
—¡Que salgan los drimish! —ordenó entonces la gran matriarca desde su alto trono de piedra.
Oh, oh, oh,
Gran Espíritu,
los Kartzams te invocamos.
Oh, oh, oh,
Gran Espíritu,
protege a nuestro clan.
Tzah y Tariuk aparecieron en escena cantando la más antigua y más entrañable
de las canciones de los kartzams, que la abuela Aileh le había enseñado treinta años atrás a su nieto drimish. La acompañaban con la rítmica y
monótona música de sus instrumentos de madera, bailando emparejados
mientras se dirigían hacia la hoguera. A medida que se acercaban a la
luz de las llamas su maquillaje y su indumentaria se hacían más
dramáticos, más impactantes y a la vez más hermosos. Todos los miembros
del clan les contemplaban y escuchaban boquiabiertos, casi en éxtasis,
sentados todos en círculo sobre piedras planas alrededor de la hoguera,
salvo la gran matriarca y la gran hechicera que se sentaban en sus
elevados tronos de piedra.
Los dos drimish continuaron con el espectáculo bailando alrededor de
la hoguera, haciendo sonar sus flautas de hueso de rebeco y sus
instrumentos de madera y cantando todas las antiguas canciones de los
kartzams que recordaban. La mayoría de ellas narraban peligrosas escenas
de caza y violentos enfrentamientos con las fieras, otras sangrientas
batallas con los hummolts y catastróficas epidemias que en la
antigüedad habían diezmado a los miembros del clan, pero ninguna era tan
alegre y divertida como las inventadas por Tzah.
Escuchando las viejas canciones, todas
ellas dramáticas, los espectadores habían guardado un silencio absoluto,
pero en cuanto los drimish empezaron a cantar las alegres y
picantes canciones de su propia invención y se contonearon lascivamente
mirando con descaro y guiñando el ojo a los machos más hermosos del
clan, el animado espectáculo llenó
de regocijo el corazón de todos los miembros de aquel abigarrado grupo
de kartzams, hummolts y mestizos, y todos al unísono acompañaron los
cantos, los bailes y la música de los dos drimish con palmadas y
carcajadas de alegría.
Mientras cantaban la
canción de la gran poza azul, Tzah súbitamente enmudeció, se llevó la
mano al pecho, aminoró el ritmo de su baile, pareció tropezar y cayó en
brazos del fornido Iriat. Todos, incluido el mestizo, pensaron que se
trataba de la mil veces repetida pantomima de seducción tan propia de
los espectáculos de los drimish para divertir al público, pero Tzah
echaba espuma por la boca y se convulsionaba sostenido por un perplejo
Iriat, hasta que de pronto dejó de moverse y expiró.
—¡Tzah está muerto! —exclamó el mestizo con voz quebrada, dirigiendo
sus espantados ojos azules de hummolt hacia la anciana matriarca.
La
fiesta terminó bruscamente como lo había hecho también la vida del
viejo drimish. Durante unos segundos quedaron todos petrificados y en la
paradisíaca cala del acantilado reinó un silencio sepulcral. Solo se
escuchaba el eterno vaivén de las olas peinando la arena de la playa y
chocando rítmicamente contra las rocas.
Un
estremecedor alarido de pena con voz de hombre, un largo no desgarrado,
rompió entonces el silencio y erizó los pelos de todos los miembros del
clan. Era el anciano Say, el antaño aguerrido cazador, el que había sido
el macho más apuesto, fuerte y valiente del clan, el padre de los seis
hijos de la gran matriarca y, por encima de todo, el gran amor del ahora
difunto Tzah. Ayudándose con su única mano, se levantó y corrió hacia
su amado drimish, que seguía en brazos del mestizo. Se arrodilló a su
lado y con su mano temblorosa le acarició la mejilla, mientras de sus
viejos ojos casi cegados por el inexorable paso de los años brotaban
lágrimas a borbotones. Iriat le miraba emocionado, impactado,
desconcertado, no solo por la repentina muerte del viejo drimish, sino
sobre todo por la increíble ternura con la que Say besaba en los labios a
su gran amor. En su cerrada mente de hummolt por fin comprendía el
misterio de aquella extraña e inquebrantable relación afectiva entre un
aguerrido cazador y un hombre-mujer.
TRIGÉSIMO CAPÍTULO
Aquella infausta noche Nelut, Say, Laram, Tainay, Yunmá, Iriat,
Gotz y el joven Tariuk no se acostaron. Prefirieron velar al difunto
bajo la luz de la luna. Todos estaban destrozados por la repentina
muerte de Tzah, especialmente el pobre Say, que permaneció toda la noche
sentado sobre la arena junto a su gran amor, llorando sin consuelo,
balbuciendo palabras de pena y de cariño, tambaleando la cabeza sin cesar enloquecido de
dolor.
Nelut también lloraba, en silencio,
ahogándose por la pena, deseando morir para acompañar a Tzah al paraíso de la luna y las
estrellas, a la eterna morada de los espíritus de los kartzams. Su
hermano y ella jamás se habían separado, ni en el valle del sol
naciente, ni en el valle de las encinas ni en la cala del acantilado.
