Y supo entonces que nunca nadie le querría. Era su destino.
Tardó tres cuartos de siglo en aceptarlo, en asimilarlo, en resignarse, en dejar de luchar.
Desde su más tierna infancia anduvo suplicando como alma en pena un poco de cariño, pero sólo halló desprecio e indiferencia.
Ignoraba lo que sentía un ser humano cuando alguien le regalaba un beso, una simple caricia.
«Deja de luchar, ríndete, resígnate. Es tu destino» —le decía el corazón.
Miles de veces se preguntó cuál era su abominable pecado, su delito, la causa de tan cruel castigo, pero no obtuvo respuestas, sólo silencio.
Un
día, en la dolorosa soledad de su habitación del asilo, escuchó en su mente una voz
sin sonido que le hablaba desde el más allá: «Nunca jamás nadie te dirá
te quiero y si acaso alguien llega a decírtelo, desconfía, pues será
mentira».
Dos grandes lágrimas brotaron de sus ojos de encanecidas pestañas. Sintió un dolor inconmensurable en el alma. Su fláccido rostro de anciano se
llenó de arrugas y lloró amargamente durante horas y horas.
«¿Por
qué me diste la vida, madre, por qué? Dios, si de verdad existes,
mátame, aniquílame, borra mi alma del Universo, conviérteme en nada. No debiste crearme».
Una
semana después, cuando ya no le quedaban lágrimas para seguir llorando,
una madrugada, tras una interminable noche de insomnio, estando todavía
en la cama con los ojos cerrados, escuchó el canto de un gorrión posado
sobre el alféizar de su ventana. Desde el lejano pasado de su infancia
le vino a la mente, como un relámpago, el recuerdo de los gorriones que
abundaban entonces en las calles del pueblo que le vio nacer, y una leve
sonrisa se dibujó en sus labios resecos. Se vio descalzo, inocente, lleno de vida,
con unos calzoncillos como único vestido, las piernitas llenas de mugre y
una abundante cabellera rubia. Correteaba feliz bajo un sol de
justicia por las polvorientas calles de su niñez persiguiendo un
gorrioncito recién salido del nido. Cuando por fin logró alcanzarlo, sintió
el palpitar de su corazón en su mano, leyó un miedo atroz en sus ojitos negros, acarició su cabecita con el dedo índice, le dio un beso y le devolvió la libertad.
Justo
en aquel preciso momento su viejo corazón dejó de latir, y en su rostro
quedó dibujada para siempre una sonrisa. Había hallado por fin la paz.
Dios había escuchado sus súplicas, pero no aniquiló su alma, no la
redujo a la nada. Asió su mano de demacrados dedos, borró los recuerdos
dolorosos de su mente y le devolvió la vida encarnado en un cachorro.
Unos
segundos después alguien entró en la perrera municipal. Era una anciana,
viuda y sin hijos, que iba en busca de un perro abandonado para llenar su
soledad. Cuando sus maquillados ojos de párpados arrugados y encanecidas pestañas se cruzaron
con la inocente dulzura de los del cachorro, una amplia sonrisa le iluminó el rostro, el corazón se le aceleró y supo entonces que había
encontrado lo que tanto anhelaba.
—¡Me lo quedo! —le dijo contundente y segura al funcionario.
Media
hora más tarde, mientras lo bañaba con agua calentita para quitarle la mugre, el temblor
del animalito empapado y cubierto de espuma la hizo sentir madre por
primera vez en su vida y no pudo evitar que se le humedeciesen los ojos
de pura felicidad, de pura ternura.
—Pequeñín mío, tu serás el hijo que Dios no quiso darme. Te llamaré Cariño. ¿Te gusta?
FIN