Eran almas gemelas, se entendían sin palabras. Nelut le quería tanto que
para que fuera feliz le entregó a su propio macho.
Con
las primeras luces del alba, Laram, Iriat, Gotz, Guntzé y Tariuk
cavaron con sus manos un gran hoyo en la arena y metieron en su interior
al difunto
Tzah perfectamente maquillado y ataviado con su indumentaria de drimish,
sin olvidar su instrumento de madera y su flauta de hueso
de rebeco que su hermana Nelut colocó sobre su pecho. Antes de cubrirlo
con la arena, echaron sobre el difunto una gruesa capa de brotes
floridos de salvia, tomillo,
espliego y romero con la intención de enmascarar su olor para que los
carroñeros no lo localizasen y le dejasen descansar en paz en su sueño
eterno en aquella paradisíaca playa de ensueño.
Mientras lo cubrían con la arena, Nelut y Say no pudieron
soportar la idea de no volverlo a ver nunca más y se derrumbaron atenazados por el
dolor. Ninguno de los dos volvería a ser feliz en lo que le quedase de
vida.
Nelut tenía el consuelo, el cariño y la compañía
de Tainay, pero el pobre Say se había quedado solo, espantosamente solo.
Durante aquel primer día de luto se negó a comer. El nudo de angustia en la
garganta y el de pena en el corazón se lo impedían. Yunmá y Tainay solo
consiguieron que bebiese un par de sorbos de agua. Ya de
noche, lo acostaron en su lecho bajo la cálida piel de oso de las
cavernas que había calentado sus noches y las de su amado drimish, y
simuló dormirse para que le dejasen en paz. Había tomado una decisión. Vivir sin Tzah ya no tenía ningún sentido.
A media noche, cuando creyó que
estaban todos dormidos, se levantó con mucho sigilo, sorteó los bultos
de los durmientes ayudado por la luz titilante de la antorcha de tea de
pino que solían dejar toda la noche encendida y salió al exterior de la
caverna.
La tenue luz cenicienta de la
luna en cuarto creciente iluminó su rostro y una sonrisa se dibujó en
sus labios. Pronto su espíritu volaría hacia las estrellas y volvería a
estar junto al ser que le había hecho tan feliz.
Se encaminó entonces hacia la tumba de Tzah, se echó sobre ella y dirigió sus ojos hacia la luna.
—¡Oh espíritus de los antepasados de los kartzams, permitid que el alma
de Tzah entre en mi corazón para que nunca más nos volvamos a separar! —rezó emocionado.
Los espíritus escucharon su plegaria desde el más allá, consideraron
que el inmenso amor que aquel anciano cazador sentía por su drimish
merecía un premio y le concedieron su deseo. Súbitamente experimentó una
gran paz y todo su dolor, toda su tristeza y el vacío que le atenazaba
el pecho se esfumaron. El alma de Tzah había bajado de las estrellas y
se había fundido con la suya. Say ya no estaba solo y nunca más volvería
a estarlo. Permaneció un rato más echado sobre la tumba contemplando el
firmamento, saboreando aquella maravillosa paz, aquella inconmensurable
felicidad y entonces se decidió. Había llegado el momento.
Se
levantó ayudándose con su única mano y se encaminó hacia la gran poza
azul. Mientras se desnudaba, sus oscuros ojos de kartzam brillaban como diamantes negros iluminados por la pálida luz de la
luna. Sentía que llevaba a Tzah en su corazón y ya no podía ser más feliz.
Cuando
el agua le llegó al ombligo, levantó su único brazo hacia las estrellas y continuó adentrándose en el mar, mientras de su boca salía la voz afeminada de Tzah
cantando su canción más querida:
Oh gran poza azul
que estás calentita.
Oh gran poza azul
que estás muy salada.
Oh gran poza azul
que no te estás quieta
y me haces cosquillas
en los catapl....
Al día siguiente el mar devolvió su cuerpo sin vida y lo depositó
amoroso sobre la arena. Lo encontraron Nelut y Tainay. Cuando le dieron
la vuelta y la matriarca le retiró el pelo mojado que cubría su rostro,
vieron en él una sonrisa eterna y una paz infinita.
Una
hora más tarde abrieron el hoyo donde estaba enterrado Tzah y situaron a
su lado el cuerpo de Say. Antes de cubrirlos con la arena, Nelut enlazó
la única mano del cazador con la izquierda del drimish y sosteniendo
aquella unión de manos con las suyas propias exclamó: "Yo los emparejé
en su juventud para que se amasen y fueran felices y ahora los vuelvo a
emparejar para que sigan amándose hasta el fin de los tiempos".
A
media tarde, a solas y en completo silencio, la anciana matriarca se
adentró en lo más profundo de la caverna y dibujó muy juntas, casi
tocándose, una mano roja de cazador y una blanca de drimish. Al
terminar, con el dorso de la mano se secó las lágrimas que enturbiaban
sus ojos. Se alejó unos pasos para observar mejor su obra, levantó la
antorcha de tea de pino por encima de su cabeza y en lugar de la mano
blanca vio el rostro risueño del espíritu de su hermano Tzah regalándole
una amplia sonrisa.
Fin.